La celebración, hoy, del Día Mundial del Sida, constituye un momento de necesaria reflexión sobre lo mucho que aún falta por hacer frente a esa terrible epidemia, tanto en el ámbito nacional como en el internacional.
En los 15 años transcurridos desde que el Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta, dio su nombre definitivo al síndrome de inmunodeficiencia adquirida, este padecimiento ha matado a centenas de miles de personas y ha causado daños incalculables a la humanidad y a las economías nacionales.
Si en los primeros años después de la aparición de la enfermedad se generaron expectativas de encontrar una vacuna para el VIH en un plazo más o menos breve, pronto se hizo evidente que las investigaciones para tal fin habrían de tomar muchos años, y que, en tanto, las únicas formas eficientes de controlar y combatir la epidemia habrían de ser preventivas, tanto en lo que se refiere a la profilaxis médica, como en las prácticas sexuales.
Ciertamente, en los tres lustros de referencia se han desarrollado medicamentos capaces de prolongar la vida de los seropositivos y de mejorar sus condiciones, pero hasta ahora, y a pesar de las prometedoras investigaciones en curso, no se ha encontrado ninguna cura definitiva para el sida. Por otra parte, si originalmente la enfermedad se propagó en denominados ``grupos de riesgo'', hoy es claro que el sida constituye una amenaza real para toda persona que mantenga una sexualidad activa, independientemente de sus preferencias en este terreno, y que la única medida de protección efectiva, en este caso, es el uso del condón.
En nuestro país la propagación de la enfermedad ha ido adquiriendo proporciones por demás preocupantes, y ha alcanzado a sectores de la población que antes habrían podido considerarse a salvo del VIH, tales como las mujeres casadas y los niños, infectados por vía perinatal. En las comunidades rurales, en donde se originan los movimientos migratorios hacia Estados Unidos, la marginación, la falta de información y los prejuicios han creado condiciones tristemente favorables al desarrollo de la epidemia.
Desde principios de la década pasada hasta mediados de la presente, sin embargo, los únicos -y muy meritorios- esfuerzos articulados contra el sida fueron llevados a cabo por organizaciones no gubernamentales, toda vez que el sector salud era incapaz de sobreponerse a las presiones de instancias oscurantistas -la Iglesia Católica, asociaciones de padres de familia y grupúsculos ultraconservadores, como Provida-. Ello generó un dramático rezago en las estrategias de salud pública frente a la epidemia. Ha de reconocerse que en años recientes las autoridades han ido tomando acciones concretas y efectivas, tanto en lo que se refiere a las necesarias campañas preventivas, como por lo que atañe a la atención de los enfermos. Sin embargo, es claro que aún falta mucho por hacer, muchas zonas por cubrir -especialmente, las rurales y las urbanas marginadas- en materia de concientización. Sin duda, la laguna más preocupante en este terreno es la falta de una articulación entre las campañas de las instituciones públicas de salud y los planes de estudio de educación básica y media. Ha de considerarse, en efecto, que la gran mayoría de los jóvenes de nuestro país llegan al inicio de su vida sexual sin una información sólida en la materia, y que ello los hace especialmente vulnerables al contagio del sida y de otras enfermedades de transmisión sexual. Por ello, resulta imperativo resistir a las presiones de los grupos que se empeñan en cerrar los ojos ante este terrible problema de salud pública, que insisten en sabotear la difusión masiva de prácticas sexuales seguras y que, se colocan de esa forma, como aliados de la epidemia. Asimismo, es necesario ampliar los presupuestos y la infraestructura para la atención digna de los seropositivos, así como hacer frente, con toda energía, a las inadmisibles expresiones de atraso cultural, moral y humano que se traducen en actitudes discriminatorias y fóbicas hacia estos enfermos.