Durante más de 300 años la Iglesia católica ejerció el monopolio de la educación. Era común escuchar en los cursos de historia eclesiástica que hasta el siglo XIX no había distinción efectiva entre educación y evangelización, entre cultura y religión católica, entre Iglesia y Estado. Dicho de otra manera, hasta la Reforma la Iglesia era la institución central en que recaía la responsabilidad de toda la enseñanza del país.
Después de lograr la modificación del artículo 130 constitucional -aspiración acariciada desde 1917- la Iglesia católica se propone, ahora, nuevas metas. Estos nuevos desafíos estratégicos son: a) ganar mayor presencia en los medios de comunicación, como una nueva e imprescindible forma de hacer proselitismo; b) combatir frontalmente la creciente competencia religiosa, teniendo que enfrentar a las llamadas ``sectas'' entre los sectores populares, donde se asientan mayoritariamente, y a las diferentes formas religiosas del New Age entre las clases medias urbanas, y c) el tema que nos ocupa, la expansión de su influencia en la educación, tanto en la familia como en las escuelas.
En la actualidad, 7 por ciento de la instrucción nacional está en manos de instituciones católicas, y se imparte en escuelas privadas. Numéricamente parece no ser una cifra relevante. Sin embargo, en este porcentaje se concentran las élites de la sociedad. ¿Quién no recuerda ese famoso número de la revista Proceso, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, en donde se ponía en evidencia que la formación de sus colaboradores más cercanos y sus respectivos equipos provenían de escuelas y universidades católicas? De hacerse este ejercicio con los cuadros gubernamentales de la presente administración el resultado sería el mismo. La educación del 7 por ciento de la población, proveniente de las élites del país, ha tenido un costo elevado para la Iglesia, y se ha realizado en un lento proceso. Este esquema no puede ser replicable entre las clases medias bajas, debido a los altos costos de mantenimiento de edificios, salarios de maestros, pago de impuestos prediales, fiscales, cuotas al Seguro Social, etcétera.
Desde los años 60 la Iglesia ha incrementado el cuestionamiento por la falta de libertad de los padres a elegir o no la instrucción religiosa de su preferencia. Fundamentado en la Declaración de los Derechos Humanos universales, sostiene el discurso de la libertad religiosa, y se opone no sólo al monopolio ``laicista'' del Estado, sino al mismo carácter educador de éste (Cfr. XXV. Asamblea Plenaria del Episcopado, celebrada en Guadalajara el 28 de enero de 1985). El Estado, según su concepción, debe proteger y alentar el ``derecho de la familia sobre la educación humana y religiosa'', y, por tanto, debe limitarse a promover la educación, respetando la libertad de creencias y no imponer ninguna forma de ideología o de laicismo.
Las recomendaciones del nuncio Mullor renuevan la aspiración católica de recuperar desde la estructura de la educación oficial, sobre todo en primarias, la posibilidad de impartir catecismo y transmitir abiertamente los valores cristianos. Esta intención ha encontrado de parte del gobierno el más absoluto rechazo. La jerarquía eclesiástica podrá utilizar la presión pública mediante la prensa, la negociación privada y directa con la cúpulas y grupos de poder y, en caso necesario, la movilización de padres, maestros y asociaciones seglares, para tratar de obtener la satisfacción de sus aspiraciones.
Pareciera que la jerarquía abona el terreno para una nueva cruzada: la disputa por la orientación y práctica educativas del país. En realidad, es coherente con las directrices vaticanas, con las pautas marcadas por el CELAM, Puebla 79 y Santo Domingo 92, y recogidas recientemente en el Proyecto Pastoral de la Conferencia Episcopal Mexicana 1996-2000, que dice: ``La educación laicista que ha prevalecido en México ha debilitado el valor de la presencia y del amor de Dios entre nosotros y ha propiciado el divorcio entre la fe y la vida''.
El rumbo y la orientación de la educación de este país serán uno de los puntos de conflicto entre la Iglesia y el Estado. Los mexicanos debemos manejar con cuidado este debate.