Ahora está de moda que los conglomerados humanos más significativos se llamen naciones, y que las naciones se llamen países. Está de moda desde hace cuatro o cinco siglos, y tal vez transcurrirán varios más antes de que se imponga una nueva tendencia en el mercado de los rebaños. Mientras llega el momento, hay que referirse a países para preguntar si existe alguno, en esta tierra, con vocación homicida. La respuesta obvia es que sí y que no, que todos y ninguno.
El instrumento civilizatorio de la época, la más sofisticada máquina para convivir, es también, puede serlo, una máquina para matar. Apenas la semana pasada, 8 de cada diez estadunidenses pedían una lluvia de misiles para Saddam y un nuevo espectáculo de fuegos artificiales que podría ser observado, por cortesía de CNN, frente a un plato de palomitas y pizzas a domicilio. Del otro lado del mundo, miles de iraquíes misérrimos se agolpaban alrededor de las oficinas gubernamentales de Bagdad para demandar un nuevo capítulo de la Madre de todas las Batallas que, en las circunstancias actuales, para ellos sólo podría significar el martirio y, de ser cierta la promesa coránica, un reparto de visas para el Paraíso de las huríes.
Las escenas han sido inquietantes porque no se trataba de porras en el estadio y tenían precedentes negros: con bombas químicas, Saddam les coció los pulmones y el sistema nervioso a miles de kurdos, invadió y destruyó Kuwait, asesinó de paso a la Liga Arabe y tiró sus famosos Scud sobre los civiles de Tel Aviv, todo ello con un entusiasta apoyo de las masas de su país.
El anterior gobierno de Washington --cuyo ejemplo, en lo que toca a Bagdad, reclama Clinton-- destruyó buena parte del poder militar de Irak, pero también acabó con la economía, con la infraestructura y con una parte de la población de ese país, y desde entonces --seis años ya-- ha mantenido un bloqueo que afecta mucho más a la población iraquí que al propio Saddam. Y si los estadunidenses polemizan sobre las aventuras financieras o sexuales de su presidente, le otorgan un respaldo casi unánime cuando se trata, en cambio, de mandar portaviones al Golfo Pérsico.
Ahora se ha superado la crisis de los equipos de inspección. Estados Unidos considera que la legalidad ha sido restablecida y Bagdad llama a festejar el ``triunfo'' diplomático.
Pero el episodio ha puesto al descubierto, una vez más, las infinitas reservas de bestialidad y violencia que yacen tras las fachadas de un par de Estados que se pretenden depositarios y portadores de civilización. Poco importa, para el caso, que la dictadura iraquí se engalane con las herencias de Mesopo- tamia y el Islam, o que la democracia estadunidense se proclame nieta de Occidente. El hecho es que la abominación y la fobia se convierten, con mucha presteza, en fibras integradoras de ambos países.
Y no son los únicos. En esta postrimería secular ocurrió también, entre otros ejemplos, el derrumbe fácil del modelo de convivencia yugoslavo, que hasta entonces se tenía como paradigmático, y se dio lugar, en los Balcanes, a una carnicería como no había habido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Más allá de la moraleja simplona de que las ganas de matar permean y trascienden ideologías y modelos políticos y económicos, es claro que en todas las sociedades existen núcleos de violencia latente, que todas las estructuras sociales son susceptibles de ser alineadas en torno a consignas fóbicas --para ello, basta con que en Roma alguien proclame que los cartagineses envenenaron el agua de las fuentes--, que eso implica una grave fragilidad de la convivencia y que esa fragilidad se vuelve aterradora en un mundo empequeñecido por la globalización, en donde, a pesar de los procesos de desarme, siguen en pie muchos misiles, convencionales o nucleares, que no obedecen contraórdenes.