el miedo
La ciudad de México ha llegado a tal nivel de deterioro que ningún lujo iguala al de la calma. Las modalidades del latrocinio van del precario secuestro exprés (robar a un niño en el supermercado y devolvérselo a su madre a cambio de bolsas con comida) al ostentoso tiroteo bancario con las ametralladoras AK-47 que se han convertido en una de las mercancías más populares de la economía informal. El español de México se ha visto enriquecido con neologismos olorosos a pólvora: se ``ordeña'' a una víctima en un cajero automático, se ``encajuela'' a un ``cliente'' hasta que prometa entregar un óleo de Rembrandt, se da un ``cristalazo'' en plan exploratorio (hasta hace poco, las ventanillas de los autos eran rotas cuando adentro había algo que robar, ahora se rompen para constatar que no hay nada). Aunque del mexicano se pueden decir muchas cosas, algo es seguro: nunca ha tenido una imagen suavecita. Después de tantas canciones consagradas al rencor ranchero y tantas películas donde el charro de turno hace gárgaras de tequila, luego aúlla y luego mata a su compadre, tenemos poco prestigio en relaciones públicas. De cualquier forma, en tiempos anteriores al chupacabras y al error de diciembre, la violencia anunciada en mostachos afrentosos y miradas de rencilla rara vez llegaba a la sangre y, en ocasiones, era una extraña intensificación del cariño (¿qué otro pueblo apuñala con frases de cortesía como ``ahí me guarda este fierrito, amigo''?). Después de visitar las cantinas donde los parroquianos se confesaban todo y lloraban y regalaban su cartera y se besaban y se daban un balazo de ocasión, William Burroughs escribió: ``Los mexicanos sólo matan a sus amigos''. Por desgracia, los tiempos en que los karatazos se repartían entre conocidos han terminado y el D.F. parece narrado por James Ellroy: la impunidad es el sello de la hora, las sombras asaltan sin castigo alguno, detrás de cada crimen hay un policía corrupto. Para responder a las demandas ciudadanas, el gobierno ha tomado medidas más bien dudosas. Los jaguares armados como para celebrar el cumpleaños de Rambo fueron disueltos, es decir, incorporados a la sociedad civil, es decir, liberados en el coto de caza que llamamos ``Distrito Federal''. En compensación, se inventaron los policletos, que recorren las calles con aire inofensivo y ven cómo los ladrones huyen en vehículos muy dignos de sus nombres (Gran Cherokee, Intrepid, Phantom). El otro día coincidimos con una reunión de policletos en una esquina. Se habían desmontado de sus bicicletas y cantaban con entrañable concentración: ``Cuando lejos te encuentres de mí...'' Es difícil no simpatizar con su lucha desigual contra el hampa e imposible creer que sirvan para otra cosa que para conmovernos de su impotencia. Una ley infalible indica que el policía que te defiende es un barrigón que parece dibujado por Abel Quezada y el criminal que te atraca es un ropero que parece entrenado para acampar en Bosnia. En la ciudad desamparada, las únicas señales protectoras pertenecen a la devoción y la superchería. La virgen de piedra que apareció en el Metro Hidalgo es la nueva patrona de la urbe sin misericordia; en su altar, las velas arden como las últimas armas de una grey vencida. El hartazgo y la necesidad de resistencia hicieron que ayer se celebrara una de las manifestaciones más singulares de nuestra historia, la marcha contra el miedo. El humor, ingrendiente inflatable en toda causa cívica que valga la pena, se hizo presente en los preparativos: ``no lleven relojes ni collares porque se los pueden robar''. Como la procuración de justicia está invadida por el hampa, tampoco faltaron las tesis paranoicas: ``los asaltantes organizaron todo para que dejáramos vacías nuestras casas''. Algunas anécdotas de ayer. Víctima 1: ``Los ladrones entraron a mi casa y no había nada de valor, ahora puse una alarma y lo único que vale la pena robarse es...¡la alarma!''. Víctima 2: ``Unos tipos de aspecto crapulesco tomaron fotografías de mi casa, fui a la Delegación y me dijeron que pensaban secuestrarme. No tengo mucho dinero pero califico para un secuestro hormiga. Me pusieron un custodio a cambio de que le diera el 10% de lo que podían obtener por mi secuestro. Se lo di, luego me dio miedo de que él me secuestrara y supe que todo era un montaje: me extorsionaron para que no pasara nada''. Víctima 3: ``Me llevaron al cajero automático y se me olvidó mi número confidencial. Les juré que siempre he sido pésimo para las matemáticas. Luego me acordé del número y sólo tenía 120 pesos. Me tuvieron hasta la madrugada en un taxi. A las cinco me hicieron simulacro de fusilamiento. Gastaron más en gasolina y en cartuchos de lo que yo tenía en el banco; supongo que la crueldad sale gratis.'' Lo único bien repartido en la ciudad de México es el espanto. Ayer, empezamos a caminar para vencerlo.
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Estamos indagando cómo organiza la imaginación las regularidades, las obviedades con que opera. Hablamos del fondo de lo dado por hecho imaginativo. Hemos visto que en el caso de la imaginación prospectiva estas regularidades cristalizan en el catálogo de lo esperable (que hace posible, ente otras cosas, la sorpresa). La palabra ``catálogo'' no está elegida al azar en esta expresión, sino para recoger el modo de funcionamiento del mecanismo. Si bien, hay que admitirlo, los catálogos de la imaginación son singularmente eficaces. El catálogo de una tienda de herramientas de carpintería enumera, describe y marca el precio de los artefactos en existencia. Su uso primordial no es la lectura, el catálogo no es discursivo, sino enumerativo, y su uso es conectar tu necesidad con la herramienta que la puede satisfacer. En un catálogo bien hecho, a cada una de las entradas corresponde una herramienta en existencia, e inversamente, no hay en la tienda ningún artefacto en existencia no catalogado. Ahora supón que tienes un catálogo que conoces muy bien, supón, por ejemplo, que eres un pintor y se trata del catálogo de una exposición tuya y que recuerdas muy bien los cuadros que están colgados. En este caso si te ponen enfrente un cuadro y te preguntan si ese cuadro está o no expuesto, tú puedes contestar sin ninguna dificultad. Y, esto es lo importante, no necesitas pasar hoja a hoja el catálogo para contestar, tú sabes qué hay y qué no hay en él y puedes responder. Llamemos a esa facultad, capacidad de reconocer. Tú dirás qué chiste tiene, porque nuestro ejemplo es muy sencillo, pero en realidad la capacidad de reconocer es asombrosa. Porque considera un catálogo mucho más grande y complicado, uno tan desmesurado que no puedes pasar hoja a hoja. Este catálogo gigantesco también te permite reconocer. Considera el catálogo de toda la gente que conoces de vista, debe ser enorme, tan grande y complicado que sería por completo imposible pasarlo hoja a hoja, y, sin embargo, puedes juzgar con aplomo: ``a esa mujer yo la conozco'' (aunque no recuerdes quién es ni dónde la has visto). El uso de este catálogo corresponde a la memoria, que está hecha de redes, como veremos. Si su uso es asombroso, qué diremos de los catálogos de la imaginación, que son aún más complicados y eficaces. Acerquémonos a su funcionamiento. Dos categorías entran en juego en este tipo de trabajo, la de totalidad y la de coherencia imaginativa, las dos son fundamentales, pero la segunda es más importante que la primera. Si te imaginas una casa, tu catálogo de regularidades la construye a partir de lo que debe haber en una casa. Una casa sin cocina, por ejemplo, es incompleta y, por tanto, vuelve a aparecer la palabrita, anómala. La categoría de totalidad marca los límites, dice cuándo no sobra ni falta nada. Una casa con sala de billar es, quizás, excesiva, pero no anómala. La imaginación costruye a partir de ese dato de excedente habitacional e imagina una casa lujosa: gran comedor, vestíbulo amplio con suelo de mármol, candiles de Checoslovaquia, etcétera. Esta es la coherencia imaginativa. Wittgenstein contó una vez que en su casa paterna, en Viena, había siete pianos de cola. ¿Cómo es el comedor de esa casa? La coherencia imaginativa busca equivalencias, correspondencias, a fin de integrar un todo coherente. Y para lograrlo hace microrrazonamientos asombrosamente delicados, rapidísimos y eficaces. Con cualquier hilacho de información, la imaginación construye a enorme velocidad un catálogo o elenco de posibilidades perfectamente coherente. Los catálogos de la memoria son meras enumeraciones tejidas en redes. El recuerdo de mi abuela me remite a Veracruz y a la fiebre amarilla y a mil cosas más. Pero ese catálogo no es coherente como los de la imaginación. Porque la historia cuenta hechos, mientras que la imaginación conjetura acerca de lo posible, y es por eso, como decía Aristóteles, más filosófica y universal. Lo delicioso de la historia, de las historias que oímos, es su delicada incoherencia, sus coincidencias, sus desmesuras, sus misterios. Ese ``¿y por qué entonces se casó con ella?'' Lo delicioso de la fabulación es su delicada coherencia, su verosimilitud. Ese ``y para llegar a tiempo montó en el caballo blanco que volaba''. Coherencia imaginativa: ¿cómo se viste una mujer que toca el arpa?, ¿cómo caminaba Sócrates?, ¿cómo es la esposa de Abulio Costa que dice que es mago y se comunica con los muertos?, ¿cómo está decorado el restaurante que tiene un platillo llamado Sonrisa de Minotauro?, San Colo, mártir e inventor del salero de hoyitos, ¿qué otras cosas puede haber hecho?, ¿qué dijo el alpinista japonés cuando llegó a la cima del Diente de Gato?
Duplicidad maquinal
Tal vez la primera vez que un robot mató a un ser humano fue en 1981, cuando en la fábrica de maquinaria pesada Kawasaki, en Japón, un brazo mecánico aplastó a un obrero. Como escribe Daniel C. Dennett en When HAL Kills, Who's to Blame? Computer Ethics, esta historia dio la vuelta al mundo aunque no era tan extraordinaria como parecía. El trabajador no siguió las instrucciones y no apagó el brazo robotizado antes de entrar a repararlo. El accidente no fue tan distinto a otras tragedias industriales que suceden anualmente en el mundo, pero en este caso estaba involucrado un robot, una máquina que en la imaginación popular puede pensar y tiene algo parecido a una voluntad inhumana. La literatura y el cine nos han dado una serie de asesinos maquinales que más que interpretarse en el sentido literal deben entenderse como metáforas de la deshumanización tecnológica. Tal es el caso de la computadora HAL 9000 de 2001 Odisea del espacio, que mata para proteger una misión; o el engendro de Frankenstein, quien mata primero accidentalmente, después en defensa propia, y finalmente por venganza. Aparte de la mala leche endémica de los coches Renault, no existen pruebas de que existía una voluntad maligna de las máquinas en contra de sus amos. No obstante, con los avances en el campo de la inteligencia artificial podemos preguntarnos seriamente: ¿si una computadora mata, quién tiene la culpa? Para tratar de responder a esta pregunta, Dennett habla de la computadora ajedrecista Deep Blue, que recientemente derrotó a Kasparov. ¿Quién merece en este caso el crédito de la victoria, los programadores o la máquina? Es claro que Deep Blue tiene intenciones, creencias y deseos relacionados a lo que pasa en el mundo miniatura del tablero. No hay duda que encontró la manera de derrotar al campeón por sí sola. Es posible, aunque aún irrealizable, que en un futuro puedan extenderse sus capacidades de intención y percepción del resto del universo. Pero al dar intencionalidad de orden superior a una máquina se crea la oportunidad de duplicidad, la que puede traducirse en que se engañe a sí misma o engañe a otros. Así que pronto deberemos preguntarnos: ¿en realidad nos interesa que las máquinas puedan tener una vida secreta?
El avión caza como ciborg
En febrero de 1986, DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de la Defensa) reportó en el documento Strategic Computing, que se conducían pruebas para fabricar un dispositivo denominado Pilot's Associate, el cual iría en la cabina de los aviones cazas y su tarea sería auxiliar al piloto en funciones de bajo nivel. El sistema integraría en red cinco rutinas expertas (estatus del sistema, planeación de misiones, evaluación de situaciones, planeación de tácticas y el interfase entre vehículo y avión), ofrecería al piloto diferentes cursos de acción para que tome la decisión definitiva, trataría de predecir lo que el piloto le va a pedir, y podría iniciar acciones que considere necesarias -incluyendo disparar armas y tomar el control del avión. Algunos estrategas del ejército estadunidense han leído demasiada ciencia ficción y piensan que para crear máquinas de matar verdaderamente eficientes e infalibles, deben eliminar el lado humano del piloto, o bien crear un mecanismo que pueda ``rescatar al avión'' de los errores y debilidades del elemento de carne.
Guerra contra la realidad
En su libro War in the Age of Intelligent Machines, Manuel de Landa explica que durante siglos los comandantes militares han soñado con eliminar al elemento hombre del campo de batalla. Federico el Grande no contaba con la tecnología para hacerlo, pero trató de suprimir el deseo humano al convertir a sus pelotones en máquinas donde los individuos no tenían iniciativa. La generación actual de armas autónomas no es más que una extensión de los aparatos a control remoto (aviones, submarinos, tanques) que se han usado durante décadas y son empleados fundamentalmente para misiones en territorio enemigo. No obstante, uno de los primeros engendros de la nueva generación de armas inteligentes es el misil BRAVE 3000, el cual penetra posiciones enemigas, activa los radares y, al hacerlo, selecciona (sin ayuda humana) un radar y lo destruye. Otra arma inteligente es el tanque PROWLER (Programable Robot Observer With Logical Enemy Response), que actualmente se usa para tareas sencillas como patrullar instalaciones militares a lo largo de rutas establecidas. Aparte de estas armas autónomas y el Pilot's Associate el documento Strategic Computing describe un Consejero de administración de batallas, el cual establecería un diálogo entre oficiales y sus contrapartes electrónicas. La idea de relegar la responsabilidad de planear a una entidad no humana en el terreno de combate, es una de las manifestaciones más apabullantes de la ilusión creada por la ciencia ficción de que la frialdad maquinal es infalible. Lo curioso es que alguien pueda seguir creyendo en esta fantasía a pesar de que todos los días las máquinas ponen en evidencia la ley de Murphy: todo saldrá mal por el peor de los caminos posibles. Y la mejor evidencia es aquel pobre obrero aplastado en la Kawasaki.
Naief Yehya
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