Olga Harmony
Don Juan en Chapultepec

La figura de Maximiliano de Habsburgo y sobre todo el destino de la bella Carlota, demente durante 40 años y confinada en el castillo de Bouchot, han tentado a importantes escritores --y a algún guionista cinematográfico-- para encararlos en ficción desde diferentes puntos de vista. Dentro del ciclo temático que la CNT produce en torno a la figura de Don Juan, Vicente Leñero escribió este Don Juan en Chapultepec que trata de la estancia en México de José Zorrilla y su desempeño en la corte imperial. En principio, y así ha sido captado por algún teatrista inteligente, la estructura de la obra de Leñero nos remite a Corona de sombras, de Rodolfo Usigli, con ese círculo que se abre y se cierra en Bouchot, con Carlota demente al principio y Carlota lúcida al final. Puede ser una cita, pero lo que resulta evidente es la diferencia de intención de los autores.

Mientras para Usigli la presencia del historiador Erasmo Ramírez sirve a un fin didáctico, para Leñero los encuentros de Carlota y Zorrilla en este principio y fin permiten una más de las exploraciones que el autor hace acerca de la realidad y sus ambiguas posibilidades. El encuentro puede haber sido de una u otra forma, la relación amorosa puede o no haber existido. Carlota podría haber utilizado a Zorrilla --en quien Maximiliano depositaba grandes confianzas-- en un juego de poder y seducción. O Zorrilla podría haberse servido de Carlota para afianzar su lucrativo puesto en la corte. Poco simpático resulta este José Zorrilla de Leñero, tan extremadamente obsecuente con el soberano, casi símbolo del intelectual coptado por el poder; el poeta enamorado del principio, que lleva a su demente amada de antaño el poema Corona de pensamientos que le escribiera para su cumpleaños, cabe mejor dentro de las posibilidades de su tardío romanticismo.

El dramaturgo aprovecha el gusto que Maximiliano tenía por el teatro y su conocido mecenazgo para plantear algunas deliciosas escenas entre él y Zorrilla, cuando se le ofrece al admirado autor la dirección del Teatro Nacional o de Corte, que se establecería en un salón del palacio. Mientras los soberanos elogian sobremanera su Don Juan Tenorio (es un hecho histórico que Carlota lo sabía de memoria), fragmentos del cual van recorriendo todo el texto, el autor lo repudia. Presa de los cánones, impuestos por los neoclásicos, de las unidades supuestamente aristotélicas, Zorrilla se desespera porque el tiempo virtual de su obra rebasa el tiempo de la representación y la veo como una obra muy menor. Maximiliano es aquí el público mexicano que conserva como pocas esta obra en su memoria, amén de los irónicos dardos lanzados contra quienes todavía, y hay algunos, se basan en las estructuras canónicas. Tampoco falta, en estas conversaciones, la referencia al apoyo a las artes como factor político.

Esta obra de muchas posibles lecturas encuentra en la dirección de Iona Weissberg un complemento ideal. La directora se va afincando, montaje tras montaje, como una de las más serias y talentosas teatristas, tanto por su trazo escénico y su dirección de actores, como por su interiorización en los textos para plantear montajes tan complejos como pueda ser su material. Así, esas rupturas entre escena y escena a base de danzas de la época que sugieren un ámbito irreal, contrastado con el realismo de las escenas, que a su vez se matiza con ciertos manierismos, sobre todo en las actitudes de Zorrilla. Bellísima solución --ignoro si está en el texto-- en la irrupción de Maximiliano en el momento erótico entre Zorrilla y Carlota y que da pie a una muda síntesis de los hechos que se sucederán. Graciosa y ocurrente la presencia de la tina en el ámbito de la intimidad de la emperatriz y que es referencia de todos nosotros al castillo de Chapultepec.

En una escenografía --e iluminación y vestuario-- que se debe a María y Tolita Figueroa y a Gabriel Pascal, con apenas los muebles necesarios, las ricas vestimentas y esas puertas que se abren y cierran de maneras diferentes, transcurren los diferentes tiempos de la acción. El José Zorrilla de Damián Alcázar despliega una gran variedad de tonos y transiciones actorales, tierno, servil, arrebatado, en verdad excelentes. Eugenia Leñero transita de la alocada joven a la loca envejecida y la majestuosa destronada de la mejor manera: hay que subrayar la fuerza de su expresión contrastando con la fragilidad de su figura en la escena posterior al fusilamiento. Mauricio García Lozano, amén de su parecido físico con Maximiliano, logra presentar y hacer de éste un personaje tan débil y petulante como lo pinta Leñero y como probablemente fue en la realidad