MAR DE HISTORIAS ¤ Cristina Pacheco
Tormentos
En la calle se escuchan los primeros rumores del día. Oyéndolos Rebeca se olvida por un momento de su dolor de espalda; sin embargo, no se atreve a cambiar de posición. No es que tema interrumpir el sueño de Ismael -sabe que está despierto- pero desde que lo sometieron al interrogatorio, él procura quedarse inmóvil en la cama. Allí cualquier movimiento de Rebeca lo inquieta y lo irrita. Entonces se levanta y sale del cuarto, que se les ha convertido en una extensión del calabozo, en una cárcel donde sus cuerpos están aislados y prisioneros por el mismo recuerdo.
``Le juro que hago todo lo posible por olvidar. Me ocupo todo el tiempo, pero de repente un sonido, un olor, una sombra, me hacen recordar lo que nos sucedió. Era miércoles. Me arreglé temprano para estar lista cuando Ismael llegara por mí; pensábamos ir juntos al centro. Cuando tocaron salí corriendo. Antes de darme cuenta de que no era él, oí que me preguntaban: ¿Es usted la esposa de Ismael Bárcenas?
``Apenas alcancé a cerrar la puerta. Rápido me subieron a la patrulla. Iba llorando. Creí que Ismael había tenido un accidente. Uno de los policías se condolió y me dijo: Físicamente el individuo está bien, pero su situación es difícil; y es que sobre todo ahorita, el que se mete con droga se friega. Primero no entendí las palabras ni qué tenían que ver con mi esposo. Luego, cuando me di cuenta de lo que sucedía, les dije que todo era un error, que mi marido es un hombre honrado y bueno conmigo. Hasta les conté que íbamos a salir de compras: Hoy cierran tardecito el centro y es quincena''.
Rebeca quiere olvidar todo eso y también el tono burlón con que el conductor repitió varias veces la frase: Iban a salir de compras. Qué tierno, qué bonito. Su compañero lo interrumpió para hablarle de un programa de estímulos y recompensas. Rebeca creyó que los policías se habían olvidado de ella. Todo se volvió tan normal que dejó de preguntarse a dónde iban.
Cuando llegaron al cruce de dos grandes avenidas y vieron a un grupo de manifestantes que se aproximaban, el chofer lanzó una maldición: Puta madre; no vamos a llegar nunca. Rebeca volvió a la realidad, pensó en Ismael, sintió urgencia de verlo y miró hacia el semáforo. Entonces se dio cuenta de que varias personas la contemplaban con una mezcla de curiosidad y lástima. En los labios de un hombre alcanzó a leer una frase: Pobre señora...
Rebeca enrojeció. Necesitaba aire fresco. El copiloto lo adivinó y sin volverse a mirarla le dijo: No se pueden bajar las ventanillas. Rebeca sintió alivio cuando la patrulla volvió a arrancar y la libertó de la curiosidad de los peatones.
``No sabría decir por dónde me llevaron ni en qué dirección nos detuvimos. Paramos frente a un edificio muy alto, sin ventanas. Desde ese momento los policías se volvieron más déspotas. Uno se quedó conmigo en un pasillo y jamás se dignó contestar a mi pregunta -¿Dónde estamos?-; el otro se metió a una oficina y oí que informaba a su jefe: Trajimos a la esposa...
``Me ordenaron entrar y sentarme en la única silla. Obedecía. No quería enemistarme con el jefe: un hombre de lentes negros y bigote tan bien recortado como su cabello entrecano. Ni siquiera levantó la cabeza cuando me preguntó mi nombre, domicilio, fecha en que conocí a Ismael, direcciones de los amigos, cuenta de ahorros, lugares que frecuentamos. Le dije la verdad: Salimos poco. Todo está muy caro y con lo que gana Ismael... El hombre se quitó los anteojos, revisó un papel que estaba sobre su escritorio y por primera vez me clavó la mirada cuando dijo: Pero el caso es que hoy, precisamente hoy, iban a salir de compras. Fue suficiente para que empezara a sentirme culpable, no sé de qué.
``Cometí una estupidez al no controlarme. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Siento un coraje horrible contra mí misma cuando me acuerdo de que me le hinqué al tipo para decirle que mi esposo y yo éramos trabajadores, gente pacífica. Si no me cree, pregúnteles a los vecinos. Ellos nos conocen. Sonó el teléfono. Seguí hablando mientras el jefe sostenía una conversación sin quitarme los ojos de encima. Cuando colgó el teléfono, le agarré las manos y le pedí que por favor me dijera de qué acusaban a Ismael. O tan siquiera déjeme verlo un momentito.
``El desgraciado ni me contestó. Caminó hacia la puerta. Me extrañó que los policías que estaban de guardia no me impidieran ir tras él. Bajamos las escaleras y dimos vuelta hacia un pasillo muy largo. Entonces me acerqué al hombre y le pregunté si mi esposo y yo podríamos irnos. Antes de responderme se puso de nuevo los lentes. Me vi reflejada en ellos cuando el mandamás me dijo muy claro: Eso va a dependerá mucho de ti''.
Despierta o en sueños, Rebeca sigue oyendo sus pasos por el corredor larguísimo. Escucha también las preguntas que hizo sin obtener respuesta: ¿Adónde vamos? ¿Quién gritó? ¿Por qué está oscuro? ¿Dónde tienen a Ismael? Cuando llegaron al fondo se detuvieron frente a una puerta metálica. El hombre de las gafas dio cinco golpes. Se abrió.
La habitación estaba casi a oscuras. El acto de las pisadas permitió adivinar que era un espacio muy amplio y vacío. Antes de que Rebeca pudiera ver a Ismael le oyó gritar: A ella no. Por su madrecita, a ella no. Entonces lo vio tendido en el suelo. Desnudo, con los brazos y las piernas abiertas, tenía levantada la cabeza. Rebeca vio las heridas en su cara, gritó, logró dar unos pasos hacia él pero el hombre de las gafas la detuvo: Todo a su tiempo, mamacita; todo a su tiempo. Inmediatamente la luz se apagó. Ismael lanzó una maldición. Rebeca oyó los insultos y golpes que un policía descargaba sobre él. Después sólo escuchó el llanto y las súplicas constantes de su esposo: A mí háganme lo que quieran, pero a ella no; por su madrecita santa, a ella no.
``Cuando se prendió la luz me di cuenta de que no había servido morderme los labios mientras los guardias me desnudaban. No pude taparme porque enseguida me ataron las manos a la espalda. Ismael gritaba como si lo estuvieran despedazando, pero de todos modos oíamos los insultos y las exigencias del jefe: Ni creas que tengo tu tiempo, cabrón. Es la última oportunidad que te doy.
``Ismael intentó explicar algo. Juró que era inocente. Despacio, el jefe se quitó los lentes oscuros, los guardó en su saco y se acercó a mí. Empezó a acariciarme la boca. Me la abría con los dedos húmedos de saliva; me los restregaba en los ojos, en los senos. Entonces grité. ¿Sabes por qué gritó tu vieja? ¿Te lo digo o mejor hablas, cabrón? Ismael suplicaba, prometía dinero. ¿Y no confiesas? pues allá tú. Por mí, mejor. Me pasa un resto tu vieja y voy a ocuparla... No vas a impedirlo chillando y gritando. Ahora que si hablas... ¿No? Bueno pues entonces me la voy a tirar... ¡Levanta la cara! ¡Ten valor, infeliz! ¡Mira!
``De pronto se abrió la puerta. Desde allí un uniformado gritó: El sCháfiras cantó pero creo que se nos pasó la mano porque le está dando un telele muy feo. Allá lo necesitan, jefe. Sin que cambiara su expresión, el hombre del bigote se puso otra vez los lentes y ordenó que nos dejaran libres.
``Desde allí todo se me confunde, pero recuerdo que Ismael y yo volvimos a la casa caminando. Llorábamos en silencio, como niños. Esa noche lo vi tan desesperado que me hice la fuerte y le dije: Vamos a olvidarlo todo. Sé lo que sufriste, pero las heridas que tienes se borrarán muy pronto, no son tan profundas. Estaba mintiéndole. Yo sé que Ismael vivirá para siempre con una herida muy honda: mi cuerpo''.