Deliciosa poesía valenciana bañada por el ondular sonoro del aire Mediterráneo en la Plaza México llena. Enrique Ponce, joya del toreo español, viva en él el espíritu de la belleza griega que se asentó en su Valencia natal. Fue su toreo suavidad aterciopelada que no aprendió, sino sintió en sus encantadores jardines nativos, donde los surtidores juguetean entre palmeras y naranjos.
Desde que se abrió de capa en verónicas de alhelí, su poesía torera se intensificó, volviéndose dulzura vestida de tiernos colores que nos embriagó, perfumada con aromas de rosas, donde la canción de plata de los arroyos valencianos semejan el trino de los ruiseñores. Emoción gustada de su toreo fueron sus pases naturales, a la mínima distancia que hablaban de la fugacidad y fluir del tiempo, expresada en poesía torera. Ese tiempo que conforma a la vida y se va como el agua de los surtidores, lenta como los redondos de Ponce.
Enrique Ponce se dio a torear con su capote jugoso y su muleta rica en armonías, ¡oh clave de su filiación artística! De su toreo intransigente en su ortodoxia pero, cargado del caminar del mar Mediterráneo que giraba sobre el ruedo de La México. Tanto que el espíritu se dilataba y el torero se abría a una mayor ponderación de goces entrevistos. Los pálpitos de la piel se aceleraban, la sangre ardía, conforme el torero toreaba sólo para él, como si estuviera solo. En el ruedo destacaba sobre el precioso azul invernal la silueta torera de este valenciano que toreó con la diabólica ensoñación de los placeres desconocidos, mismos que proyectaba y hacía sentir a los aficionados, en viajes desconocidos de exotismo encantador y suprahumano.
Recuerdos que se perdían en otros recuerdos porque el toreo de Ponce fue original en la naturalidad que guardaba los secretos de los jardines valencianos. Mecía la muleta (natural muy natural) la fiebre de la cintura que ritmaba el paso del toro. Su pase natural cruzándose, hechura que se disolvía y volaba. Quieto, ligado y despacio seguía en circular delirio, la hondura de su torear vuelo abierto de pájaros en la tela prodigiosa. Deliciosa poesía llena de belleza con los pases naturales citando de frente, y de languidez convaleciente, rematados con lo pases de pecho que nunca acababan por la lentitud y lo toreado que llevaba los descastados toros de Santiago, gordos, anovillados, con la cabeza alta, que sometieron al embrujo de su muleta.
Enrique Ponce toreó con toda su Valencia que llevaba en la piel, sus palmeras, naranjales, sintiéndose arrullado al plasmar el toreo rítmico, cadencioso, que ensanchaba el espíritu para aspirar como perfume atabacado la alegría de vivir, ciertamente el goce más grande de la vida. Enrique Ponce en tarde de apoteosis, pese a sus fallos con la espada, realizó dos faenas consagratorias y salió a hombros de una multitud enloquecida que se lo llevó a pasear por Insurgentes a los gritos de ¡torero, torero!.