La Jornada 4 de diciembre de 1997

EL MARISCAL DE U2

Pablo Espinosa Ť En la punta de la pasarela, en medio de unos 55 mil cuerpos vibrantes, Bono nos hace sentir el latido de sus sienes conmovidas con un coro que festeja, proclama, enuncia y antologa versos que hacen juglares a medio centenar de miles de cantores que sueltan de viva voz sentires, pasiones, fuegos interiores contenidos en las canciones entonadas unísonas con Bono, mientras el slide abismal de The Edge eriza las epidermis, el bajo de Adam Clayton tunde las entrañas de toda esa masa que golpea con la frente el aire de la noche percutido por la batería de Larry Mullen: U2 en vivo y en orgasmos múltiples, sucesión interminable de clímax y magnificencia, la boda colosal de la cultura rock con la hipertecnología como una de las bellas artes.

La del 2 de diciembre en el Foro Sol, al oriente de la ciudad de México, fue la noche de la puesta en carne temblorosa de ese concepto tan manido, pero tan emblemático, concentración de los anhelos conseguidos: lo-más-grande-del-mundo; en una lista inagotable, la megapantalla más gloriosa en concierto alguno, la complejidad más intricada de software alguna vez tan alelante, la navegación más honda conseguida por ese mundo tan ambiguo e inquietante de lo virtual, la cibernética hendida hasta lo más profundo del sentir de los corazones, las conciencias, las tripas de 55 mil humanos ayuntadas a las masas encefálicas a las cajas de resonancia a los plexos solares henchidos de emoción y a la estupefacta, estremecida certeza de ser parte de una fantasía que se nos vuelca realidad en un espectáculo-culminación de tantos años de perfeccionamiento de esos rituales-situaciones límite llamados conciertos multitudinarios de música rock.

U2 en concierto, el más exitoso de siete años de nuestra nueva vida-rock en México.

¡Cuánta felicidad, carajo: ser una parte minúscula y al mismo tiempo colosal de un ritual tan bello y tan sublime como cantar, sentir y hervir junto con 55 mil personas delirando y cuatro músicos en el pináculo del arte de vivir en sociedad!

Control Machete, insufrible presencia

Son, fellinesca y mágicamente, las ocho y media de la noche mientras el Foro Sol, lugar ideal para vivir la música, está repleto de expectación y júbilo. Muchos abuchean, pero a nadie parece ya importarle la insufrible presencia del mediocre grupo Control Machete como telonero a la de a fuerzas. La convocatoria de cuatro irlandeses importa y vale en sí misma porque es la hora de confrontar la realidad virtual contra la presencia física, la cantidad incalculable de rebotes en los mass media contra la insustituible sensación de saberlos ahí presentes, así la distancia de la localidad pagada contra el lugar de los hechos sea tan grande que el punto de contacto tenga que ser a través de una pantalla de 25 por 50 metros: la intimidad virtual y democratizadora de los medios tecnológicos.

Vistos a la distancia en este foro monumental, Bono, The Edge, Clayton y Mullen son cuatro cositas de nada entre la inmensidad del coso, pero a todos los puntos del Foro Sol llegan fidelísimas esas presencias a través de cámaras de televisión cuyos emplazamientos y todo lo que devoran son procesados de manera tan compleja que marea: la capacidad de percepción puesta a prueba: a ver, repítame esa toma, ese efecto que hace líquidas las imágenes, porque acabo de ver a Bono en carne y hueso en la punta de la pasarela y de pronto está girando ya en el extremo superior de la pantalla, como fragmentos cósmicos desparramándose en cielos líquidos, intensos en sus coloraciones inimaginadas.

U2 en vivo, de regreso a México luego de aquel fuego irlandés inolvidable que incendió cuatro noches el Palacio de los Deportes. Hizo caer en cascada sensualísima una aurora boreal, electrónica y humana.

La primera confirmación de esta noche más gloriosa que aquellas de hace un lustro en cuanto a vastedad sensorial, pero menos intensa en cuanto a las novedades musicales que trajeron, hicieron evidente que U2 vive una suerte de año sabático, pues el mediano éxito que ha tenido su más reciente disco, Pop, hizo que apoyaran su concierto mexicano con materiales viejos, entrañablemente añejos, materiales que a pesar de su relativo poco tiempo de existencia, son canciones clásicas y patrimonio anímico de, ya, varias generaciones.

Una evidencia: tan sólo cinco piezas del nuevo disco, Pop, contra 13 del resto del repertorio, constituyeron su concierto del martes, cuando sonaron capítulos de su patrimonio entero, desde el más antiguo hasta Achtung baby.

Además del gesto y mensaje inequívoco con el público mexicano, al que estiman entre los cinco mejores en el mundo según han declarado por todas partes, el encadenamiento de las piezas clásicas de U2 vertidas en sus conciertos mexicanos hacen esperar dos cosas: que el próximo disco que graben sea el regreso a sus raigambres, convicciones y constantes musicales que habían desarrollado hasta antes del polémico disco Pop, y también que el tiempo haga lo propio en la asimilación de sus propuestas vanguardistas, contenidas en el multicitado Pop, material que supuestamente constituiría la columna vertebral de su gira, precisamente titulada Popmart tour pero, salvo cinco temas --ya repetidos hasta el hartazgo por la radio-- fueron las canciones viejas las que poblaron la noche del retorno de del grupo irlandés U2 a México.

Por lo pronto, el delirio de más de dos horas de concierto se hizo frenesí en una gráfica emocional con puntos tan intensos como la entonación a coro de esas piezas patrimoniales: Sunday bloody Sunday, One, I still haven't found what I'm looking for, Pride (in the name of love), entre otras atmósferas paradisiacas que sellaron los momentos más conmovedores del concierto.

A las 21:44 horas del martes 2 de diciembre, las luces del monumental stage se iluminaron como una bienvenida dicha a fuerza de metáforas posibles: bienvenidos al siglo XXI, a la era del logo (hombre logo del hombre), de la mercadotecnia subliminal al punto que hay quienes quieren ver el gesto escénico de U2 como una burla al consumismo y otros que dicen ni madres, es vil mercadotecnia. La escenografía: el arco amarillo inequívoco del símbolo McDonalds, un eco de rebotes múltiples, entre ellos, el arqueo de ceja de una buena parte del planeta cuando el primer McDonalds se instaló cerca del mismísimo Kremlin.

Música libérrima y de calidad

Anunciado el inicio de la gira Popmart, en abril pasado, en una gran tienda departamental de Manhattan, el consenso entre los fans en todo el mundo se resquebrajó entre los suspicaces --reprobados por Bono en aquella célebre conferencia de prensa televisada-- y los fieles a toda prueba. En medio de todo eso, el disco Pop mantiene la altísima calidad musical de los dublineses con audacias comparables a las que suele gastarse David Bowie, cuyo reciente disco Earthling incluye los subgéneros de avanzada en el rock, aun los más ``comerciales'', con resultados artísticos irrebatibles.

El Pop de U2, en tanto, todavía se debate en la polémica que por lo menos le concede el beneficio de la duda. U2 sigue haciendo una música libérrima, audaz, de muy alta calidad, en vivo como nunca, en disco como paréntesis creativo, como un divertimento, una forma de disfrutar el stardome, sin tomarse nada tan a pecho.

Junto al arco amarillo, un limón gigante. Junto al cítrico vinílico, un gran palillo hendiendo una aceituna. Junto al aderezo de martini, plumas mecánicas con cámaras de circuito cerrado voladoras. Junto a los artefactos tragaimágenes, una pantalla (la televisión-más-grande-del-mundo) descomunal que no las reproduce, las deglute, las recicla, las transforma en entes diversos y complementarios de lo que está aconteciendo allá abajo, los desplazamientos hieráticos de esos cuatro hombrecitos que han puesto a girar el planeta de manera diferente.

Una de las muchas cámaras captura en un punto lateral del escenario a los cuatro dublineses que, flanqueados por guardias de seguridad vestidos de etiqueta, caminan entre el público hacia la pasarela. Por delante, el jinete eléctrico The Edge, seguido por Adam Clayton con cubrebocas industrial, atuendo entre espacial y muy ad hoc para el smog de la ciudad de México. Tras ellos, Larry Mullen y por último Paul Hewson, con bata de boxeador para enfrentarse, noqueador, a la gran pantalla que derrotará limpiamente en dos horas de combate olímpico.

Dos realidades: los hombrecitos irlandeses en escena y los gigantes cibernéticos en pantalla. En el intersticio, la música de U2 es el prodigio que dotará de tono humano a un espectáculo que de otra forma sería tan frío como navegar en Internet.

El tono humano, intensamente humano: el spleen del mundo, expresado en un coro triste pero multitudinario: but I still haven't found waht I'm looking for, un equivalente de los años noventa al otro himno, aquel de los años sesenta: I can't get no satisfaction de sus Satanísimas Majestades.

El tono social, decididamente social: la consternación del mundo, hecha eco en palabras de Bono para anunciar la rola que ejecutaría primero con su guitarra acústica, él solo, y al final acompañado por un coro de 55 mil integrantes, ``una canción que tiene mucho que decir al mundo todavía'': Sunday, bloody Sunday.

El tono gozoso, inmensamente gozoso: In the name of love, un coro a capella que pone el rostro de Bono en extra big close up absolutamente conmovido, como lo estuvo hace un mes en Sarajevo, y antes en Belfast y en Dublín, con esta misma rola.

En la cima de la vida

Bono, más que carisma, icono en carne y hueso, adorado por la masa, cantando una balada con una chava --en representación de las miles de chavas en tribunas, anhelantes todas-- en sus brazos como confirmación de la posibilidad de realización de los sueños más secretos. The Edge, desde su profundidad anímica, gobernando los prodigios que suenan esta noche en sus varios atuendos repetidos por él mismo, al contrario del Bonolook que pueblan las tribunas (afeites, lentes, todos quieren parecerse a Bono). Adam Clayton en un bajeo definitivo, al igual que ese epígono de Marqués de Sade de los tambores llamado Larry Mullen. U2 en la cima de la vida, even better than the real thing.

Los 55 mil corazones, mientras, en pleno éxtasis cibernético. Un gesto mínimo de Bono hace estallar la masa entera, un relámpago en la guitarra de David Evans hace crepitar los genitales, una sonda clavada en la cuerda grave del bajo de Clayton vuelve locas a las mismísimas constelaciones, un golpe en los tambores de Mullen hace que la Tierra entera tiemble, concentrada en el sístole y el diástole de 55 mil corazones, puestos a hervir, juntos, en la noche más grande del mundo.

La despedida con la voz en off de la nueva víctima del stardome, Michael Hutchence (Never tears us appart) no era más que una nueva confirmación de la vida, que eso y no otra cosa es lo que acababa de ocurrir en las recientes dos horas de U2.

¡Cuánta vida! ¡Bendita vida!