Deben tenerse muy en cuenta dos cosas preliminares. La confusión que ahora existe cuando se habla de reforma del Estado podría originar efectos indeseables, pues bien sabido es que si no se ha planteado con precisión la incógnita del problema que se quiere despejar, las soluciones no serían más que fuentes de más y más enredos jurídico-políticos. La otra cuestión preliminar es que el país desde su nacimiento a la vida independiente, optó por una línea constitucionalista para modelar el Estado en que se organizaría. Lo expresó así Morelos ante la Asamblea de Chilpancingo (1813), y esta ruta formidable y muy arraigada obligó, incluyendo a los hombres del poder espurio -Iturbide y Maximiliano, por ejemplo- a buscar en una Constitución los fundamentos de la legalidad y legitimidad del Estado. Cuando la oligarquía santannista decidió dinamitar el federalismo de 1824, se procuró constituyentes falsificados o no para intentar la vigencia del centralismo estatal. Los constituyentes de 1856-57 y 1916-17 reafirmaron la postura del caudillo Morelos, porque sin duda reflejó y ha reflejado los sentimientos de la nación.
Teniendo en cuenta esas premisas, ¿cómo podríamos de manera sencilla y clara, según las exigencias cartesianas, diseñar el contenido de la actual voluntad del pueblo por la reforma del Estado? Medítese con profundidad y a la luz de las lecciones de nuestra historia tan ignoradas o quizá olvidadas por quienes nos gobiernan, y se verá que hoy la reforma del Estado sólo puede llevarse adelante por dos vías ineludibles. Igual que lo hizo la generación de Mariano Otero hacia 1846, al preguntarse si valdría o no recobrar la legislación de 1824, la conciencia política del presente está obligada a interrogarse si la Constitución de 1917, vigente a partir de mayo de ese año, debe retomarse como norma apropiada al porvenir de los mexicanos. No son pocas las objeciones que se hacen a la Carta de Querétaro, llamándola obsoleta porque nadie la obedece, pero tan severas críticas nos llevan a preguntar el porqué ese brillante cuerpo legislativo no se aplica en la vida mexicana. No es difícil saberlo. Aquí estamos hablando de un profundo y agobiante problema político que de algún modo tendrá que allanarse. La Constitución de 17 no es vigente ni en su capítulo liberal ni tampoco en el dedicado a los grandes aspectos sociales que desde el siglo XIX hieren cruelmente a la patria de Morelos, Juárez, Zapata y Cárdenas. El caso es que el propio aparato gubernamental del Estado, o sea el gobierno, comprometiéndose con intereses elitistas locales y foráneos, y transformándose así en instrumento de estos poderes económicos, se ha convertido en una institución fáctica u opuesta a la Constitución de 1917. Desde que el régimen Obregón-Calles propició el asesinato de Carranza y decidió acatar luego los acuerdos centrales de los llamados Tratados de Bucareli hasta la imposición violenta y anticonstitucional de una política arbitraria que en los últimos dos lustros se corresponde con la ideología neoliberal del trasnacionalismo capitalista, el pacto supremo que la Revolución sancionó ha sido sistemáticamente infringido en los últimos 77 años. El actual presidencialismo autoritario, incubado en el sufragio no efectivo y ahora sustentado en la globalización comercial que para el Continente se auspicia desde la Casa Blanca, es con toda exactitud la causa prima de la no aplicación del texto de 1917, violado entre otras maneras con leyes reformadoras en sí mismas nulas por provenir de la incompetencia que tiene el Congreso para cambiar elementos sustantivos del Estado constitucional. ¿Cuál es entonces la conclusión? Si el consenso social fuera en el sentido de reactivar la Constitución de 17, como lo hizo por cierto con la de 1824 el constituyente de 1847, lo que tendrá que hacerse es adoptar medidas que en el corto plazo extingan las causas generadoras del presidencialismo autoritario, y luego dentro de las facultades que otorga el título VIII constitucional, hacer ajustes que requieran los nuevos tiempos. Recuérdese que el presidencialismo se está tambaleando en la medida en que toman cuerpo los afanes democráticos del pueblo.
Ahora bien, si el consenso social se inclinara por la invalidez de la Carta queretana y la necesidad de otro Estado, la conclusión tendría que ser en el sentido de convocar un constituyente encargado directamente por el pueblo para instituirlo conforme a los nuevos sentimientos de la nación. Claro que esta manera de despejar la incógnita implica un amplio, exhaustivo y previo debate nacional sobre el futuro político de la nación.
Por otras sendas, ¿no caeríamos en los mismos vicios y confusiones del presidencialismo autoritario al remendar sexenalmente con parches y zurcidos las sagradas normas aprobadas en los debates del Teatro Principal? ¿Usted qué piensa