En un contexto político esperanzador y positivo, en lo general, en el cual el pluralismo, la tolerancia, la alternancia en el poder y la normalización democrática empiezan, a pesar de todos los obstáculos, a convertirse en realidades y vigencias, el país vive, en contraparte, un alarmante crecimiento de la violencia en casi todos los ámbitos y en muchas de los estados que integran la Federación.
Violencias de signos distintos, de causas diversas y de intensidades variables proliferan, en efecto, en México: los conflictos políticos, religiosos e intercomunitarios en Chiapas y Oaxaca; el combate al narcotráfico y las vendettas entre mafias de la droga en diversos puntos del país; la vocación represiva de gobiernos estatales como el de Tabasco y el de Guerrero; la industria del secuestro, que tiende a generalizarse en México; el gravísimo descontrol de las corporaciones policiales, que tiene su ejemplo más notable en los agrupamientos de Zorros, Jaguares y Motopatrullas de la policía preventiva capitalina, cuyos jefes y varios de sus elementos están involucrados en el homicidio múltiple de jóvenes de la colonia Buenos Aires; las agresiones anónimas por parte de grupos de intereses inconfesables ubicados en el terreno del hampa o incrustados en las instituciones públicas, como el condenable atentado en el que resultó herido, ayer, el propietario y director del semanario tijuanense Zeta, Jesús Blancornelas, y en el que murió asesinado su chofer; los comandos especializados en el asalto bancario; la delincuencia elemental y atomizada que acecha a los ciudadanos comunes en cualquier esquina; los linchamientos y actos de justicia por propia mano que ocurren, con lamentable frecuencia, en comunidades de Morelos, Hidalgo y Guerrero; la violencia contra los menores --de la que Mario Luis Fuentes, director del DIF, dio ayer un alarmante reporte. En fin, las cotidianas violencias intrafamiliar, contra las mujeres, contra los trabajadores, la violencia homófoba.
Estos fenómenos, que son inaceptables y vergonzosos si se los considera en forma aislada, vistos en conjunto representan una tendencia gravemente lesiva para el tejido social, para la integración y ponen en entredicho la viabilidad misma de la Nación, entendida ésta como un espacio para la convivencia de personas, culturas, actividades económicas, ideologías y posturas políticas diversas.
Este panorama ha tenido por consecuencia una masiva y justificada exasperación ciudadana que empieza a adquirir formas organizadas de protesta, como la manifestación prevista para el sábado próximo en esta capital para demandar seguridad pública efectiva.
Pero las violencias múltiples que se desarrollan en el país han generado también respuestas indeseables y contrarias a la legalidad, como el cierre de vías públicas por parte de vecinos, adquisición de armas de fuego por particulares temerosos, actos de justicia por propia mano e incluso campañas a favor de la suspensión de las garantías constitucionales --una sugerencia semejante fue formulada ayer por el jurista Ignacio Burgoa Orihuela--, de acciones de autoridad contrarias a los derechos humanos y hasta de la implantación de la pena de muerte.
Son indispensables la movilización y la acción en contra de las violencias que corroen a la sociedad, marcan con hechos de sangre abundantes puntos del territorio nacional y provocan sufrimiento, destrucción, dolor y muerte; pero tal movilización debe tener el propósito de reforzar nuestro marco legal y nuestros valores éticos y humanos nacionales, no de distorsionarlos.