El mensaje formulado ayer al país por el presidente Ernesto Zedillo, en el que se refirió a los gravísimos problemas de inseguridad, violencia y criminalidad que afectan a la nación, debe ser recibido con aprobación, porque el mandatario dio muestra de la preocupación de su gobierno ante estos alarmantes fenómenos y de su disposición a combatirlos en diversos frentes, con apego al respeto de los derechos humanos.
Es plausible, asimismo, el valor cívico y político con que el Presidente admitió la insuficiencia de las acciones gubernamentales, en su conjunto, para enfrentar y erradicar la ola de delincuencia que padecemos. Esta actitud, lejos de disminuir su investidura, lo honra, y contribuye a sentar las bases para hacer frente a la criminalidad, en la medida en que se parte de un reconocimiento realista de las dimensiones del problema y del hecho de que las instituciones nacionales encargadas de la seguridad pública y de la procuración e impartición de justicia han sido rebasadas por él. Ha de destacarse, asimismo, el señalamiento del mandatario en el sentido de que la grave corrupción imperante en los organismos policiales y judiciales obstaculiza gravemente los esfuerzos contra el delito.
Las medidas anunciadas de proponer nuevas reformas constitucionales para reducir los márgenes de la impunidad de los delincuentes y continuar los procesos penales en caso de evasión o fuga, además de las modificaciones a las leyes y códigos correspondientes para establecer penas más severas a los delitos; la decisión de avanzar hacia un manejo transparente de los bienes decomisados a los delincuentes; el establecimiento del registro nacional de vehículos y del gabinete de Seguridad Pública, así como la convocatoria a una cruzada nacional contra el crimen y la violencia, son iniciativas sin duda positivas.
Es reconfortante, por otra parte, el acento puesto por Zedillo en la determinación de preservar los derechos humanos de los presuntos delincuentes, que contrasta con las deplorables campañas emprendidas desde algunos sectores de opinión para, aprovechando la justificada exasperación ciudadana, promover el establecimiento de la pena de muerte en el país o presionar para que se acote la vigencia de las garantías individuales establecidas en la Constitución.
Por otra parte, es plenamente compartible el propósito del mandatario de propiciar la participación ciudadana en el restablecimiento de la seguridad pública, así como su señalamiento de que el combate al crimen y a la delincuencia no podrá ser eficaz si no se fortalece y generaliza, entre la ciudadanía, una actitud de firme rechazo ante las violaciones de leyes y reglamentos y ante los infractores.
En lo general, son correctas las vías propuestas por el jefe del Ejecutivo para combatir con más eficacia el crimen y la violencia: mejores leyes, transformación institucional profunda y capacitación de su personal, inversión de mayores recursos económicos, movilización social y aislamiento de los delincuentes de la sociedad.
Sin embargo, no puede olvidarse que los caldos de cultivo y las raíces profundas del incremento delictivo se encuentran, en buena medida, en los procesos de desintegración social y familiar generados, a su vez, por un entorno económico que ha golpeado durísimamente a las mayorías del país. La caída generalizada de los niveles de vida, el severo deterioro de las condiciones de alimentación, vivienda, educación, salud, vestido y transporte, así como el grave desempleo real --mucho más abultado que el desempleo estadístico--, así como la persistencia de condiciones de marginación y opresión en diversas regiones del país han sido, sin duda, factores nodales en el alarmante crecimiento de la delincuencia y la violencia en el país.
Por ello, en el espíritu de hacer frente a la criminalidad, es indispensable también proponer acciones concretas para revertir los terribles costos sociales que han dejado, en los últimos tres lustros, la implantación del modelo económico actualmente vigente y las crisis económicas y financieras padecidas en ese periodo.