Adolfo Gilly
Agravio y justicia*
Agravio
La votación del 6 de julio a favor de Cuauhtémoc Cárdenas cubrió un arco muy amplio de clases y estratos sociales, con motivaciones y expectativas en parte diferentes.
Sin embargo, si un denominador común tuvo ese amplio arco -y necesariamente lo tuvo- es tal vez el compartido agravio de los más diversos sectores de la población de la ciudad: uno, por la arbitrariedad, la corrupción, la impunidad y el despotismo del régimen del PRI; dos, por la estafa a la nación del gobierno de Carlos Salinas y su aliado el PAN; y tres, por la falacia de las promesas de Ernesto Zedillo en la campaña presidencial, desmentidas de manera clamorosa por la crisis de diciembre de 1994, su efecto devastador durante el año 1995 y sus terribles secuelas hasta el presente.
Este triple agravio desencadenó la marea de votos por Cárdenas -la mitad del electorado- y redujo a dos minorías de un cuarto cada una al PAN y al PRI. Este resultado fue también un voto de confianza a quien había encabezado desde diez años antes la oposición más tenaz y coherente.
Pero este voto, sin embargo, no resuelve la crisis prolongada de la forma de Estado en que el país sigue inmerso. Entendemos aquí forma de Estado como un conjunto de relaciones de mando y representación entre gobernantes y gobernados, relaciones cuyas legitimidad, estabilidad y modo de reproducción son aceptadas por todos. Otros hablan de crisis del régimen político o crisis del Estado.
Es ese conjunto de relaciones lo que está en crisis en el país, no en una u otra de sus partes. Por eso la guerra de Chiapas, que cobra víctimas civiles cada día, y la guerra del crimen organizado en el Distrito Federal, que también las cobra, no son casos locales y circunscritos, sino guerras mexicanas. Son brotes violentos de una crisis estatal que desde Guerrero, Tabasco y Oaxaca hasta Tijuana y Ciudad Juárez aparecen por todo el territorio de la nación.
Gobierno
Una crisis de este tipo no puede resolverse desde el aparato estatal cuyas relaciones fundantes son la sede de esa misma crisis. Sólo desde la comunidad nacional que después de la Revolución Mexicana se constituyó en esa forma estatal, puede venir la respuesta: la construcción/descubrimiento/ revelación de una nueva forma de Estado en que la comunidad pueda reconocerse.
Dicho en otras palabras, una crisis de esta relación -una crisis del mando y de la legitimidad de ese mando- no puede resolverse desde los gobernantes o por un reacomodo entre éstos. Es necesaria una recomposición de la comunidad estatal, a través de la formación de una nueva legitimidad republicana en la relación entre gobernantes y gobernados. Pero esa recomposición tiene que provenir de la sociedad y no puede agotarse en un reacomodo de las relaciones internas del aparato estatal en crisis.
Por el nuevo desarrollo de las relaciones capitalistas en México y el mundo, por la erosión y la destrucción de las formas contractuales y los soportes materiales (empresas estatales y ejidos) del Estado de la Revolución Mexicana, y por el crecimiento de una nueva ciudadanía tanto en los centros urbanos -elección del DF- como en los movimientos indígenas y campesinos -EZLN, CNI-, la crisis ha vuelto irrecuperable a la presente forma de Estado. Las nuevas legitimidades comenzarán con procesos desde la sociedad, que los cambios en las instituciones pueden estimular y acompañar pero no sustituir.
La capital de la República puede ser un lugar privilegiado y de alta visibilidad de esos procesos. Estos vienen creciendo desde hace tiempo en el país, pero quedan cubiertos por las formas perversas de la crisis. Entonces, muchos de ellos parecen sólo formas de resistencia (y en efecto lo son), mientras bajo esa superficie ya germinan elementos de nuevas relaciones políticas.
Durante mucho tiempo, la legitimidad del gobierno de esa ciudad provino de la que le transmitía su designación por el Presidente de la República. Era una legitimidad delegada o vicaria, reflejo de la del Poder Ejecutivo.
La legitimidad del nuevo gobernador del Distrito Federal proviene en cambio del voto ciudadano y de su magnitud numérica. La novedad no reside solamente en el hecho obvio de que ese cargo ahora es electivo. Reside sobre todo en dos hechos combinados: 1) en la elección fue abrumadoramente derrotado el candidato del anterior Gran Elector, el Presidente de la República, y fue elegido en cambio el Gran Opositor: la proclamada mayoría electoral del Poder Ejecutivo en su Distrito Federal se disolvió como nieve al sol; 2) en esa elección, tanto por ley como por voto ciudadano, la legitimidad menoscaba de la forma actual del poder presidencial se vio confrontada con la legitimidad en ascenso del gobernador electo en la ciudad.
A partir de esta novedad, el nuevo gobierno del Distrito Federal tiene ante sí dos caminos:
1) ser el comienzo o el embrión de una salida de la crisis estatal hacia una forma de Estado republicana basada en los ciudadanos y en la ciudadanización de las relaciones entre gobernantes y gobernados, es decir, en una relación legitimada por el voto y mediada por la justicia como instancia independiente garante del respeto a los derechos y garantías individuales; o
2) ser subsumido en una recomposición desde arriba de la élite gobernante con la incorporación de nuevos miembros en su seno, pero sin modificar en lo sustancial las relaciones entre esa élite y los gobernados, que es donde se encuentra el núcleo duro de la crisis.
En otras palabras, el nuevo gobierno está ante la disyuntiva de constituirse, en la vida real, en una experiencia y un proyecto de solución de la crisis; o de ser absorbido y subordinado por ésta y en consecuencia anulado como posibilidad y novedad.
Para que sea la primera opción la que se abra paso, es necesario:
1) que el nuevo gobierno funcione efectivamente como tal, es decir, sea capaz de hacer funcionar la rutina normal de la administración de la ciudad y de mejorar, así sea paulatinamente, la eficiencia de ese funcionamiento;
2) que al mismo tiempo cree hechos nuevos donde empiece a verse una relación diferente entre gobernantes y gobernados; y que empiecen a materializarse en esos hechos, y no en las palabras, los elementos de una nueva legitimidad;
3) que en la relación entre los dos puntos anteriores, es decir, entre la rutina administrativa indispensable y la novedad política esperada, los gobernados se sientan representados y se asuman cada vez más como ciudadanos, informados por sus gobernantes y en condiciones de participar y representarse.
Los elementos constituyentes de esa representación ya han crecido entre los ciudadanos del Distrito Federal -y de otros lugares del país- en la resistencia a los usos y modos de gobierno del PRI. Innumerables formas de organización se han extendido entre la población para resolver problemas y subsanar carencias ante los cuales los gobernantes se han mostrado impotentes, insensibles o incapaces. La crisis del Estado paternal ha ido desatando las iniciativas y la confianza en sí misma de ``una sociedad que se organiza'', según la afortunada expresión de Carlos Monsiváis. La recepción urbana a la rebelión indígena de Chiapas es sólo una de las muchas formas en que esta novedad creciente se ha manifestado.
Esta trasformación de las resistencias en inédita organización sin dejar de ser resistencia, no es privativa de México. La vemos surgir y crecer, incluso con mayor madurez y demandas más exigentes, en otras latitudes y continentes. En Francia, Gran Bretaña, Italia, España, Holanda y otros países europeos se extiende la lucha por las 35 horas semanales de trabajo como próximo horizonte civilizatorio. Buscan una recuperación de la propia vida frente a la subordinación inhumana a las formas más y más despersonalizadas y agobiantes de la relación laboral tras la crisis del Estado de bienestar; y una recuperación de la novedad en la política de los trabajadores tras la revolución democrática de los pueblos del Este que acabó con el muro de Berlín y con la ``izquierda'' congelada que a su sombra conservadora se amparaba.
Nuevas formas de disputa por el reparto y el destino del producto social excedente (crecido en estos años en forma fantástica pero absorbido por la valorización del capital) se abren paso a través de acciones y luchas por la subsistencia y la expansión de diversas manifestaciones de la vida y del disfrute: la revolución permanente de las mujeres; la protección de la vida vegetal y animal; la recuperación colectiva de los espacios urbanos; la apropiación de los nuevos conocimientos y tecnologías como valor de uso y no como mero soporte del valor de cambio y de la extracción de plusvalor; la renovación desde los ciudadanos urbanos y rurales del sentimiento y de los valores de comunidad, de libertad y de solidaridad; la exaltación de la dignidad del individuo, y no de la majestad del poder, como punto focal de los equilibrios y los dinamismos sociales y de la legitimidad de los gobiernos.
En este contexto resulta visible el significado que hoy la población de varios países de América Latina -Argentina, Chile, Uruguay, El Salvador, Brasil, Ecuador y otros- asigna a la expresión del voto ciudadano. No son las elecciones el terreno neutral donde se pueden dirimir en profundidad los contenidos de los conflictos sociales. Pero el voto como acto ciudadano -diferente de las encuestas como estudios de mercado- ha sido valorizado en los hechos por sociedades que en mil formas se organizan para dar una nueva densidad de contenido social a la expresión política del voto individual. De esa valorización del propio voto, inesperada para las fuerzas conservadoras y corporativas, han surgido las aparentes sorpresas de las recientes votaciones.
Es otra de las novedades de estos tiempos.
Justicia
Después del 5 de diciembre, la ciudadanía del Distrito Federal tomará iniciativas para hacer valer en los hechos su triunfo en las urnas, no contra el nuevo gobierno como sueñan quienes imaginan desbordes, sino para crear situaciones y relaciones incluso entre fuerzas sociales diversas que permitan un desplazamiento de las relaciones en la sociedad y la política.
Los términos ideales de ese desplazamiento son dos: ciudadanía y justicia, que son al mismo tiempo los de una sociedad moderna. Sin estos requisitos de fondo, no es posible ninguna nueva legitimidad en el México que surge del desgaste y desmantelamiento del antiguo Estado protector, de la revolución conservadora del sexenio de Salinas y del sucesivo desastre del Estado del capital financiero que ese sexenio quiso implantar.
La tarea más importante de un gobierno democrático es recibir esos impulsos, abrir espacios, estimular y ofrecer cauces a los procesos ciudadanos. Para ello, su primera necesidad de existencia es informar a la población como nunca se ha hecho en el pasado: prolongar las rutinas del secreto de Estado y de la propaganda para menores de edad sería preparar la derrota.
Es preciso en cambio construir en los hechos y mostrar en la experiencia la salida hacia una legitimidad democrática, sustentada tanto en mecanismos de rendición de cuentas de los gobernantes y de control de sus actos por la población, como en la constitución en las leyes y en la vida de un campo unificado de derechos políticos y sociales, una ciudadanía social propia de la República moderna y de sus impersonales y universales formas de justicia.
Pues sin una implantación en territorio mexicano de la justicia bajo nuevas formas ciudadanas, no podrá haber reparación de los agravios y restablecimiento de los equilibrios simbólicos cuyo actual desquicio constituye el corazón mismo de la crisis.
* Introducción y parte final de un ensayo que, con este mismo título, * aparecerá completo en la revista Viento del Sur, núm. 11, diciembre * de 1997.