La literatura no puede ser amoral ni gratuita, señala Vargas Llosa
César Güemes, enviado /I, Guadalajara, Jal., 29 de noviembre Ť A su vera, a partir de muchos de sus hallazgos estructurales, se han formado de manera necesaria al menos dos generaciones de escritores de habla hispana. Hoy, Mario Vargas Llosa ha rebasado la línea de los 60 años, pero la juventud que percibe desde dentro es la misma, casi, que la del joven impetuoso que publicó en 1959 su primer libro, Los jefes.
Desde entonces han transcurrido por sus manos un libro más de cuentos, 12 novelas, 10 volúmenes de ensayo y cinco obras teatrales. El maestro está en México y se mueve en la Feria Internacional del Libro a una velocidad muy superior a la permitida. En una pausa, sin embargo, mantiene con nosotros esta charla.
--¿Qué diría usted que le ha enseñado México, qué le deja ahora que tal vez sea momento de hacer ese balance?
--Me ha dejado un sinfín de imágenes, de ideas, desde la primera vez que vine, que fue en 1962. Es un país muy cercano al mío por la antigüedad. Como Perú, México es un país antiguo donde el pasado gravita siempre sobre el presente. Las civilizaciones prehispánicas han dejado una marca no sólo en los monumentos arqueológicos, sino en la idiosincrasia, en la ideología, en las costumbres. Es un pasado que siempre rodea al presente. Aunque en el caso de México hay un avance considerable sobre Perú en el sentido siguiente: supongo que a parir de la Revolución, la integración étnica y cultural es muchísimo mayor que en Perú. No hay esa separación tan tajante entre lo que es el mundo peruano de origen prehispánico y el de origen occidental o europeo. En México hay un mestizaje mucho más avanzado que tal vez sea uno de los mayores logros de la Revolución. Ese es un aspecto que para mí siempre fue muy notorio en México. Y aparte de eso está el arte mexicano que tiene una personalidad muy nítida, además del fenómeno político que es muy especial, sobre el cual mi opinión es ya conocida.
Etica y civismo
--Hace ya varios años se transmitió en México un programa televisivo en el cual compartía usted la mesa de invitados con José Revueltas. ¿Cómo lo recuerda, qué opinión tiene de su literatura?
--Creo que era un magnífico escritor. Es una pena que su obra no tenga la difusión que merece. Pienso que es un trabajo magnífico, una obra que además está muy embebida de una preocupación moral y cívica. Ese aspecto en la literatura podemos ver que hoy está muy venido a menos, pero que Revueltas supo llevar a un nivel de exigencia muy elevado y que no le restó en absoluto originalidad ni riqueza literaria a su obra, y a cambio le dio una dimensión que la literatura contemporánea tiende a perder como algo absolutamente desdeñable.
--Cuando usted escribe, ¿toma en cuenta esas dos preocupaciones?
--Espero tener esa capacidad. Nací a la literatura con la idea de que la vocación literaria no podía de ninguna manera prescindir de una preocupación por lo que ocurría alrededor, en términos históricos, y que la literatura no podía ser gratuita ni amoral, sino que tenía que dar de alguna manera un testimonio, una reflexión sobre la gran problemática humana. Y de esa gran problemática humana no puedes excluir de ninguna manera ni lo ético ni lo cívico. Así que espero que esas ideas todavía sigan impregnando lo que escribo.
--Es muy notorio que sus ideas políticas han ido cambiando con el paso del tiempo. ¿De qué manera percibe usted ese viraje o evolución en su caso?
--En efecto, he cambiado de manera política de pensar en una forma muy visible e incluso muy radical. Pero creo que hay una continuidad. Ha habido siempre una posición muy crítica sobre el status quo, una gran defensa de la justicia o por lo menos un gran rechazo de las formas más visibles de injusticia que he encontrado a mi alrededor. En mi juventud eso parecía encarnarse en el socialismo, al cual defendí entonces. Luego más bien el socialismo pareció encarnar unas formas extremas de injusticia, de totalitarismo, de desprecio de las libertades humanas. Y entonces, cuando descubrí eso, como muchos escritores de mi generación empecé a reivindicar la cultura democrática y a atacar el totalitarismo. Esa es mi posición más o menos desde hace 30 años y cada vez va matizándose en función de la realidad presente. Hay una continuidad, pero también una constante voluntad de actualización de las ideas y las convicciones. Observo que lo peor que puede pasarle a las convicciones políticas es que cristalicen en un esquema que se vuelva rutina, un estereotipo. Yo he procurado siempre que esas ideas pasen la prueba de la realidad concreta, y en función de ello modificarlas si es que la realidad las ha desmentido.
--¿Qué recuerda del boom latinoamericano, al cual estuvo innegablemente adscrito casi a querer o no? ¿De qué sirvió esa suerte de movimiento?
--El boom fue sobre todo el descubrimiento de la narrativa latinoamericana por un público que ignoraba totalmente a América Latina. Es un reconocimiento por el exterior, antes que nada, y luego por los propios lectores latinoamericanos, de una narrativa que estaba muy minusvaluada o muy ninguneada, como diríamos aquí en México. El boom permitió que se abrieran los ojos de lectores del mundo entero sobre una literatura que era considerada puramente regional o pintoresca, muy injustamente porque la verdad es que había en América Latina escritores universales. Esa fue la principal razón de ser del boom que ahora es un hecho histórico, que se quedó en el pasado. Quizá el logro mayor es que permitió a nuestra literatura alcanzar reconocimiento internacional.
Cambios y continuidad
--¿Cómo mira hoy al joven Mario Vargas Llosa que escribió Los jefes?
--Con mucha nostalgia. Qué agradable tener 17 años y sentir que todas las puertas están abiertas, que uno tiene por delante todo el tiempo del mundo para leer todos los libros y para escribir todas las novelas. Después ya uno se da cuenta que esas posibilidades se reducen considerablemente. Con ese joven tengo una diferencia de muchos años. Pero al mismo tiempo sí creo que hay una línea de continuidad que se manifiesta en el amor a la literatura. Ese amor se mantiene tan fresco, tan entusiasta, tan idealista, como cuando escribía mis primeros cuentos. Todavía para mí la literatura sigue siendo la mejor manera de vivir, la mejor forma de enfrentar la infelicidad humana: es aquello que me emociona, me conmueve y también me divierte más.
--Hoy que ha cambiado su sello editorial, ¿extraña a Seix Barral, que finalmente fue su casa?
--Fue mi casa durante casi 30 años. Lo que ha ocurrido es que Seix Barral ha cambiado mucho más que yo en todo este tiempo. En esa época era una editorial dirigida por una persona admirable, un amigo muy querido, el poeta Carlos Barral. Luego la editorial cambió de manos, de propietario, y hoy forma parte de un enorme conglomerado. Conservo con Seix Barral una buena amistad, aunque estoy muy contento de haber cambiado a esta nueva casa, Alfaguara, que es joven, entusiasta donde tengo muchos amigos y con la que me siento muy identificado en lo personal. Creo que es muy importante mantener con los editores una muy buena relación personal. Para quien escribe, su editor es como alguien de la familia. Ese es el caso con Alfaguara. Realmente estoy muy contento con esa mudanza.
--Así como las ideas políticas fueron cambiando en usted, ¿es posible que haya ido variando sus métodos de escritura?
--Sí, en muchos sentidos. Por ejemplo, la importancia que tiene el humor en mi obra hoy en día es una novedad para mí. Y que sólo a partir de Pantaleón y las visitadoras es un complemento importante de mi obra. Hasta antes yo era muy desconfiado hacia el humor, pensaba que era incompatible con una literatura que quería ser seria. Era un prejuicio en buena parte debido a la influencia de Sartre, que tuvo un enorme impacto en mis ideas y en mi manera de entender la literatura cuando era joven. Sartre era un hombre reñido a muerte con el humor. Pero luego, para mí, el humor ha sido interesante. También el juego era algo que yo rechazaba. Sin embargo, es una veta que puede ser también muy rica para la creación. Por ejemplo, en mi más reciente novela, Los cuadernos de don Rigoberto, el humor y el juego desempeñan un papel muy importante, algo que no aparece ni remotamente en mis primeras novelas. Creo, pues, que hay muchos cambios pero dentro de una cierta unidad. Pienso que todavía la novela sigue siendo para mí la creación de un mundo aparentemente autónomo, independiente. Es la búsqueda de una totalidad, de un tipo de coherencia que no se alcanza nunca en el mundo real, en el mundo que uno vive, donde jamás se tiene esa visión completa y totalizadora de lo que somos y de lo que hacemos.