En los tiempos que corren, la pertinencia de una propuesta de arte público es indisociable de la ponderación respecto a los destinos --algunos ya visibles-- que la globalización depara al entorno urbano de la ``aldea global''. La apropiación simbólica de las metrópolis por sus habitantes, asociados con los interlocutores profesionales de la creación artística, aparece como una estrategia que puede modificar, aunque sea parcialmente, la identidad visual de la urbe como espacio público, frente al modelo aculturado que imponen los mecanismos omnipresentes del neoliberalismo económico.
Bajo la matriz general de las lógicas del libre mercado --que agudizan la especulación y se fundan sólo en el aspecto comercial de la propiedad territorial--, articuladas, además, con los modos perversos de la administración estatal, la ciudad de México puede figurar hoy día entre las capitales visualmente más degradadas, inhóspitas y anónimas del planeta. Suficiente razón ésta --pienso-- para emprender y abordar seriamente la discusión sobre la pertinencia de una propuesta de recuperación simbólica del espacio público urbano.
¿Cuáles podrían ser las virtudes y los beneficios generales y específicos que un programa gubernamental al respecto podría introducir, de cara a una nueva fase de producción cultural en la ciudad de México?
Como primer efecto se rompería, aunque no fuera más que parcial o momentáneamente, el hermetismo que rodea la difusión y la percepción de las artes visuales: públicos abiertos y artífices nuevos --sin exclusión de los artistas activos--, podrían generar modelos novedosos y asequibles al gran público. Efectos sanos, no sólo porque promueven la difusión del arte hacia la población abierta, sino porque tienden a expandir los márgenes del (exiguo) mercado y abren las puertas de la creación visual a sectores de ciudadanos habitualmente alejados o ajenos al circuito. Habría que evitar, desde luego, que un programa al respecto genere el pintarrajeo indiscriminado de bardas y muros porque, además --¿habrá que recordarlo?--, las líneas productivas del arte público no se restringen a las obras pictóricas (como lo evidencian propuestas como la reciente exposición urbana fronteriza Insite 97 o, para no ir más lejos, el ``espacio escultórico'' de la ciudad universitaria en esta capital).
Es claro que hay que imaginar una gran diversidad de facturas y opciones objetuales: la pintura, la escultura --y otras variantes tridimensionales, como las instalaciones, el ``arte objeto'', etcétera); la fotografía y la gráfica de formato mayúsculo --que hoy cuentan con amplias posibilidades de producción y difusión, gracias al desarrollo de la tecnología digital--, opción visual que puede operar a un tiempo como antídoto y aliado gozoso, modificador de los criterios de exhibición y calidad de una publicidad que actualmente constituye un elemento abrumador de contaminación visual (se sabe, por ejemplo, que el Periférico es una de las arterias urbanas con mayor densidad de anuncios comerciales en el mundo). Habría que incorporar, igualmente, un programa de recuperación arquitectónica, no sólo referida a la restauración y conservación edificios que contengan algún valor histórico sino también a otros, carentes de éste, mediante la intervención plástica, y no sólo de inmuebles ubicados dentro de los límites del Centro Histórico, sino a lo largo de toda la ciudad.
Por lo que se refiere a los beneficiarios de un programa semejante --entre cuyas premisas fundamentales tendrían que situarse la de una cobertura ambiciosa y una voluntad de aplicar, si no de establecer criterios normativos sobre el uso visual de la vía pública--, habría que atender a distintas comunidades y sectores de distinta manera. Así, se atendería a los productores bajo criterios diferenciados: los artistas que por consenso de la comunidad enterada resulten ser los más relevantes, bajo la fórmula del encargo; a los creadores --con criterio abierto, sin distinciones curriculares--, bajo la fórmula de concursos con dotación múltiple de premios de financiamiento para ejecución de obras, otorgados por jurados plurales y con la participación de la comunidad artística específica. En otra categoría y de otra manera, se atenderían las demandas de comunidades barriales, organizaciones de vivienda popular o de clase media, mediante la dotación de medios y asesoría calificada --seleccionada también por concurso-- para capacitación y ejecución de obras. Por lo que se refiere al comercio y a la industria, se podrían establecer acuerdos de coparticipación.
La clientela plural y diversa tendría entonces acceso a los medios de simbolización y no sólo al espectáculo; sus integrantes serían considerados a un tiempo productores y consumidores. Esta condición resulta fundamental para que, más allá de la afirmación y la expansión de la cultura como espectáculo --dispositivo que ya corre por cuenta de la televisión y genera una dudosa ``cultura popular'' subalterna y carente de autonomía--, puedan inducirse cambios en la gestoría de los procesos significantes, tales como la extensión en la cantidad y calidad de los públicos, los interlocutores y la construcción o la afirmación pruriclasista y pluricultural de identidades comunitarias.
La ciudad podría convertirse en un gran museo --dentro del que se sitúan escenarios tan atractivos, extensos y significativos como las instalaciones internas y externas del Metro--, cuyas obras (temporales y permanentes) sean las imágenes, las huellas, los gestos y las señas de la apropiación simbólica de la urbe por sus habitantes