Al final del siglo América Latina se encuentra en un territorio inesperado, que no estuvo nunca en la mente de ninguno de sus visionarios, ni tampoco en los cálculos de los investigadores de la historia. Antes, al entrar en la segunda mitad del siglo, entre tiranías, todas las revoluciones armadas eran posibles; ahora, entre democracias, todas las revoluciones armadas parecen imposibles. Pero lo que entonces se buscaba tampoco ahora se ha conseguido: la justicia y el bienestar para millones de seres, cada vez más pobres y marginados.
Esta paradoja me recuerda mucho la de la propia revolución sandinista: logramos lo que no buscábamos, la democracia, y no logramos lo que buscábamos, la justicia y el bienestar. Pero por impredecible y sorpresiva, la historia de estas décadas ha sido rica en lecciones y experiencias, una historia en que la izquierda, muchas veces armada, fue siempre el gran actor; pero un actor al que el cambio de los escenarios mundiales le arrebató mucha de su imaginación. Recuperarla, es parte esencial de su desafío.
Después del triunfo de la revolución cubana, lo que importaba era repetir el triunfo de las armas populares; de acuerdo al catecismo aprendido, la creación de riqueza y su distribución justa se darían por añadidura, dentro de un modelo de propiedad estatal y partido único, o hegemónico, excluyentes de las clases derribadas del poder. La izquierda aprendió bien la diferencia dogmática entre democracia burguesa y democracia proletaria, y la defendió con perseverancia. Y ante el derrumbe de los modelos reverenciados como justos, por necesarios, tuvo que sumarse al concepto de democracia sin apellidos, cuando debió haberlo promovido siempre.
Fue el neoliberalismo el que apareció como el promotor de la democracia, otra gran paradoja. Frente al modelo neoliberal, en el que la democracia era parte de la economía de mercado, la izquierda, anonadada por el fracaso del socialismo real del este, guardó silencio, o titubeó. El complejo de culpa por no haber defendido el modelo democrático que se extendía por todo el continente se volvió demasiado pesado.
El péndulo ha estado yendo de un lado a otro en nuestra historia, con vaivenes radicales. La consigna neoliberal de todo a manos privadas ha probado ser tan ineficaz y engañosa como la consigna socialista de todo a manos del Estado. Y en el otro lado del viaje del péndulo, la propuesta neoliberal sólo ha traído más desgracias y pobreza, con un agravante en su contra: la izquierda que quería todo en manos del Estado estuvo en el poder pocas veces y su propuesta se quedó, casi siempre, en una proclama ideológica.
Si una lección deberíamos aprender todos, es que ningún crecimiento económico con consecuencias de justicia social puede ser el fruto de un modelo autoritario o de un proyecto excluyente. Los modelos autoritarios no tienen ya otro prestigio que el que les dan sus viejas propagandas, o algunas nostalgias recurrentes, viejas también. La democracia debe significar, cada vez más, consensos, otra novedad del fin de siglo. Hasta hace poco, hablar de consensos entre fuerzas antagónicas, parecía una concesión vergonzosa. Hoy, es una necesidad. Y una necesidad aún mayor en los países que vivieron conflictos armados, y donde se han logrado acuerdos políticos de paz, como en Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
En estos países, la izquierda que antes estuvo armada, y la derecha, que siempre tuvo de su lado a los ejércitos tradicionales, y represores, han entrado en una etapa de convivencia, y comparten cuotas de poder como producto de los procesos electorales. Cualquier violación sustancial de las reglas del juego, que significara el regreso a la violencia, o al autoritarismo, significaría también la pérdida de la paz, y en consecuencia, de toda oportunidad de estabilidad económica. Un riesgo para todos. Esta es la lección.
La revolución sandinista fue la última revolución triunfante en este siglo. No habrá, en adelante, otra manera de conquistar el poder que a través de las elecciones: y la novedad de la propuesta del movimiento zapatista está, precisamente, en que no se propone la toma de poder, sino abrir espacios democráticos de participación. El último movimiento de la izquierda armada en nacer en este siglo, propone, desde las armas, el diálogo. Una paradoja creativa.
Ahora, la izquierda ha ganado oportunidades electorales como nunca antes. Y desde el poder, está obligada a demostrar, también, que es capaz de cumplir sus promesas de campaña, si quiere ser electa de nuevo. Y a demostrar también, que puede hacer frente, con imaginación, al cúmulo de problemas que el neoliberalismo ha provocado, o no ha podido resolver, empezando por el desempleo, la corrupción, y la depredación del ambiente y los recursos naturales. Si lo vemos bien, es su viejo desafío, sólo que debe cumplirlo de otra manera.
Pero no bastarán visiones tradicionales para darle a la izquierda un papel real. Gobernar bien y con honestidad será bueno, pero no suficiente. El papel de la izquierda estará, como nunca, en aportar ideas, más que ideologías, para crear la modernidad. La permanencia de la izquierda en el próximo siglo estará en su capacidad de ofrecer ideas de futuro.
El mundo global está allí, como una creación exógena que afecta a América Latina necesariamente, y sus consecuencias crecerán, afectándonos siempre, a una velocidad geométrica. Crear el papel de América Latina frente al mundo global, es un reto abierto. Abrir un espacio de participación, y no refugiarse en la obsolescencia. El siglo XXI ya empezó para nosotros y no debemos, otra vez, estar tarde.