La Jornada Semanal, 30 de noviembre de 1997
Juan Antonio Masoliver Ródenas formó parte del jurado que este año concedió el Premio Internacional Juan Rulfo a Juan Marsé, autor de òltimas tardes con Teresa. En estos días, Marsé recibirá el galardón en Guadalajara. Le damos la bienvenida a México con este ensayo del autor de Retiro lo escrito.
Se ha dicho de la novela española que es, por tradición, realista. Una afirmación que podría ser exacta si se definiera qué es el realismo y si esta definición fuera posible. ¿Qué relación hay entre novelas realistas como Lazarrillo de Tormes, el Quijote, La Regenta de Clarín, Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós o La corte de los milagros de Valle-Inclán? Casi podría decirse que realismo equivale a la idea abstracta de Dios y cada novela equivale a una distinta secta religiosa. Terminada la guerra civil española, parecía inevitable la exacerbación de una crítica pesimista de la realidad social, y así ocurrió con dos novelas tan distintas como Nada (mucha página para tratarse de nada, dijo o pudo decir un crítico) de Carmen Laforet y La familia de Pascual Duarte de Camilio José Cela. Sólo a lo largo de quince años (de 1950 a 1965) puede hablarse de una línea realista muy definida, precisamente por lo que tiene de esquemática. La mayoría de estas novelas, pese a los esfuerzos de algún académico necesitado de curriculum, carecen de interés y hoy hasta el olvido las ha olvidado. Lo que ocurre, en todo caso, es que a muchos escritores de talento, como por ejemplo Ignacio Aldecoa, se les ha identificado, injustamente, con este miope tipo de escritura que durante mucho tiempo se tomó como la expresión más fiel del realismo. Casi todos los novelistas, Juan Marsé incluido, fueron medidos bajo este parámetro.
Las únicas novelas que recordamos y que han ido definiendo una trayectoria narrativa (hablo de trayectoria, no de evolución) son, precisamente, las que por su experimentalismo más o menos acentuado ponían en duda la naturaleza misma del realismo. Puedo mencionar aquí La colmena (1951) de Cela, El Jarama (1956) de Sánchez Ferlosio, Tiempo de silencio (1962) de Martín-Santos o Señas de identidad (1966) de Juan Goytisolo. El impacto que produjo Ultimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé se debió a que no arremetía contra los estrechos límites de la novela de denuncia desde el lenguaje o desde la estructura novelesca, como los libros mencionados, destruyendo los conceptos tradicionales de tiempo y de espacio y poniendo en duda la relación talento literario/comunicación, sino desde el interior mismo del realismo. Lo que ha hecho Marsé ha sido devolver al realismo su libertad, desatándolo de todo prejuicio (léase código o dogma) ético y estético. Es un escritor renovador sin proponer planteamientos radicales que pongan en entredicho a la novela como género y al mismo tiempo es un escritor con una vasta audiencia, por su estupenda capacidad de comunicación. Nos encontramos, pues, con uno de los ejemplos más puros de realismo.
En las novelas de Marsé hay muchos elementos autobiográficos. Para empezar, el hecho de proceder de una familia de emigrantes y de ser catalán castellanohablante y castellanoescribiente, le permitirá adoptar una actitud sarcástica hacia la bienpensante burguesía nacionalista catalana, pero adoptar asimismo una actitud mucho más somática, más pragmática, podríamos decir, hacia las relaciones amorosas. En Marsé no existe un amor, cuando existe, concebido sin el estímulo de la atracción sexual. A menudo aparece como un afán de posesión, más o menos identificado con el poder económico frente a la sublimación de las reprimidas clases altas: el Pijoaparte frente a Teresa en òltimas tardes con Teresa o Manuel frente a las hermanas Claramunt en La oscura historia de la prima Montse (1970); y si no ocurre lo mismo en Si te dicen que caí (1973) es porque las mujeres proceden de clases humildes y están condenadas de antemano a la prostitución.
Su formación durante los primeros años de la posguerra (que compartió con todos los españoles) y su trabajo como operario de un taller de joyería durante casi quince años (un tipo de experiencia que no comparte con otros escritores), forman parte también de esta biografía. Pero que en él no tiene nunca una proyección personal. Si incorpora estas experiencias es porque tienen una proyección colectiva. Y si hay una voz personal (muchas veces la voz del autor que opina descaradamente sobre los hechos) es, simplemente, porque trata de destruir la falacia de cierta tendencia realista (apoyada por los popes de la literatura comprometida, Gyrgy Lukács y Jean-Paul Sartre) de que es posible una observación objetiva de la realidad, que no hay que confundir con la interpretación científica de la realidad. En efecto, cierto énfasis en la degradación física y moral (especialmente en Si te dicen que caí), el pesimismo social y la somatización de las relaciones humanas están, como lo están en Vargas Llosa, el gran admirador de Flaubert, muy cerca del naturalismo.
En Juan Marsé, insisto, no hay una estética realista sino, en todo caso, una destrucción de cierta estética dominante que le permite desarrollar libremente su vocación de narrador. Una voz que puede ser indistintamente impersonal pero con intervenciones descaradas como autor dueño del relato (òltimas tardes con Teresa), la voz personal, pero no necesariamente autobiográfica, o sólo en la medida en que son experiencias compartidas por otros lectores (El embrujo de Shanghai, 1993), el relato en primera persona pero que se teje en torno a dos voces o versiones de un mismo hecho (La oscura historia de la prima Montse) y el relato en el que no sólo intervienen varias voces que nos dan su versión de los hechos, sino una misma voz, la de Sarnita/Nito, en dos etapas distintas de su vida: como niño y casi treinta años más tarde (Si te dicen que caí). Convendría añadir que en El embrujo de Shanghai, además del mundo visto desde la locura del capitán Blay o, como Susana, desde el ensueño, un relato pertenece descaradamente al mundo de la invención, si bien afecta dramáticamente a la realidad. Y a la hora de elegir entre realidad e invención, el narrador opta por la segunda: no la Susana de la taquilla de cine, ``una joven mofletuda y colorada con gafas'', sino la niña escuchando con los ojos devotamente cerrados el rumor de la ciudad prometida, una niña ovillada en sus costumbres de lejanías y de mentiras, ``Susana dejándose llevar en su sueño y en mi recuerdo a pesar del desencanto, las perversiones del ideal y el tiempo transcurrido, hoy como ayer, rumbo a Shangai''.
Estas palabras son válidas para todas las novelas de Marsé y lo son, por supuesto, ya desde Ultimas tardes con Teresa, novela basada esencialmente en malentendidos involuntarios pero necesarios. Cuando apareció la novela, los críticos subrayaron el pesimismo radical del escritor, pero esta es una lectura que surge de un prejuicio normal en la época y que si hoy se ha perpetuado es porque en el terreno de la crítica, como en casi todos los terrenos, pocas veces se revisan las opiniones, y una afirmación equivocada o exagerada acaba por convertirse en un lugar común y en un axioma. Teresa es algo más que una muchacha frívola que intenta luchar contra una situación social sin arriesgar nada, y el Pijoaparte es mucho más que un iluso ambicioso condenado a no salir de su condición de subproletario. Lo que le interesa a Marsé son las contradicciones: Teresa se siente liberada al descubrir que Luis Giralt es un impostor y sabe relacionar su impotencia sexual con su impotencia política; se siente asimismo liberada cuando descubre que Manuel, el emigrante murciano, no es el héroe proletario que ella había imaginado sino, simplemente, una persona muy atractiva.
Ultimas tardes con Teresa es una novela sobre la interpretación equívoca de la realidad, sobre los engaños, sobre la difícil barrera entre verdad y mentira y, sobre todo, sobre el egoísmo humano y el desengaño. Los dos protagonistas representan a dos clases, que reaparecen en La oscura historia de la prima Montse: la alta burguesía y el subproletariado. En Si te dicen que caí son sustituidas por los dos bandos que lucharon en la guerra civil. Para la novela social queda claro que hay una división entre buenos (el subproletariado de los emigrantes, los republicanos, los maquis o resistentes) y malos (la alta burguesía, los nacionalistas, los falangistas), pero a Marsé lo que le interesa es estudiar la naturaleza humana y las consecuencias que estas clases tienen en dicha naturaleza. No cabe pues ninguna utopía. Tanto Teresa como Manuel son víctimas de la idealización, de la misma manera que lo fueron los escritores comprometidos. Fiel a la verdad, Marsé se propone simultáneamente desmontar las utopías del realismo socialista, desmontar la esquemática división entre buenos y malos y mostrarnos el penoso proceso de desidealización a nivel personal. El Pijoaparte, personaje, como casi todos los de Marsé, crecido antes de hora, es asimismo un inmaduro que no ha resuelto su atracción hacia la criada, Maruja, hacia Hortensia, tan parecida a Teresa pero sólo como un humilde borrador, y hacia Teresa.
Su misma ambición no nace simplemente de la necesidad de huir de su barrio, ambición por otro lado comprensible y que comparte con tantos personajes masculinos de otras novelas del autor, sino de reencontrar su infancia en el palacio del marqués de Salvatierra y de su sueño, también de niño, de ir a París con los Moreau, con la niña de la pijama de seda que él identifica, también ella, con Teresa: ``era el mismo paso irreal, ingrávido, iniciado por la niña aquella noche que atravesó el claro del bosque bañado por la luna, era como si ya desde entonces viniera hacia él aquella amistad nacida en el trasfondo nebuloso y anhelante de su sueño, prolongándose ahora en los pasos lentos de Teresa''. También para Teresa una experiencia de la infancia regresa para proyectarse en el presente. Si Manolo, arrastrado por los presentimientos, y Teresa, arrastrada por la destrucción del mito, acaban regresando a la realidad de su clase es, como ocurre en Los cachorros de Vargas Llosa, para mostrar el inmovilismo de la sociedad.
A Marsé, como a tantos narradores contemporáneos, no le interesa la crónica de la realidad y la exaltación de una verdad abstracta. Su escritura nace de la libertad. Sin embargo, no sólo no rechaza la crónica sino que recurre a ella para desmontar todo tipo de utopías. Se inspira en la vida cotidiana de un barrio y una ciudad para mostrarnos a unos personajes zarandeados por el destino, eternos sobrevivientes, soñadores condenados a caerse de bruces para encontrar el vacío y, con frecuencia, la muerte. Efímeros veranos amenazados por el invierno, torres en ruina, prostíbulos, cárceles, sordidez sexual, incapacidad para el verdadero amor y desenmascaramiento del falso heroismo (en òltimas tardes con Teresa, en Si te dicen que caí y, en una dimensión muy distinta, en El embrujo de Shanghai). El pesimismo no surge de Marsé sino de la realidad que no admite utopías, puesto que no habla nunca del futuro sino del presente y de su estrechísima relación con el pasado. El presente explica su deshumanización, su degradación. El pasado, la necesidad de recuperar el origen de sus sueños. Por eso recorren los laberintos de la memoria o repasan largas galerías de fantasmas o les golpea de pronto el viento de la infancia.
La impotencia y la derrota es lo que humaniza a los personajes y lo que los rescata del estereotipo social. Y, sobre todo, sus contradicciones, la propensión al mito, la tendencia a confundir mentira con verdad, realidad con ficción, la necesidad de escuchar y de contar, es decir, la necesidad de entender y de interpretar. ``Vamos a contar mentiras'', entona riendo uno de los personajes de Si te dicen que caí. ``Vamos a contar mentiras'', entonan, bromeando, las mujeres de la limpieza al ver al celador. ``Qué rosario de mentiras'', le dice Sor Paulina. Pues al fin y al cabo, ¿qué son las aventis que cuenta el niño Sarnita, que será luego el derrotado adulto Nito, el celador. ``Un rosario de embustes que el roce de tantos dedos y labios podría acabar convirtiendo en un rosario de verdades o al revés'', pues ``la verdad era todavía la misma que en sus aventis, aquella turbia materia que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo''. Esta necesidad de rescatar a través de la escritura lo que se encuentra en el turbio fondo de la memoria y de aceptar, a través de las distintas versiones, el carácter fragmentario de la realidad, implica una conciencia textual y una conciencia de la compleja naturaleza del realismo que se identifica, por otros caminos, con las indagaciones de los escritores que he mencionado al principio, y como se encuentra en novelas no mencionadas antes como Volverás a Región (1967) de Juan Benet, la tetralogía Antagonía (1973-1981) de Luis Goytisolo y, ya en la década de los noventa, El metro de platino iridiano (1990) de Alvaro Pombo o Todas las almas (1992) de Javier Marías. Y en el caso de Juan Marsé, aquí se encuentra, como nos recuerda Paco en La oscura historia de la prima Montse, ``la razón misma de este contarnos y recontarnos mutuamente la misma historia, como si nunca acabáramos de creerla''. Razón última de la escritura y válida definición de la obra entera del escritor y, en consecuencia, de la naturaleza del realismo.