Juan Arturo Brennan
Caribe musical

Cancún, QR. En medio de un clima variable e impredecible (tanto en lo meteorológico como en lo artístico) se realizó la parte musical de la octava versión del Festival de Cultura del Caribe. Por lo que pude ver y escuchar (a un volumen infernal, evidentemente excesivo) en los tres últimos días del festival, parece ser que el concepto clave en la programación fue el de la variedad, con todo lo que ello implica.

Como observación general es posible afirmar que lo mejor de estas sesiones de música del Caribe estuvo concentrado en aquellos grupos cuyo trabajo se encuentra más cerca de sus raíces, su origen y sus respectivos pueblos. En el otro extremo del espectro, la calidad musical de los grupos invitados iba decreciendo en proporción directa a su orientación comercial y a su vocación por la uniformidad. Así, mención especial merece la abundante presencia de bandas salseras en el festival. Para efectos prácticos, después de unas cuantas horas de audición estas bandas resultan prácticamente indistinguibles unas de otras: su dotación es muy similar, su oferta escénica es prácticamente invariable, sus repertorios terminan por confundirse y, lo que es más significativo, sus respectivos líderes hacen los mismos chistes malos y las mismas rutinas de sensibilización populachera, lo que indica que el paso de estos grupos por los estudios de televisión dejó en ellos una huella muy dañina.

Así, se hace difícil distinguir entre la oferta musical de las orquestas Guayacán, de Colombia; Fascinación, de Venezuela; Son Cobatá de México o el grupo dominicano Merenglass; sí, tocan y cantan una salsa más o menos efectiva para bailar, pero a estos grupos se les puede escuchar cualquier día en cualquier salsódromo del país, y no resultan para nada novedosos en un festival de este tipo, si bien cumplen una función determinada en cuanto al público. Lo que resulta patético en estos grupos son las rutinas de ``salsa interactiva'', basadas en la condescendencia y el paternalismo habituales, y en las que la consigna es que el público haga el mayor de los ridículos posibles con tal de llevarse a casa el más reciente disco de Merenglass y una botella del vodka patrocinador.

En medio de estos excesos salseros fue posible, sin embargo, conocer a algunos grupos atractivos, portadores de una oferta musical más interesante. Tal es el caso, por ejemplo, de Kokoyé (Cuba), de impactante presencia ritual, o de la Danza con las almas, de la comunidad garífuna de Honduras; la sencillez de cuyas propuestas remite a raíces hondas y bien plantadas en la tierra. Asimismo, muy sólida la presentación del formidable acordeonista panameño Osvaldo Ayala, quien se dedicó a hacer buena música en vez de ridiculizar al público. Y muy atractivo el grupo vocal jamaiquino Carifolk Singers, portador de un calipso claro y sencillo, con discreto acompañamiento instrumental y buena presencia escénica. Lo mejor de todo lo escuchado en esos tres maratones de Caribe musical fue el Septeto Turquino de Cuba. Soneros de corazón, hábiles intérpretes, buenos músicos, estos siete cubanos tuvieron una presentación impecable, y en su repertorio incluyeron la mejor pieza que escuché en casi 20 horas de festival: una deliciosa canción, Que canten los que comieron, verdadera joya de la música popular moderna de la cuenca caribeña.

No faltaron, como suele ocurrir en este tipo de convocatorias musicales multitudinarias, algunos petardos notables. El peor de todos, sin duda, el grupo Jamex, formado por jamaiquinos radicados en México, reunidos para hacer una pésima variedad de reggae.

Cuando un grupo de reggae se pone a cantar (y de mala manera) covers de inofensivas baladas románticas, está violentando sin remedio la raíz misma del género, todo lo que tiene de rebelde y aguerrido; no dudo que Bob Marley haya mentado madres desde el más allá ante este triste espectáculo de seudo-reggae. En todo caso, me quedo con los jóvenes mexicanos de Antidoping quienes, aún en proceso de maduración, al menos respetan las convenciones musicales y expresivas del reggae, como lo demostraron en en Cancún. Otra decepción fue la Roots Steelband, de Antigua y Barbuda, muy alejada de la dinámica musical que le corresponde.

Venir desde tan pequeñas islas para tocar indiferentemente piezas como El cóndor pasa y Guantanamera en steel-drums se antoja como un auténtico desperdicio de energía sonora.

Esta columna otorga el premio Gran Oso del Caribe a las H. autoridades de migración de nuestra no menos H. Secretaría de Gobernación, quienes negaron la visa a varios invitados caribeños que venían a la parte académica del festival a presentar muestras de sus rituales vudú. El estúpido argumento para bajar tajantemente la Cortina de Tortilla: que tales rituales no son apropiados para el pueblo mexicano. Atención: este ritual vudú puede ser nocivo para su salud. Nunca dejará de asombrarme la infinita capacidad de nuestros burócratas para desplegar sus oscurantistas mezquindades medievales