Eduardo R. Huchim
Policías y soldados

Si a los delitos denunciados cada día en la ciudad de México --760 aproximadamente-- se les agrega conservadoramente una cifra igual por aquéllos que no lo son, se obtiene un total de mil 520, o sea: 63 cada hora, uno por minuto. Además, según la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, 96 por ciento1 de los delitos denunciados quedan impunes al no ser presentados los responsables ante el juez, y se sabe que cuando los delincuentes son detenidos, la mayoría --alrededor de 80 por ciento-- recobra su libertad poco después.

Ante un panorama así, fue natural que importantes segmentos de la sociedad capitalina hayan recibido con beneplácito la injerencia que a mediados de 1996 se otorgó a mandos militares en las policías Preventiva y Judicial de la ciudad de México. Incluso ahora encomian el que, aun cuando afronten graves cargos, a los mandos castrenses no se les pueda acusar de corrupción.

No todos, sin embargo, vieron con buenos ojos tal injerencia. Hubo quienes, acertadamente, advirtieron que se trataba de un error y que los errores en materia policial enfrentan a la sociedad al riesgo de pagar un alto precio por ellos, incluso con sangre.

Ahora, con las ejecuciones de los jóvenes de la colonia Buenos Aires, tal admonición se ha cumplido dramáticamente. La detención de tres militares de alta graduación, por su involucramiento en esas ejecuciones, es prueba palmaria de cuánto se equivocan quienes suponen que el origen castrense es una garantía de eficiencia y rectitud policiales.

Varias veces en este espacio se ha insistido en la inconveniencia de que los militares asuman funciones policiales, no sólo por la transgresión constitucional que ello puede implicar, sino por los riesgos derivados de su formación castrense. El 17 de junio de 1996, en un artículo llamado ``Asalto a las policías'' --permítaseme la autocita--, se decía aquí: ``El entrenamiento castrense está dirigido, fundamentalmente, al ataque y la acción armada. Matar al enemigo está presente en la formación del militar. En cambio, la tarea del policía es proteger vida y patrimonio de sus conciudadanos. Matar no figura entre sus funciones y sólo es admisible que lo haga, como cualquier ciudadano, en defensa propia. Pese a los públicos compromisos de respeto a los derechos humanos, la dureza y el fuero de los militares y su poco contacto con los civiles los hace más proclives a violarlos''.

Esa noción de destruir al enemigo ayuda a comprender --nunca a justificar-- lo ocurrido con los jóvenes de la colonia Buenos Aires, convertida desde hace años en una suerte de corte de los milagros, donde millares de capitalinos han sido víctimas de robos y asaltos, y es posible que los ajusticiados formaran parte de algunas de las 5 mil bandas que se calcula existen en la capital de la República.

Es decir, para los militares que comandaban y formaban parte de los jaguares, zorros y motopatrulleros, los jóvenes eran parte del enemigo ante el cual las policías capitalinas, pese a sus mandos castrenses, estaban perdiendo la batalla.

Es difícil pedirle a un militar que se resigne ante la derrota, menos aún si cree tener maneras de evitarla. ¿No sería una lección ejemplar, sobre todo a la vista de los consignados que recobran fácilmente la libertad, la ejecución de los presuntos delincuentes detenidos? ¿No vale la pena matar si se tiene la posibilidad de lograr con ello un efecto disuasorio?

Es posible que reflexiones similares hayan pesado sobre los mandos --ahora procesados-- de jaguares, zorros y motopatrulleros, y que hayan actuado en consonancia con ellas.

Recuérdese que en el ánimo de los militares no siempre figura, al menos no como prioridad, la obligación de ceñirse a las leyes civiles y sí descuella, en cambio, un fuero que frecuentemente se ubica al margen de aquéllas.

En buena hora que ese fuero no haya evitado el procesamiento de los tres militares involucrados en los ajusticiamientos. Y en mala hora que se haya involucrado a los militares en tareas que no les competen.

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Disminuir impuestos sería llamar al desastre, advirtió en Washington el presidente Ernesto Zedillo (Rosa Elvira Vargas, La Jornada, viernes 14 de noviembre, p. 3), y el augurio recuerda aquel que Humberto Roque Villanueva y otros voceros priístas lanzaban en el primer semestre de 1997, sobre la catástrofe económica que habría en México si la oposición ganaba el Congreso y la capital. El 6 de julio la oposición ganó parcialmente el Congreso y absoluta y abrumadoramente la capital del país... y en los días siguientes la bolsa subió, las tasas de interés bajaron y el peso se fortaleció.

1 Declaración de Luis de la Barreda Solórzano, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos del Distrito Federal, durante su comparecencia ante el pleno de la Asamblea Legislativa capitalina, el 7 de abril de 1997.