Adolfo Sánchez Rebolledo
Debate sobre el laicismo

A Santiago Ramírez, amigo entrañable.

Unas declaraciones del Nuncio sobre la familia en ``un mundo globalizante'' reanimaron el viejo debate sobre la libertad de enseñanza y el laicismo que está en el corazón de los más caros anhelos refundadores de la jerarquía católica.

La Iglesia, parece obvio, no está satisfecha y aspira a modificar la última redacción del 3o constitucional, en virtud de que el texto, reformado y todo, aún sostiene que la enseñanza pública ``será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa''. Es la suya una postura vieja y nueva a la vez. Me explico.

Si en los años veinte, el papa León XI califica al laicismo como ``peste de nuestros tiempos'', en la segunda mitad del siglo, laicos y católicos moderan sus posiciones. El mismísimo nuncio, para no ir más lejos, se autorretrata hoy como ``un fiel laico que ama la laicidad y la legítima separación entre Iglesia y Estado''. Se liman, en efecto, los filos más antirreligiosos y anticlericales del laicismo liberal, mientras la Iglesia, a su vez, reinterpreta, bajo la luz renovadora del Concilio Vaticano, el tema de la libertad religiosa. En el fondo actúa poderosamente el irreversible proceso de secularización de la sociedad. Sin embargo, la contradicción persiste en el ámbito de la educación y la familia, que es el corazón de la disputa, aún después del aggiornamiento católico y las reformas a la Constitución. Se acepta la ``laicidad'', mas no el laicismo.

Si ayer resultaba despreciable el laicismo en virtud de que la Iglesia se oponía a reconocer el derecho a la libertad de creencias, ahora, en cambio, critica las limitaciones liberales del laicismo --identificándolas groseramente con un jacobismo en extinción--, en nombre, justamente, de la libertad religiosa y los derechos humanos, pidiendo a cambio una laicidad moderna que no sea neutral ante el fenómeno religioso. Se opone al principio que consagra la libertad religiosa al ámbito de los derechos individuales, a la vida privada del ciudadano, en vez de asumir su importancia radical como factor social. Reconoce, sí, la separación Iglesia y Estado, pero afirma que aún se violan los derechos humanos al no conceder a los padres la libertad de enseñanza, aunque ya no se prohíba al clero educar en las escuelas privadas. Un Estado laico verdadero debería, según esta visión, promover todos los derechos humanos sin restricción, ``empezando por el derecho a la libertad religiosa''; en particular, la libertad de enseñar religión en la escuela pública. En otras palabras, se trata de suprimir el laicismo constitucional sin renunciar a una laicidad hecha a la medida del catolicismo.

Tales supuestos renovadores no ocultan, empero, el viejo sofisma que los sostiene, por cuanto el Estado laico promueve en sentido afirmativo no tanto la indiferencia (ante cualquier doctrina religiosa) sino la libertad de creencias y, por consiguiente, la libertad religiosa en general. Y es que, a fin de cuentas, el laicismo no es ni puede ser neutral ante los valores éticos y cívicos que hacen posible la convivencia social. Todo lo contrario: promueve activamente la tolerancia, el respeto al otro y actúa contra todas las formas de discriminación humana en una sociedad que quiere ser deveras democrática. Ese es, en realidad, el sentido profundo del laicismo, su razón de ser, el principio universal que debe mantenerse a toda costa en la Constitución. De otra manera, ¿cómo podría el Estado asumir su carácter laico sin desconocer otras libertades igualmente sustantivas, sin hacerse confesional cruzando la puerta falsa de la ``libertad de enseñanza''?

No es un asunto puramente teórico: existe un ``supermercado'' religioso, donde priva la más feroz de las competencias entre ``decenas de sociedades religiosas rivales, combatiéndose las unas a las otras'' (Bastian, 1997). No es un eufemismo. La hostilidad religiosa con frecuencia termina por anular los derechos humanos y religiosos de quienes, literalmente, no comulgan con un credo particular. Y si eso parece historia vieja, aún puede verse en Chiapas que no está tan lejos. Así pues, la misión del Estado laico, so pena de arriesgarse a dejar de serlo, es y debe seguir siendo la de garantizar la libertad de creencias de todos los ciudadanos, sin inmiscuirse en el fenómeno religioso. Esa es, en definitiva, la lección que nos deja la experiencia histórica mexicana. El debate sobre el laicismo lleva, por último, a una cuestión decisiva que habrá de resolverse en el futuro próximo: ¿la democracia será, como hoy quiere la Iglesia, mera rectificación, ruptura, o prevalecerá la continuidad de la historia nacional? Pronto lo sabremos.