¿Estaremos ya en los umbrales de la oclocracia, sin haber pasado antes por las experiencias de una genuina democracia?
La muy antigua pero siempre vigente doctrina de las formas puras y las formas impuras de gobierno, expuesta por Aristóteles, describía el proceso degenerativo por el cual la democracia devenía en demagogia y desembocaba en el gobierno de las muchedumbres, es decir, en la oclocracia. El Estagirita enseñaba que el gobierno de las mayorías, en su forma recta y pura, se caracteriza porque no se constriñe a atender exclusivamente la voluntad o el interés de las multitudes, pues aquella forma de gobierno busca el bienestar equilibrado de todos, tanto los que son muchos como los que son pocos. La oclocracia, en cambio, se finca en un poder meramente cuantitativo que, para consolidarse y permanecer, se subordina a los dictados de las muchedumbres, aunque los resultados impliquen sacrificar el ideal de libertad y justicia que hoy se conoce como bien común.
Cuando percibimos las características que ha asumido, en los meses recientes, el comportamiento de los partidos políticos, empeñados casi con desesperación en ganar adeptos sin mostrar escrúpulo alguno acerca de los medios que se requiera emplear para lograr prevalecer cuantitativamente nos asalta el temor de que la llamada transición a la democracia se haya desviado del camino y que la lucha por el poder estuviese tomando un atajo que va a conducirnos, no a esa democracia largamente esperada, sino a una funesta oclocracia cuyos signos ominosos se multiplican y son cada día más reconocibles.
Basta con observar la actitud de los dirigentes políticos frente a las exigencias de cualquier grupo más o menos numeroso, para percibir que la legitimidad o justificación de sus demandas tiene para ellos un interés secundario y que, inclusive, los recursos violentos a que suelen acudir y sus frecuentes transgresiones al orden público y al marco legal establecido, poco importan a los partidos, ávidos de ganar clientela y renuentes a sobreponer el interés general de la sociedad, a las tácticas oportunistas de la cooptación indiscriminada por la vía espuria de la demagogia.
Frente al elitismo imputable a los regímenes neoliberales que acrecentaron desmesuradamente en el país el número de familias pobres y llevaron a una gran proporción de ellas a niveles ínfimos de sobrevivencia, es natural que la inconformidad social adopte formas de protesta cada vez más airadas y agresivas. El ocaso del populismo dadivoso que mantenía la estabilidad política del sistema presidencialista generó la necesidad de cambios drásticos en las políticas gubernamentales, pero se pasó de un extremo a otro: de la sobreprotección al abandono.
No es sorprendente, por lo tanto, que el estado de ánimo de las masas sea material inflamable que suele arder al primer chispazo de impaciencia provocado por la incuria oficial. Pero la politización de los problemas sociales se ha llevado también a extremos peligrosos. No hay reacción de protesta que no pretendan los partidos capitalizar, de un modo o de otro, en su propio beneficio, en una omnipresente e ininterrumpida disputa por el poder. El apoyo incondicional a cualquier demanda colectiva, en función del número de quienes la formulan y no de su viabilidad o pertinencia, es la posición inexcusable que se apresuran a asumir los partidos, en una irracional competencia por situarse a la vanguardia de la agitación social.
Esa nueva versión del populismo, como práctica partidaria y no gubernativa, agrega al comportamiento de quienes tienen ya sobradas muestras de que la unión hace la fuerza, componentes de irresponsabilidad y proclividades al desahogo violento de las frustraciones individuales o de grupo. Ejemplos hay muchos y esta misma semana el recinto legislativo de San Lázaro fue escenario de una lamentable anticipación de lo que aguarda al país si los dirigentes de los partidos persisten en sus prisas por arribar al poder quemando etapas.
La democracia no se vislumbra al final de esa ruta, aunque en su decurso sí aparezca de trecho en trecho como emblemático pretexto. En el horizonte se perfilan otras realidades políticas que pueden tornarse incontrolables. Desde hace más de veintitrés siglos la oclocracia fue descrita como el impulso ciego de las muchedumbres imponiendo su voluntad. En nuestros días el mismo fenómeno se llama ingobernabilidad.