Los organismos institucionales para propiciar una solución negociada al conflicto entre el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, no logran superar el estancamiento y el punto muerto en que las colocó la negativa del Ejecutivo a aceptar el texto de reformas legales en que la Comisión de Concordia y Pacificación plasmó los Acuerdos de San Andrés. Mientras tanto, la descomposición política y social en Chiapas ha llevado a esa entidad a un punto peligrosamente cercano a la confrontación generalizada.
A la rebelión iniciada en Los Altos y Las Cañadas por las comunidades zapatistas, y a las situaciones de tensión generadas por la masiva presencia del Ejército Mexicano en múltiples puntos de la entidad, han de sumarse, entre otros, los ancestrales problemas por la tenencia de la tierra y la conflictiva relación entre ganaderos y caciques, por una parte, y comunidades indígenas, por la otra; la cruenta persecución contra los feligreses de cultos protestantes, en Chamula y sus alrededores; las tomas de tierras; la actuación impune de bandas armadas y grupos paramilitares filopriístas o priístas, en la zona norte.
En suma, los múltiples terrenos de conflicto en Chiapas se agudizan en forma simultánea, ante la manifiesta incapacidad de las autoridades estatales y la parálisis de las federales. En tanto, las instancias de mediación para el conflicto planteado por la insurrección indígena, Cocopa y Conai, se ven sujetas a un manifiesto desgaste por efecto del tiempo transcurrido desde la rebelión, desde la culminación de las pláticas de San Andrés Larráinzar, y desde el rechazo oficial al documento de la primera, cuya aprobación por el Congreso de la Unión parece ser el único camino practicable para avanzar en la solución de fondo a la situación dolorosa y exasperante que fue puesta en la conciencia de la sociedad por los hechos del primero de enero de 1994.
A medida que transcurren los meses, se consolida la percepción de que, en ciertos círculos del gobierno, se ha optado por apostar a la erosión y la desarticulación del EZLN y de las comunidades que lo apoyan, tanto por efecto del tiempo como del cerco militar establecido en torno de ellas. De existir, tal apuesta sería un juego poco ético -dada la perpetuación de condiciones de vida inadmisibles y ofensivas en la entidad-, además de peligroso: si hoy la inconformidad de miles de campesinos indígenas de Los Altos, Las Cañadas y la zona norte tiene en el EZLN una voz coherente y una organización con fines y propósitos claros, la atomización de los descontentos llevaría, inexorablemente, a una dramática ingobernabilidad y a una violencia incontrolable que, en contra de lo que podrían suponer los apostadores, no necesariamente quedarían circunscritas a Chiapas.
En tales circunstancias, es urgente y necesario que se impulse la reactivación de las gestiones pacificadoras por medio de una movilización social como la que, a mediados de enero de 1994, logró detener una guerra en la que todos habríamos salido perdiendo.