Estaban viendo el atardecer con el ocio de siempre. En la simple. Cuando la conversación camina por su cuenta, sin pies ni cabeza, proclive a la hilaridad por motivos inaccesibles fuera del entorno grupal.
En la azotea ya habían vaciado los tendederos, menos uno. La panorámica de la Unidad a través de los lazos. Como era de esas tardes de ozono, transparentes, irreales, los cerros de Santa Fe y Cuajimalpa, al extremo poniente del valle, parecían al alcance de los ojos. La brisa seca. Uno tras otro, los jets iniciaban su ensordecedor descenso al aeropuerto del Peñón, y el deporte intelectual de los niños mientras jugaban cochecitos era reconocer la línea aérea. Como si supieran de eso: no atinaban ni la mitad.
Doña Sol (abreviatura de Solícitas) trapeaba los baños de las criadas fumando. Su aspecto de chimenea humeante formaba parte de la simpleza de los muchachos: o se metían con ella (y los tundía a mentadas), o lanzaban jodederas a los niños de los cochecitos, o se entretenían identificando a las parejitas fajadoras entre los setos y colorines del parque abajo.
De la penumbra de la escalera surgieron Susana y una desconocida, amiga suya de seguro. En ese preciso instante Marcial decía su nombre completo (la regla era con los dos apellidos) en un eructo sin cortes, arrancando carcajadas hasta el ahogo. Los cuatro tenían los ojos vidriosos de reírse tanto y tan tonto.
Empezaba a oscurecer.
Susana, ¿hace falta decirlo?, les gustaba a los cuatro, sin excepción ni esperanza. A espaldas de ella la vituperaban de puta, la ninguneaban, pero en su presencia enmudecían, nerviosos. Le temían. González y Perico eran los más enamorados. Marcial y Vélez tenían novia, y por eso podían fingir demencia ante el hechizo desesperante de Susana. Como borrachos, hubieran seguido en la boba hasta por despecho si Susana no le hubiera dicho a su acompañante en voz alta y cantarina, señalándolos sin recato:
-Esos son los idiotas del edificio.
Las nuevas generaciones siempre se arrogan una autoridad inexplicable sobre las anteriores. Desde la infancia se gesta una cierta actitud revanchista, pero sólo a partir de la adolescencia aflora, irritante y altiva. En aquella parte de la Unidad, allá por la colonia Postal, esa pedantería la tenían en exclusiva ellos cuatro. En la estructura social del gallinero los niños solían quedar hasta abajo. En ellos era fácil cagarse. No esta vez.
Tras el certero golpe de Susana, Marcial interrumpió su portentoso eructo a la mitad y casi se vomita. Los niños tomaron venganza inmediata gritando al unísono un iiií trepanador cual rugido de Boeing en picada.
La humillación de los cuatro empeoró cuando vieron a la acompañante de Susana, hasta entonces entretenida en la sombra de la escalera. Desgraciadamente era guapísima. Podía llevar la mini y la blusita ombliguera, como traía, sin delatar el más mínimo defecto de fábrica.
La breve mirada de desdén de la intrusa dejó a los cuatro congelados, y ella siguió a Susana hasta el único lazo todavía tendido y le ayudó a descolgar.
Perico fue el primero en reaccionar:
-Esa gata se cree secretaria ejecutiva. Y además, nos están tapando el paisaje.
Como buen idiota, Marcial chasqueó la lengua aprobatoriamente. Poco les duró el gusto. Susana y su amiga empezaron a reírse fuerte, tan fuerte como una canción alegre. González comprendió: esa risa era de otra cosa, ni siquiera se dignaban burlarse de ellos.
Doblemente herido, por fin pudo Marcial articular palabras y no sonidos fisiológicos:
-Hacen como las gallinas -dijo.
No era cierto. Lo sabía él y lo sabían los otros tres. Las risas de ellas eran adorables, melódicas, formidables. Y los excluían.
La generación más nueva levantó sus cochecitos. Las mamás los llamaban a merendar. Aliados naturales de Susana y su amiga guapa (también Susana era guapa, y como dice el viejo don José, a esa edad no hay mujer fea), los niños se despidieron de las dos con beso en la boca para humillar al enemigo, enmudecido.
Doña Sol, dirigiéndose a la escalera con la cubeta, el trapeador, la jerga exprimida y el cigarro apretado entre los labios, dio la puntilla:
-Esos cuatro tienen las caras llenas de granos por merecimiento.
Para rematar, El Rana, hermanito de González, los delató gacho:
-Dice mi papá que son la banda de la chaqueta. Nomás saben besar encueradas de las revistas.
González tuvo ganas de matar, de quítate Cain ahí te voy. Pero la bella sin nombre, tapándose la boca de blanquísimos dientes, se rió y rió tanto.
Parecía una risa del universo en su conjunto. Burlas así a cualquiera le sacan granos.
-¡Manos arriba! -gritaban los niños en el colmo del paroxismo- ¡Manos arriba!.