R ecorría F. el pasillo del avión rumbo a su asiento. Iba localizando su lugar entre las cabezas y los brazos que trataban de acomodar bultos en el compartimiento de artículos personales. No era tan importante el asiento, como los vecinos que tendría durante las 11 horas de vuelo. En un claro que dejaron las cabezas y los bultos demasiado grandes, vio que su vecino se adecuaba al tamaño de sus ilusiones: un tipo con pinta de escritor.
Las 11 horas anteriores, las de ida, las había compartido con dos señoras, una de cada lado, que la habían puesto al tanto de las prendas, las tendencias, la filosofía y el devenir de El Corte Inglés.
Nada más distante de aquel escritor que la esperaba en su asiento, con los ojos metidos en un libro, la luz individual bañando las páginas y las manos, y el chorror de aire abierto a toda capacidad, hundiéndole la masa de pelo que le cubría la nuca. ``Hola'', dijo F. antes de sentarse, mientras acomodaba el suéter en el compartimiento de objetos personales. ``Hola'', respondió el escritor, asintiendo de manera inmediata que esa mujer que decía hola, era más interesante que estarse despeinando la nunca frente a las páginas de Moby Dick.
Además el ángulo ayudaba, F. de pie, estirada hacia el compartimiento, vista desde la altura de un hombre sentado, era bastante mejor que Melville, ``con el perdón del maestro'', alcanzó a pensar un poco arrepentido de la desproporción de ese pensamiento.
F. se acomodó a su lado, se abrochó el cinturón y empezó a hojear la revista de la aerolínea. De todas sus ilusiones, que formaban un catálago de buen calibre, había una sola que la ocupaba en situaciones como esa: sentarse junto a un escritor, durante un vuelo transocéanico, contarle una historia y verla publicada meses después, en un libro o en un periódico. El éxito era muy improbable, pero F. contrarrestaba la improbabilidad con su método personal de la cantidad, que consistía en contarle la historia a todo aquel que compartiera con ella un vuelo y tuviera el aire, aunque fuera mínimo, de escritor.
F. sospechaba que en el mundo empezaba a formarse una legión de arquitectos, abogados y contadores públicos, que deambulaban con su historia muerta, inservible, en algún tiradero de la memoria. Pero eso no era obstáculo, las ilusiones son las ilusiones y otra vez dispuesta a contar su historia, comenzó por verle las manos al hombre de junto: eran manos de escritor, no había vuelta de hoja. El escritor sintió la mirada de F. y pensó que estaba interesada en el libro, ¿quién iba a pensar que estaba interesada en el probable oficio de sus manos? ``Era el libro favorito de Camus, el escritor francés'', dijo por decir algo interesante sin darse cuenta de que acababa de acertar en el blanco de la ilusión de su vecina.
F. no supo qué decir y el escritor, intimidado por la bolsa de silencio que se había formado entre los dos, empezó a contarle el remedio contra el resfriado que acababa de leer en las páginas de Melville: ``un tanto de melaza caliente y otro tanto de ginebra''. F. preguntó que si la miel de abeja podía sustituir a la melaza, que era difícil de conseguir. El escritor ensayó una explicación fundamentada en la tabla de las calorías, las enzimas y la alcalinidad de la flora intestinal, que puso frente a F. una disyuntiva: o era un escritor cultivado en los procesos digestivos o un nutriólogo estándar.
No obstante estaba segura de que ese sería otro más de sus fracasos, en el momento propicio, luego de una bolsa prolongada de silencio, empezó a contar su historia, la misma de siempre: que había una vez una mujer que cuando se subía a un avión se empeñaba en contarle al de junto la misma historia.