Si bien una golondrina no hace verano, una gran cantidad de golondrinas en el cielo político de todo un continente, aunque no lleguen todavía a formar una bandada, no pueden ser ignoradas y tienen un significado. Tal es el caso de los sucesivos movimientos sociales y de las huelgas generales que sacuden América Latina en los últimos meses desde América Central hasta el Cono Sur. Lo notable en estos movimientos es que desmienten a quienes declaraban que con la disminución importante de la ocupación formal, la reducción del número de obreros industriales y la fragmentación de un mundo laboral acosado por una desocupación récord había llegado a su fin el papel de los sindicatos urbanos o rurales como fuerza de presión.
Por el contrario, aunque ese debilitamiento es real, de forma paralela se hace presente la unificación de sectores heterogéneos, con nuevos sindicatos como eje, pero no como fuerza exclusiva. El gremialismo y el corporativismo, el encierro en los intereses exclusivos de categoría, ya no son lo común. Por el contrario, las huelgas generales registradas en América Latina unen a los trabajadores del Estado, de los servicios y de los principales sectores industriales con los jubilados, los estudiantes, los maestros, los pequeños comerciantes y los profesionistas. Las organizaciones que convocan a dichos paros no son ya estrictamente sindicales, sino solamente el eje de una protesta democrática y social que va más allá de los trabajadores, empleados o las categorías gremiales e incide también en los sindicatos, pues éstos refuerzan su independencia frente al Estado y amplían el escenario político de su acción.
La huelga general en República Dominicana, como las de Uruguay y Argentina, revelan el surgimiento de un nuevo mundo del trabajo y de un nuevo tipo social de trabajador, no identificado por su función productiva sino por su relación general con el capital y con el Estado. Esta fusión entre trabajadores efectivos y desocupados o jubilados, entre asalariados y amas de casa o sectores de la clase media, independientes o pertenecientes a la economía informal, entre jóvenes y ancianos, reproducen en América Latina --con características locales-- el mismo proceso que comienza a manifestarse en Europa y que no se identifica con ninguna de las direcciones sindicales o políticas, aunque se expresa a través de ellas y puede responder a su convocatoria.
A partir del análisis de estas circunstancias es posible señalar que la mundialización universaliza también a las sociedades en la medida en que las fronteras y los particularismos --encerrados en la acción anterior de los Estados, que han dejado de ser elementos reguladores o de mediación-- han perdido peso y aparece al desnudo la esencia de la política económica vigente en la región, que afecta severamente a los sectores medios y empobrece aún más a los pobres. Es significativo, también, que a la luz de estos procesos sociales tiendan a unirse, como en Brasil o Argentina, las fuerzas políticas que en la oposición antes disputaban entre sí un poder que jamás tuvieron tan cerca como ahora, y que reaparezca un movimiento estudiantil radical, como en Chile, en las movilizaciones contra Pinochet o en las elecciones en la Universidad Católica, ganadas por la izquierda democristiana unida a una izquierda radical renovada. Igualmente importante es la separación de los aparatos sindicales del aparato estatal y las alianzas de hecho entre los movimientos rurales, como el de los sin Tierra, en Brasil, con un movimiento sindical urbano más político y más combativo.
Es evidente que en todo el subcontinente latinoamericano la sociedad civil comienza a organizarse en muchos países con una conciencia democrática mayor. Este es un proceso que no puede ser subestimado, sobre todo cuando los sectores políticos y financieros dominantes en América Latina no han podido construir una nueva legitimidad ni consenso para su poder y engendran, por el contrario, resistencias que tienden a unificarse.