Vuelve a ser tema polémico en México la libertad o cancelación del uso de los colores patrios que han dado título al partido tricolor. Aunque el simbolismo de ellos no ha impedido las recientes derrotas electorales del PRI, se insiste por los beneficiarios de éstas en la prohibición de los colores patrios como emblema partidista. (Son poco conocidas, quizá, las significaciones de carácter político que se han asignado a dichos colores: el rojo a Hidalgo y la Independencia; el verde a Juárez y la Reforma; el blanco a Madero y la Revolución.)
Al margen de la polémica suscitada, valdría recordar que el lenguaje simbólico de los colores está presente en la historia de las luchas políticas e ideológicas. Da escolta continua a adhesiones y militancias; a concordias y enfrentamientos; a batallas y guerras de todo género. De la identidad colectiva al gregarismo grupal o individual, se cuentan por millones las víctimas del fanatismo convocado por banderas y banderines. Ni unos, ni otras, son un seguro contra el engaño y el equívoco, independientemente del romanticismo y generosidad de la mucha sangre derramada a su conjuro.
Puede ser paradójico que los mismos colores se hayan vuelto opuestos al amparo de los convencionalismos y de las pugnas de intereses o credos. Esta dramática confusión no ha producido, todavía, una Babel equivalente al embrollo provocado por la condena de Jahvé, pero sí grandes catástrofes y guerras en nombre de infinitas causas, en las que unos colores han sido víctimas de otros, cambiando de bando en la anarquía y tiranía de sus significados.
Tres son los colores predominantes en nuestro tiempo --blanco, rojo y azul-- si valieran como signos indicativos, en lo general, los inscritos en las banderas de los países miembros de la ONU. Son, entre otros, los colores que la Revolución de 1789 heredó a Francia y los del imperio estadunidense de hoy.
Ninguno de los partidos políticos de México ostenta esos tres colores. Dos --blanco y rojo-- se encuentran en la trilogía del PRI. Y otros dos contribuyen a que el PAN sea llamado el partido blanquiazul. El victorioso Partido de la Revolución Democrática (PRD) despliega como color representativo un amarillo anaranjado, símbolo del sol azteca con todas sus raíces indígenas y las conotaciones modernas de su calidez y plenitud de luz.
¿Qué significados universales tutelan y se atribuyen a esos tres colores? En la antigua Roma, el blanco fue considerado el color de la pureza, el de los hombres limpios consagrados al servicio público. El azul es, por antonomasia, el color del conservadurismo político, del que se derivan las leyes azules del puritanismo sajón. El rojo, a cuyo amparo surge en 1848 el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, el de las camisas rojas de Garibaldi en 1851, el de los batallones rojos que apoyaron a Carranza en 1917, es el color emblemático de la izquierda, consagrado por el triunfo revolucionario del Partido Bolchevique de Lenin en la Rusia de 1917. Rafael Alberti, desde el exilio, cantará al color rojo: Me llamo excitación, cólera, rabia, estallido del día de la ira. Al gran poeta andaluz se atribuye un lema que se popularizó en la España republicana de 1936: Las jóvenes rojas, cada vez más hermosas.
El color, desde la clave plural --a veces misteriosa-- de sus conjugaciones, es un lenguaje de múltiples significados, acaso más intenso y activador que el de las palabras. Sin duda, el color es un militante político. No es de extrañar que provoque polémicas y apasionamientos. Más aún, en un tiempo en el que se ha instalado profundamente la cultura visual, la que no deja de influir y acentuar el lenguaje de los colores, en un orden general, aplicable al campo concreto y múltiple de la política.