La Jornada Semanal, 30 de noviembre de 1997



Margarita Maurilla



Fibras ópticas

Recientemente recibí una llamada inesperada. Lo que escuchaba del otro lado de la línea era una inquietante voz masculina que preguntaba por mí. La voz era suave pero firme la intención. No distinguí si esa dulzura era una forma de la cortesía o una máscara eficaz para esconder una cierta timidez. Las formas gramaticales tenían algunas imprecisiones que apuntaban a la identidad de un extranjero con buen dominio del español, pero el acento no me era familiar. Pensé en la imposibilidad de que me llamara un alto funcionario eslovaco. Sin embargo, era indudable que me buscaba a mí. Cuando pregunté quién era, me contestó: -Ramón el huichol.

Efectivamente, yo estaba buscando los servicios de un huichol para una interpretación. Tenía la curiosidad de ver trasmutada mi visión del desierto de San Luis, una serie de fotografías en blanco y negro, a su visión y que quedara plasmada en una tabla con estambres de colores y la cantidad precisa de cera de Campeche.

Convenimos en hablar más del asunto, pues ni él ni yo nos podíamos comprometer antes de valorar el trabajo del otro. Llegado el día y la hora, ni luces de Ramón. Pensé en las ciento cuatro vicisitudes que hubieran podido hacer que no llegara. Asoleada, sedienta y resignada me dirigía a mi casa, cuando voy descubriendo a la sombra de un árbol la despreocupada figura que debía ser la del hombre a quien yo esperaba. Me acerqué, vino hacia mí y sonrió con franqueza.

De pie, en ligera posición de primera de ballet, tuve mi primer vistazo de Ramón: tenis Nike, ababuchados; calcetines rojos; pantalón clásico, acampanado, de manta bordada con punto de cruz, que le llegaba a media escuálida pantorrilla; sudadera desteñida debajo de la camisa bordada y también de talla chica; garrafa de plástico azul turquesa terciada al hombro a manera de cantimplora; morral en bandolera al otro hombro; paliacate anudado al cuello; collar de chaquira, lentes oscuros y, para rematar, gorra de beisbolista, eso sí, con la visera por delante.

Una vez hechas las introducciones, fuimos a refrescarnos y hablar de negocios. El trabajo de Ramón resultó satisfactorio para mí y a él creo que mi propuesta le pareció extraña pero también curiosa. En cuanto a los términos monetarios, requería de cuantioso adelanto, y además, un préstamo inmediato. La razón era que la rapidez de su trabajo estaba ligada a la solución de un problema que lo absorbía en ese momento por completo: había perdido a su mujer.

Al parecer, mientras no la encontrara no podría regresar a su pueblo ni tener tranquilidad. Su plan de acción era el siguiente: pensaba rondar la casa donde suponía que ella se había ido a trabajar. Pero, para poder hacerlo sin ser advertido necesitaba, dijo, un disfraz.

Comprendí estupefacta que la magia de la tabla aún por realizarse empezaba ya a producir sus efectos pues ante mis ojos, Ramón -artista huicho-punk-, primero, tramaba una transición hacia la invisibilidad y el anonimato urbanos a fin a crearse una personalidad ficticia disfrazándose de mexicano; dos, que simultáneamente, el guardarropa íntegro de mi marido -del cual, naturalmente, me pedía elegir el nuevo atuendo- quedaba, ya para siempre, en estado de extrañamiento, desfamiliarizado; y, tercero, que yo pasaba a ser, a mi vez, personaje en baile de máscaras involuntario.

Dejo en suspenso lo qué pasó en la vida de Ramón, pero del esfuerzo de empalmar ópticas, fibras y gramáticas resultó una peculiar obra que al menos acercó nuestros entuertos.