La Jornada Semanal, 30 de noviembre de 1997
El denominador común de las ricas obras de Onetti, Borges, Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez, Rulfo y Donoso es William Faulkner, la influencia de la que dimana la mejor narrativa de nuestro idioma. No es exagerado decir que el patriarca de la tribu latinoamericana es el autor de El sonido y la furia. Ofrecemos un recorrido por los lugares que definieron la singular obra de Faulkner y su discurso al recibir el Premio Nobel.
William Faulkner
La literatura es tan buen pretexto como cualquier otro para emprender un viaje. No me interesan los motivos -ni los confesados, ni los profundos- por los que la gente se decide por un destino concreto. Los míos son muy simples: me gusta visitar los lugares de los escritores que amo.
En esto de los territorios literarios el atlas es inagotable, porque los escritores tienen dos geografías: la real y la doblemente real, la imaginaria. Como se sabe, hay autores que nunca salieron de su ciudad, como Lovecraft, y otros que no pararon de moverse por el mundo, como Hemingway. Ha habido quienes supieron ofrecer perspectivas diferentes de lugares de siempre: Dickens, Dostoievski, Balzac, Cervantes. O que señalaron en ellos algún rasgo oculto, ya sea banal o misterioso: el Nueva York de Auster, el Jarama de Ferlosio, el Oregón de Carver, el Berlín de Dblin, el Rouen flaubertiano, el Borneo de Conrad. Algunos crearon topografías inventadas a imagen y semejanza de la de su pueblo -Comala, Macondo, Vetusta, Santa María, Orbajosa, por sólo citar algunos en los que se habla en español-, o de su comarca: el Wessex de Hardy, la Región de Benet, la Balbec de Proust, la Yoknapatawpha faulkneriana. Otras veces imaginaron países enteros en los cuales objetivar el desprecio, el odio o la irrisión que les merecía el suyo: Kakania de Musil, Sansueña de Cernuda, Brobdingnag de Swift. O para hallar en ellos lo que en vano habían buscado en un ámbito más localizable: la Tierra Media de Tolkien, la Utopía de Moro, la Ruritania de Hope, la Ciudad de los Inmortales de Borges.
He viajado por muchos de ellos, otros están en la lista interminable, esperando su ocasión; y, de conocer los últimos, no desespero. He sufrido decepciones, claro: como cualquier viajero. Lo peor, lo más horrible, es cuando el recuerdo del Escritor se vincula a la destilación de la Nostalgia: Bath e Illiers empalagan el espíritu con una perfección que nunca sospecharon Jane Austen o Marcel Proust. Y también he visitado lugares en los que los mefíticos vapores de la impostura se respiraban nada más cruzar el umbral de la casa del gran hombre, de la exquisita dama. En ``Arrowhead'', por ejemplo, la hermosa granja de Massachusetts en la que Melville completó Moby Dick, reciben a los ``queridos entusiastas'' del novelista con una panoplia de souvenirs de plástico en forma de pequeños cetáceos sonrientes que ostentan la consigna ``¡Salvad a las ballenas!'' (¡Oh, Melville! ¡Oh, humanidad!)
Pero hay otros lugares en los que nuestra visión del escritor se ahonda y adquiere imprevistos matices. En Dublín se respira Joyce, no importa que uno se asome por el puente de Halfpenny sobre las negras aguas del Liffey, o que se escuche una conversación en sordina al otro lado de una partition de la taberna de Mulligan. En la austera casa de Carlyle, en Chelsea, en la cabaña de Robert Frost en las montañas de Vermont, o en el elegante castillo de Ferney, en el que vivió Voltaire, aprendemos de esos escritores cosas que no vienen en las biografías, tonalidades sólo presentidas y ahora confirmadas: descubrimos y nos descubrimos.
El viaje literario no viene casi nunca señalado en los folletos de las agencias (bueno, salvo en Gran Bretaña, en la que la tradición del turismo literario comenzó con los poetas lakistas) y requiere suficientes dosis de paciencia en la planificación, y moderadas de entusiasmo en la ejecución. Y un consejo útil: no esperen demasiado. Conviene incluir en la maleta un cuaderno de notas y los libros del autor del que se trate. El resto del instrumental -cepillos de dientes, mapas, aspirinas y ungüento repelente para mosquitos, pasaporte y mudas de ropa interior- es el mismo que para cualquier otro viaje.
Había estado preparando el viaje a Mississippi durante casi dos años, de manera que a la hora de emprenderlo ya sabía casi todo lo necesario. No me había costado demasiado convencer a mi mujer, que, además de compartir mi pasión por Faulkner, se mostraba dispuesta a poner su complicidad y su imaginación al servicio de la causa. Y, como ventaja suplementaria, ella había aprendido a conducir en el tiempo en que tales cosas deben hacerse; yo nunca he pasado de ser un moderado copiloto.
Fue en Nueva Orleans donde tuvimos el primer contacto con Faulkner (buscado) y con Mississippi (imprevisto). Llegamos a la ciudad del Delta con un calor de cuarenta grados a la sombra, por lo que fui aligerando mi indumentaria hasta convertirme en una versión irrisoria de Stanley Kowalsky, el de Un tranvía llamado deseo. No importaba. Nos pusimos a buscar las huellas del maestro en la época en que formaba parte del círculo de amistades de Sherwood Anderson y escribía aquellos magníficos apuntes que se publicaron en los periódicos locales (y, luego, en Historias de Nueva Orleans). Estuvimos, claro, en la librería de Pirate's Alley, conservada en la planta baja del edificio donde vivió Faulkner. Incluso tuvimos un par de entretenidas charlas con su propietario, un individuo apacible y preciso del que, sin embargo, no pude obtener ni un centavo de descuento en una carísima primera edición firmada de El sonido y la furia. Allí sigue, supongo.
El contacto imprevisto con Mississippi tuvo lugar una mañana temprano, en la agencia local de alquiler de automóviles donde contratamos el Chevrolet en el que íbamos a viajar por el estado vecino. La oficina, convenientemente apartada del centro turístico, era un local pequeño, limpio y de anticuado mobiliario, ocupado por un mostrador de formica, un diminuto ventilador giratorio y una empleada negra dotada de tres lustrosas barbillas y un trasero tan grande que su mera existencia suscitaba un problema lógico relacionado con la única puerta de acceso a la agencia. Durante todo el tiempo que duraron los trámites y, luego, mientras amablemente nos daba instrucciones para salir de Louisiana rumbo a Mississippi, sus rechonchos dedos, provistos de uñas imposibles de tres centímetros y medio pintadas de bermellón, no cesaron de extraer de una bolsa, con aparente soltura, y llevarse a la boca, ganchitos de maíz bajos en calorías con sabor a salsa barbacoa. Hablaba lenta y cansinamente, llamándonos todo el rato love y honey, y uniendo la última sílaba de cada palabra a la primera de la siguiente, por lo que mi mujer, profesora de lingüística y voraz lectora de novelas de detectives, se la pasó bomba deconstruyendo sus informaciones. Nos respondió a todo lo que le preguntamos, y sólo fue hacia al final, después de que hubiera tomado nota de los datos de nuestra tarjeta de crédito, y de que de un manotazo acabara con una tijereta que se paseaba cansinamente por la formica, cuando nos dijo que se llamaba Narcissa, que había nacido en Coahoma, Mississippi, y que no comprendía en absoluto what'n hell se nos había ido a perder allí. Narcissa creía, además, que Faulkner era una marca de cerveza de Louisiana.
Un par de horas más tarde, tras zamparnos un gumbo y empezar a transpirar copiosamente, enfilamos con nuestro chevy por la federal 61 en dirección norte. La verdad es que la entrada en Mississippi no pudo ser más total. El primer pueblo al que llegamos fue Woodville, a una docena de millas de la frontera. Nos estacionamos delante de la General Store, un viejo almacén en cuyo porche dormitaban tres o cuatro negros sin edad, que abrieron un ojo cuando salimos del coche y lo cerraron segundos después de comprobar que el curso del mundo no se iba a modificar con nuestra presencia. Frente al almacén había una destartalada estación de servicio con un único surtidor de gasolina y una máquina de Cocacola, de las que se cotizan estupendamente en los anticuarios de Manhattan. Lo crean ustedes o no, por una de las paredes de madera trepaba una glicina con las flores ya marchitas, y a través de la ventana se oía la voz luminosa y nasal de ``Mississippi'' John Hurt. Todo era de manual.
Hay pueblos en Mississippi que se parecen a la imagen que la literatura, el cine o las páginas de sucesos nos han transmitido. Lo que no impide, desde luego, que en las afueras se levante un mall que quita el aliento y que el familiar logotipo de McDonald's sea lo primero que se distinga desde muchas millas a la redonda. En ocasiones, durante nuestro viaje contemplamos escenas que se dirían los originales que fotografió Eudora Welty por cuenta del gobierno durante la Depresión. Los folletos turísticos, que en ningún caso presentan el lujo de los que se editan por los departamentos correspondientes de estados más favorecidos, hablan de las transformaciones que han tenido lugar en este territorio en el último medio siglo (hasta los años cuarenta la economía se apoyaba mayoritariamente en el sector primario), pero lo cierto es que existe aún hoy un Mississippi profundo dentro del Sur profundo, un Mississippi en el que todavía se queman iglesias de negros y algunos polis locales representan, una y otra vez, su comedia con sus prominentes barrigas turgentes, sus cinturones bien cargados de instrumental represivo y sus opacas rayban confiriendo a sus rostros la expresión de gigantescos coleópteros antediluvianos.
En este territorio, el más pobre de los que formaron la Confederación, las secuelas de la Guerra Civil se han dejado sentir hasta casi los comienzos del siglo XX, cuando William Faulkner era un niño. Las luchas entre unionistas y confederados devastaron el país, acabaron con la infraestructura tradicional de su economía y dejaron profundas heridas en una población en la que la muerte se había instalado en cada familia. El sentimiento de afrenta que produjo el periodo de la Reconstrucción -con una población blanca resentida por la derrota y la pérdida de sus privilegios tradicionales frente a los arribistas del Norte, y una población negra que, a cambio de una libertad teórica, no vio mejorar su situación económica ni sus perspectivas de futuro- ha permanecido vivo durante muchos años. La estatua del soldado confederado, siempre de espaldas al Norte, que preside la plaza de los pueblos de Mississippi, no es en absoluto una anécdota, sino el recuerdo viviente de una tragedia y una humillación.
Es cierto que hoy Mississippi ha cambiado. Las plantaciones no son ya el ámbito feudal autosuficiente en el que transcurría la vida de la oligarquía esclavista y patricia, sino monumentos a la nostalgia en los que horrísonas peponas disfrazadas de Scarlett O'Hara -con todo y sombrilla- representan, a horario fijo, el drama galante del Viejo-Sur-Perdido frente a los pórticos greek revival de imponentes mansiones reconstruidas. En cuanto a la Guerra Civil, la verdad es que la imagen de corrección política que quieren dar los responsables del ``National Military Park'' de Vicksburg, el más importante monumento del estado, es la de que no hubo derrotados. Pemberton y Ulysses S. Grant parecen los actores de una tragedia en la que nadie venció, ni sojuzgó, ni afrentó. Y esa es quizá la razón de que el Parque, bellísimo en todo caso, exhiba un aire desleído de tristeza, como si se tratase de un escenario melancólico y funeral pintado por un virtuoso prerrafaelita.
Pero la prueba de que Mississippi sigue presentando un rostro no siempre suficientemente amable, la proporciona su escaso poder de atracción para el turismo interno. Mentiría quien dijera que no se ven turistas en el ``Estado de la Magnolia'', pero lo cierto es que los que hay se concentran en dos zonas muy bien delimitadas. En primer lugar, en la Costa del Golfo, como era de esperar, con máximas en Pascagoula, Biloxi o Bay St. Louis, frente a un mar siempre tamizado por un filtro de pegajosa transparencia. Y, luego, siguiendo el curso del Mississippi, en Natchez y Vicksburg, con sus casinos flotantes, sus hermosos crepúsculos sobre el ``viejo'' (ol' man river) y sus bellísimas casas patricias reconstruidas u orgullosamente incólumes a pesar de tantas vicisitudes.
Poco antes de llegar a Natchez, en una coqueta construcción destinada a dar la bienvenida al viajero e información al turista, nos hablaron de la conveniencia de visitar las ``casas de Annabella''. Había, según la amable funcionaria de sonrisa celestial, ``casas Annabella'' en perfecto estado diseminadas por todo el territorio. Regresamos al chevy con las manos llenas de folletos y con el espíritu conturbado por la anterior información. Tardamos un rato y varios folletos en comprobar que, de nuevo, la peculiar habla sureña nos había jugado una pasada. Porque las ``casas Annabella'' no eran, como podía pensarse, las viviendas que, por ejemplo, se hubiera mandado construir una cantante italiana que se hubiera hecho de oro interpretando arias en el escenario de los steam boats que surcaban el Mississippi. Para nada. Las casas en cuestión eran, en realidad, las mansiones ante bellum construidas por comerciantes, traficantes de esclavos, aventureros y tahúres enriquecidos en el periodo anterior a la Guerra Civil, cuando el viejo río era la más importante vía de comunicación de América.
Lo cierto es que en Laurel o Columbus, en el nordeste del estado, se conservan más y mejores casas ante bellum que en Natchez, pero no es lo mismo. Para empezar, lo de los crepúsculos sobre el ``viejo'' es rigurosamente cierto: quitan el aliento. Y, además, la ciudad está llena de vida, con su barco-casino Lady Luck fondeado en el río y recibiendo continuamente a ludópatas horteras y ruidosos que acuden en excursiones organizadas desde la vecina Arkansas. Personajes como salidos de un trozo de vida de Carver, ciegos por el alcohol liberador del fin de semana, con dinero fresco para dejar en las tragaperras, o en alguna de las mesas de ``poker caribeño'' gestionadas por empleados cuyo automatismo cinético incluye una sempiterna sonrisa que parece planear sobre la miseria del mundo.
Pasamos unos días en Natchez, saboreando mint juleps al atardecer, mientras el astro eterno contagiaba su fuego al río y se hacía sentir la primera brisa de la noche. Durante el día recorríamos la zona: la natchez trail, la carretera que sigue el antiguo camino de los indios chickasaw, repleta de merenderos impolutos y muchachas sureñas ataviadas con inefables modelitos de sintética nostalgia. Nada importante que reseñar: allí tampoco estaba Faulkner.
Un sábado por la tarde llegamos a Jackson, la capital del estado, cuyos doscientos mil habitantes parecían haber sido desintegrados por un ataque procedente del espacio exterior. Una ciudad absolutamente muerta, vacía. Sentados en un banco en los jardines de la plaza del Capitolio, protegidos por la sombra de su inmensa cúpula, mientras un silencio ominoso subrayado por una alarma incontrolada se cernía sobre la ciudad, descubrimos estupefactos la cualidad perfectamente irreal de aquella realidad, mientras esperábamos que, a una señal ultraterrena, se conjurara el movimiento y las calles se llenaran de hombres y mujeres ataviados como en una película en blanco y negro de los años cincuenta.
Mientras tanto, la vida seguía en el frenético fin de semana programado de los malls construidos en los últimos años en torno a las salidas de la interestatal 20, y en cuyas cercanías se concentra en viviendas unifamiliares -de ricos y de pobres- una población que, como en otras áreas metropolitanas de América, ha hecho de la privacidad una religión laica, un evangelio vagamente sostenido en un sueño de Lloyd Wright.
Más allá de Vicksburg, cuyo centro urbano puede visitarse desde el coche mediante cómodas indicaciones de tráfico que explican la dirección que es preciso seguir en cada momento ``para no perderse nada y mantener el nivel preciso de seguridad'', comienza un Mississippi diferente.
Para empezar, a medida que uno se aleja del río, la población se dispersa en núcleos cada vez más pequeños. A lo largo de toda la región se extienden los algodonales, con sus borras blancas pespunteando el verde bajo un cielo espeso en el que se forman repentinas y violentas tormentas. Las escasas ciudades de cierta entidad vivieron su esplendor en la época de oro del algodón, antes de que los precios cayeran vertiginosamente durante la época de la Reconstrucción. Greenville, uno de los puertos más grandes del Mississippi, ha sufrido en numerosas ocasiones los desbordamientos del ``viejo''. El más célebre fue en 1927, cuando se produjo la tremenda catástrofe que recogió Faulkner en Las palmeras salvajes y que dejó a esta ciudad bajo las aguas durante dos meses.
El blues se originó en los campos de algodón, precisamente en esta región que, según Paul Oliver, ha ejercido siempre una perversa fascinación sobre los músicos negros. En Clarksdale, una pequeña ciudad en la que contrasta un centro que parece dibujado por Norman Rockwell, con calles por las que uno prefiere no circular, se encuentra el humilde Delta Blues Museum, un modesto homenaje a la memoria de gente como W.C. Handy, Muddy Waters, B.B. King y el resto de la atrabiliaria tropa. Y como los lugares siempre están señalados, para bien o para mal, por un destino de significado confuso, debo consignar que fue en el hospital de Clarksdale donde murió Bessie Smith en 1937, después del terrible accidente de coche que tuvo lugar en la cercana Coahoma, precisamente el pueblo en el que había nacido Narcissa, la que nos alquiló el chevy que nos había traído hasta aquí.
Nos acercábamos a Oxford, piedra angular de todo el viaje, trazando un itinerario enrevesado y sinuoso a través de carreteras secundarias, y deteniéndonos en aldeas en las que habitualmente no se recibe a forasteros. Pasábamos la noche en moteles de precio moderado y apariencia insuficiente, y nos dormíamos escuchando embelesados el monótono concierto de grillos y chotacabras, mientras por las ventanas abiertas entraba el penetrante aroma del jazmín sureño. Almorzábamos en pequeños locales misceláneos en los que también se vendía tabaco de mascar, bolsas de ganchitos revenidos, hardware para el campo y repelente contra mosquitos. Nos preguntaban y contestábamos. Nos hablaban de Natchez, de Memphis, de Nueva Orleans como de los lugares a los que teníamos que dirigirnos si todavía queríamos aprovechar el viaje. Sentíamos que, de uno u otro modo, ya habíamos entrado en el trasunto de la Yoknapatawpha faulkneriana, no tanto por los pueblos (no vimos nada parecido a Jefferson) como por otros escenarios -villorrios, campos de algodón- en los que parecía, en palabras del escritor, que el pasado no había muerto porque ni siquiera había pasado. En cierto lugar intercambiable, poseídos por la molesta sensación de que estábamos interrumpiendo algo, observamos a un grupo de blancos pobres, parientes no muy lejanos de los Bundren de Mientras agonizo, que permanecían repantigados en el porche del General Store, mientras el agobiante calor húmedo parecía bloquear el flujo de la vida, aminorándola. Y, con una simetría que se diría programada desde antiguo, al otro lado de la calle unos negros de aspecto aún más pobre descansaban en silencio en la penumbra destartalada de un cobertizo abandonado. Ambos grupos, separados pero no hostiles, parecían formar parte del coro de una tragedia que se hubiera desarrollado fuera de campo, mucho tiempo antes, en una época bronca y funesta en la que los verdaderos protagonistas comparecieran con una estatura coherente con las pasiones que encarnaban. Hacía calor, digo, y en nada nos aliviaba la sombra del resinoso gomero bajo cuyas ramas también nosotros nos habíamos derrumbado.
Llegamos a Oxford, el lugar en el que Faulkner descubrió todo lo que necesitaba para escribir, una noche de mediados de agosto. El Holiday Inn del centro de la ciudad, en el que habíamos pensado alojarnos, ostentaba un insólito (era martes) no vacancies, sin duda provocado por la avalancha de familias provincianas que habían acudido a acompañar a sus freshmen -curiosamente, no se emplea el femenino freshwomen- en la importante ceremonia de matricularse por vez primera en la Universidad de Mississippi. La misma ``Ole Miss'', dicho sea de paso, que en 1962 recibió a regañadientes (hubo muertos) a James Meredith, el primer estudiante universitario negro del estado.
Oxford estaba al tope, de manera que nos vimos obligados a buscar habitación en un Best Western de las afueras. En la recepción, un tipo blanco y anoréxico de legañosos ojos amarillos contestó a nuestras preguntas con monosílabos que se estiraban como jaculatorias, y nos entregó un par de folletos de la ciudad, en los que se incluía un plano para llegar a Roman Oak, la casa que compró Faulkner y en la que vivió hasta su muerte. Habíamos llegado a Jefferson, Yoknapatawpha.
Oxford lleva con cierta resignación la gloria de su ciudadano más ilustre. No hay estatuas ni monumentos dedicados a su memoria, y sólo un diminuto callejón lleva su nombre. Alguien nos explicó que los familiares del escritor habían conseguido que los administradores del McDonald's local retiraran una foto del célebre pariente: la exhibición de su retrato les había parecido indecorosa. Muy pocos de los diez mil habitantes de la ciudad, con un cuarto de población negra, han leído alguna de sus obras y, en una reciente encuesta realizada por el periódico local Oxford Town, uno de los entrevistados creía que Yoknapatawpha era una marca de pudding y otro suponía que el vocablo nombraba la enfermedad de las vacas locas.
En realidad, William Faulkner había nacido en New Albany, una agradable población situada treinta millas al este y cuyos edificios principales parecen haber experimentado una perplejidad funcional: el Banco parece un templo, el Templo parece un juzgado, el Juzgado parece un banco. Faulkner vio la luz en una casa de madera situada muy cerca de las vías del ferrocarril que había fundado su bisabuelo (el viejo coronel Sartoris de Banderas sobre el polvo). De aquella casa no queda nada, pero con motivo de la conmemoración del centenario de Faulkner, a los responsables del Ayuntamiento parece haberles entrado un virulento orgullo de origen que se traducirá en placas, festejos y, parece, un concurso literario de imitadores del estilo del Premio Nobel local. Un aniversario así no se celebra todos los años, y ya está bien de que Oxford se lleve todos los laureles.
Y, en cuanto a Oxford, bueno, qué quieren que les diga. Las cosas han cambiado, claro. El edificio del banco del bisabuelo -un hombre emprendedor, qué duda cabe- se conserva bastante bien, transformado ahora en una estupenda boutique donde adquieren sus modelitos las Temple Drake (Santuario) de la universidad vecina. La oficina de Phil Stone, el abogado que ejerció de mentor del joven Faulkner, también sigue en pie, convertida en una consultoría jurídica. Pero el plato fuerte sigue siendo la plaza, la hermosa plaza central en la que se levanta el Juzgado (el foco, el centro, el eje, lo llamó Faulkner) del condado de Lafayette, frente a cuyo pórtico se alza, orgullosa y con la espalda dando al norte, la estatua del soldado derrotado, el símbolo permanente de aquel Sur perdedor y perdido.
El señor Parks, el peluquero, de quien Manuel de Lope, que estuvo por aquí antes, nos había informado que había tratado bastante a Faulkner, nos orientó en la búsqueda, señalándonos lo que quedaba de entonces. Cuando entramos en su local, dormitaba viejísimo, sentado en un antiguo sillón de barbero, en mangas de camisa, con tirantes y con el cuello cerrado con una elegante corbata de lazo. Aquella peluquería es, de todo Oxford, el único lugar en el que el tiempo parece haberse detenido concienzudamente: un ámbito enorme, a todas luces más grande de lo que nunca hubiera sido necesario, ocupado tan sólo por los anticuados sillones del oficio, una máquina de Cocacola de los años cincuenta y una sinfonola de la que habían desaparecido los vinilos hace mucho tiempo. Parks nos habló de lo que ya no estaba, de lo que, como él mismo, estaba a punto de dejar de ser. Gracias a sus indicaciones pudimos averiguar qué mansión había servido de inspiración a la de los Compson (El sonido y la furia) o dónde se suponía que estaba el ``recodo del francés''. Y su voz, monótona y arrastrada, evocaba involuntariamente otros nombres: Sartoris, Compson, Stupen, McCaslin, Varner, Snopes, viejos fantasmas convertidos en arquetipos de todas las pasiones, espectros polvorientos y eternos para cuyo sufrimiento nunca hubo respuesta.
Nuestro último día en Oxford transcurrió con esa punzante sensación de acabamiento que acomete a los viajeros cuando se hacen conscientes de que sus expectativas estaban por encima de lo que el mundo ofrece. En Rowan Oak, la hermosa mansión ante bellum que adquirió Faulkner con los exiguos beneficios de sus primeros libros, los enseres que habían pertenecido al gran hombre se nos antojaban revestidos de ese inevitable halo de asepsia y falta de significado que adquieren los objetos de uso cuando ya nadie los emplea. Estaba, claro, la máquina de escribir del Gran Escritor. Y los famosos esquemas de Una fábula escritos en la pared de su estudio. Había una mecedora en la que me hice una foto, la habitación de Estelle, su esposa, y de la niña con sus mobiliarios completos, la biblioteca, el busto de Don Quijote, un par de botas monteras, algunos números de Popular Mechanics (Faulkner era un manitas). Pero, inexplicablemente, lo que más me llamó la atención fue un frasco de ungüento que descansaba en una repisa del estudio. ¿Quién decidió que ese específico debía estar allí, permanecer para siempre como objeto dotado de carácter en el santuario dedicado a la memoria de uno de los escritores más célebres de América? Y, en definitiva, ¿qué especie de arbitrario Joseph Cornell había dispuesto para toda la eternidad los objetos que iban y los que no en la inmensa caja funeral de Rowan Oak?
Cuando salimos de la mansión, a través de la elegante avenida de robles que se extiende ante el pórtico, un viejo jardinero negro, acompañado de un perro de raza indefinida, empujaba una carretilla de abrojos. Una pareja de japoneses, llegados del otro extremo del mundo para participar en un simposio sobre Faulkner, fotografiaba la escena.
William Faulkner está enterrado en el cementerio de St. Peter, un lugar abierto y apacible al que llegamos cuando ya se había hecho de noche. Tardamos bastante en encontrar su tumba; primero porque nos metimos en el sector reservado a los negros y, luego, porque confundimos su sepultura con la de otros miembros de su familia. No había luna, y cuando la hallamos casi me rompo la crisma al resbalar en la húmeda losa de mármol. Centenares de luciérnagas lo celebraron a mi alrededor.
Sólo nos quedaba regresar. Se nos ocurrió pasar unos días en la playa.
Siento que no se me otorgó este premio a mí como persona, sino a mi obra: la obra de una vida en el esfuerzo y la agonía del espíritu humano, no por la gloria y sobre todo no por la ganancia, sino para crear a partir de los materiales del espíritu humano algo que no existía antes. Así que este premio es mío sólo en custodia. No será difícil encontrar para la parte monetaria un destino que esté a la altura del propósito y del significado de su origen. Pero me gustaría hacer también lo mismo con el reconocimiento, aprovechando este momento como una cima desde la cual podría ser oído por los hombres y mujeres jóvenes dedicados a la misma angustia y el mismo trabajo, entre los cuales ya se encuentra quien estará algún día aquí, parado donde yo lo estoy.
Hoy nuestra tragedia es un temor físico, general y universal, sostenido durante tanto tiempo que incluso podemos soportarlo. Ya no hay problemas del espíritu. Queda sólo la pregunta: ¿Cuándo volaré por los aires? Debido a ella, el hombre o la mujer joven que hoy escriben han olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, lo único que puede provocar la buena escritura, porque sólo vale la pena escribir sobre eso, sólo eso vale la agonía y el esfuerzo.
El que escribe debe volver a aprenderlo. El que escribe debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable de todo es tener miedo; y al enseñarse eso a sí mismo, debe olvidarlo para siempre, sin dejar sitio en su taller para nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón, las antiguas verdades universales, sin las que cualquier relato es efímero y está condenado: el amor y el honor y la piedad y el orgullo y la compasión y el sacrificio. Hasta que lo haga, quien escribe trabaja bajo una maldición. No escribe sobre amor sino sobre lujuria, sobre derrotas en las cuales nadie pierde nada de valor, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no se lamentan sobre huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe sobre el corazón sino sobre las glándulas.
Hasta que vuelva a aprender esas cosas, escribirá como si estuviera parado entre los hombres y viera su final. Me niego a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque prevalecerá: que cuando la última campanada del juicio final haya sonado y se haya secado la última roca por falta de mareas en el último ocaso rojo y moribundo, que incluso entonces seguirá habiendo más sonido: el sonido de su endeble voz inagotable, aún hablando. Me niego a aceptarlo. Creo que el hombre no sólo durará: prevalecerá. No es inmortal porque sea la única criatura que tiene una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre esas cosas. Es privilegio del escritor ayudar a que el hombre resista, elevándole el coraje y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta necesita no simplemente ser el recuerdo del hombre; puede ser uno de los puntales, de los pilares que lo ayuden a resistir y a prevalecer.