La ciudad tiene con qué salir del abismo: Cárdenas
Por la noche, en el Museo de la Ciudad de México hubo tiempo para los manteles largos, la sopa de hongos, el pollo relleno de queso de cabra y la torta de elote; un buen vino y un montón de anécdotas del primer día del perredismo convertido en gobierno.
Con banderines amarillos y el solecito, muchos rezagados de la fiesta del Zócalo se acercaron hasta el número 30 de Pino Suárez. Ahí, a las 21 horas, Cuauhtémoc Cárdenas recibiría a sus invitados -entre ellos, Danielle Mitterrand- y a su equipo de colaboradores. En total, 250 personas compartieron la cena.
Los que venían de la Plaza de la Constitución, donde el agasajo llegó al hartazgo, sudorosos, enronquecidos de tanto arengar, todavía tuvieron ánimos de corear la llegada de los personajes que acudieron a la cita.
``Oye, pero ahí está Cuauhtémoc'', lo descubrieron los chavos y las mujeres de camisetas amarillas cuando se bajó de la camioneta y caminó hasta el lugar. Emocionados, se arrancaron: ¡Cuauhtémoc! ¡Cuauhtémoc! ``¡Uuuyyy pobre!'', casi atajó una vieja vendedora de cachitos de la Lotería. ``Uuuyyy, ni sabe la que le espera'', dijo, y se fue porque ``aquí nadie compra sueños de rico''.
¡Ahí está Celeste Batel! ¡Celeste! ¡Celeste!, gritaban los mismos mientras que los transeúntes en plenas compras navideñas y cargados de paquetitos, se quedaban a curiosear. Las luces de las cámaras alumbraban el arribo de las suburbans y los topaces.
Anoche, en el Museo de la Ciudad de México, no hubo reseña de sociales, aunque ciertamente el vestido de istmeña de la maestra Ifigenia Martínez, o lo bien que lucían Leticia Calzada e Isabel Molina, hubieran hecho la delicia de los cronistas.
No, anoche los hombres y las mujeres que se hicieron cargo desde ayer de ésta caótica ciudad se enredaron en discutir sus problemas. Rosario Robles, con su traje de oficina -algunas otras de las funcionarias sí tuvieron tiempo de ir por su vestido de fiesta- y Leonel Godoy, aprovecharon para una rapidísima reunión de trabajo.
Afuera, Mauro González Luna conversó largamente con una mujer y sus hijos que le ayudaron en su campaña hace cuatro años, cuando fue diputado federal, aunque adentro la cena ya había comenzado.
``¿Es una boda?'', preguntó a la pasada una chiquilla a su mamá, al tiempo que un grupo de reporteros, enfadados por no poder acceder al recinto -hasta que los rescató el diputado Lázaro Cárdenas Batel, después de que Jesús Ortega y Javier González Garza hicieron gestiones-, mataban el tiempo entrevistando a Carlos Albert y al que se dejara.
¿Y Porfirio?, se preguntaban los reporteros: ¿Nadie vio a Porfirio? No, nadie lo vio entrar. A lo mejor más tarde. A lo mejor todavía está tratando de arreglar el enredo que se armó la madrugada del viernes en San Lázaro.
Fue así como anoche, el perredismo convertido en gobierno se dio tiempo para compartir el pan y la sal; escuchó al mariachi juvenil de Tecalitlán, a un conjunto jarocho y a la Orquesta Típica de la Ciudad de México que dirige el maestro Daniel García Blanco. En el Zócalo ya había concluido el festejo. Mañana -dirían los clásicos- será otro día.
Jaime Avilés Ť El nuevo gobernador estaba saliendo, ya se le veía el copete, ya la frente, ya las cejas, ya la sonrisa entre los racimos de cabezas y trajes oscuros que se apretujaban a la puerta de la Asamblea Legislativa, cuando un joven de nariz aplastada y ropa sucia preguntó: ``¿Nos lo llevamos en hombros al Zócalo?''.
Al viejo grito de ``¡Cuauh-té-moc, Cuauh-té-moc!'', se había disuelto, literalmente, el orden institucional de una ceremonia en la que el doctor Zedillo llegó y se fue sin rendir los honores litúrgicos a la bandera, y ahora, sin el estorbo de las barreras metálicas que habían servido para proteger la salida presidencial aderezada con un coro entusiasta, pero respetuoso, de ``¡Muera el PRI!, ¡Muera el PRI!'', los peor vestidos se abalanzaban hacia la escalinata congestionada de fotógrafos y guaruras, empujando frenéticamente ansiosos de tocar y a la vez temerosos, sin embargo, de aplastar a su ídolo.
Cuando el ingeniero Cárdenas diez minutos después pisó al fin la esquina de Allende y Donceles, ya sudaban a chorros sus acompañantes de traje y corbata que se habían ofrecido a escoltarlo como improvisados emblemas del poder popular, ese bebé nacido el 6 de julio que apenas estaba dejando la clínica de partos. Y de pronto parecía como si efectivamente quisieran cargarlo esos miles de hombres y mujeres llenos de euforia, sus abnegados parientes, tías y tíos, que después de tantos embarazos fallidos habían esperado todos estos meses a que la creatura se lograse del todo en la incubadora de la ley.
``¡Cuauh-témoc!, ¡Cuauh-té-moc!''. Sí, una vez más, pero si durante diez años de campañas electorales y resistencias cívicas, Cárdenas fue la reencarnación de Cárdenas o la nostalgia del paraíso perdido, este Cárdenas que seguía avanzando sin perder la sonrisa, entre los gritos, el confeti y los empujones en Bolívar, era nuevo y era distinto, porque había adquirido, luego de tantos esfuerzos, la capacidad de decidir a favor de ese gentío que ora lo asediaba para cuidarlo a cada paso, y ora corría diez o veinte metros para aconsejar a los mirones, no menos extasiados: ``¡Conserven la valla, compañeros, conserven la valla!''.
Y qué multitud de ancianas con sus cartelitos pringosos, que a duras penas se sostenían en pie dentro de sus medias contra las várices, y que tuerta una, chimuela otra, flacas de hambre o panzonas de lombrices, trinaban ante él, quizá sin verlo por completo:
``¡Duro! ¡Duro!''.
O si no:
``¡Dios te ilumine, Cuauhtémoc!'', con esas vocecitas.
Qué diferencia de la noche anterior.
Las doce y silencio
Doce, trece horas antes, no circulaba nadie bajo el chapopote nocturno en que estaba convertido el aire al cabo del último día de Espinosa Villarreal. En el edificio feo del gobierno de la ciudad porque el otro, el contiguo, dicen los perredistas que ya entraron a verlo, ``es precioso'', Carlos Imaz veía la repetición del partido León-Cruz Azul en uno de los dos televisores que habían servido hasta las 5 y media de esa tarde a Jesús Salazar Toledano, el secretario de Gobierno saliente.
En todos los periódicos, los jefes de edición aguardaban, sin muchas expectativas, la breve crónica de la ``entrega'' del Distrito Federal a Rosario Robles, la segunda de a bordo en la tripulación de Cuauhtémoc. Así que, a la puerta del edificio feo, había una docena de reporteros desconcertados en medio de tanto silencio y tanta oscuridad. Tras los barrotes y los cristales, o sea, desde adentro, había también una docena de guaruras, que se extrañaron cuando les pregunté, abriéndome paso con un gafete amarillo:
¿Dónde es la ceremonia?
Uno dijo: ``¿Cuál ceremonia?''. Otro, muy a la mexicana, mintió: ``En el primer piso, a mano izquierda?''. Y uno más depositó su grano de arena en la playa de las necedades: ``Váyase por debajo de la escalera, hasta el fondo''. Como a partir de ese instante se desinteresaron de mí, fui a las tres direcciones y, por supuesto, mientras vagaba entre sombras hacia la cuarta descubrí una luz y, parados en ella, dos fotógrafos.
¿Y dónde va a ser?, les pregunté buscando los manteles blancos, los meseros, las galletitas con anchoas.
``Que nomás está Imaz y que no va a haber nada''.
¿Sería posible? ¿Y los símbolos ya no cuentan? Empujé una puerta resguardada por fantasmas. Penetré en un corredor alfombrado y reconocí las huellas de veinte pares de zapatos que jamás volverían, eran huellas profundas, de gente que se había ido cargada de cajas, mientras caminaba arrastrando el dedo sobre la vidriera de una sala de juntas que tenía una mesa tan larga como el camino que hay de la tercera base al plato de home. Llegué sin aliento a una antesala donde, vestidos inequívocamente como funcionarios priístas, había tres licenciados y una mujer. Los cuatro parecían niños que se aburren esperando a que sus padres los recojan en la escuela. Y entonces, a la derecha, encontré a Imaz ante una mesa redonda, bebiendo agua de jamaica y mirando el futbol
Diez minutos después, un ujier le pidió que atendiera a otro periodista. Imaz se levantó del sillón del secretario de Gobierno, abandonó el despacho y, sin pensarlo, me instalé en su lugar. Vi los teléfonos privilegiados, resistí la comprensible tentación de descolgarlos. Y entonces el reloj marcó las doce en punto. Para fortuna de la ciudadanía, mi gobierno fue más breve que el de Lascuráin.
Paradoja de las masas
¿Cuál es el colmo del nuevo cardenismo, el de Cuauhtémoc, el que siguió al ingeniero a lo largo de diez años con el propósito de llevarlo al Zócalo e instalarlo en el poder?
El colmo es que ayer, al cabo de la hora más larga de la mañana quizá porque se prolongó hora y media, el hijo del general pisó al fin la Plaza de la Constitución bañado con el confeti que odia porque le da comezón en las orejas, pero en lugar de dirigirse felizmente a su palacio en el edificio hermoso, trató de dirigirse felizmente a su palacio y se lo impidieron sus partidarios.
A continuación, instruyó por gestos a quienes lo escoltaban, para intentar el acceso al edificio feo, y como esto tampoco se los permitieron sus fieles, optó por refugiarse en su camioneta, ese espacio portátil donde ha vivido la mayor parte de la última década, y estuvo a punto de ser aplastado contra la silueta de Armando Machorro, que ya era una sombra unidimensional, como las que salen en las historias de Tom y Jerry, estampado en la portezuela.
Pero, como dijo Armando Quintero, comiendo horas más tarde en la azotea del hotel Majestic, cerca de la mesa de Danielle Mitterrand:
``El ingeniero es así, detesta los besamanos y las vallas''.
Humberto Ortiz Moreno Ť Saboreando un típico camote mexicano al lado del carrito humeante y pitador, el alcalde parisino Alan Rivron y el embajador de Francia en México, Bruno Delaye, se envuelven en la euforia del Zócalo y convienen en una reflexión tomada, confesaron, de la misma gente que los saluda e incluso les pide autógrafos:
``¡Esto es el cambio! Son fenómenos sociales mundiales a los cuales hay que dirigirse, porque si no las generaciones futuras van a sufrir dramas''.
De este lado de la Plaza de la Constitución, frente a la Catedral Metropolitana, entre el barullo popular, los gritos de merolicos y ambulantes, y enmedio de la fiesta de una democracia que ``es novedad en estas tierras'' --definió Cuauhtémoc Cárdenas al otro lado de la explanada--, los franceses pulsan el corazón de la ciudad.
``Estamos muy a gusto conviviendo con el pueblo mexicano'', exclama Delaye en su casi perfecto español. Y lo saludan como si fuera de casa. Llama la atención su melena dorada que contrasta con el azul marino de su traje. Se contagia del festejo: ``Es agradable ver cuando al gente está alegre y hay una gran expectación''.
Aún saborea el dulce en la boca, pero Ri-vron apura el anuncio: por la noche se reuniría con Cárdenas para plantear bases de cooperación entre las ciudades de México y París. Observa similitudes en los más graves problemas del Distrito Federal y la capital francesa: la inseguridad y el transporte. La nostalgia ``Degaulista'' --diría él mismo-- invade al alcalde parisino cuando avienta la mirada hacia Palacio Nacional. Y se pierden los europeos entre el populacho cardenista.
En la acera frente a Catedral está El Pino, Salvador Martínez della Rocca, armando su equipo en la delegación Tlalpan. Si la Asamblea Legislativa aprueba su nombramiento, claro. A Humberto Musacchio le anticipa: ``Me voy a jalar a un amigo tuyo, antropólogo, como subdelegado de Cultura y Educación: Daniel Cazés. A Sergio Zermeño para participación ciudadana. A Eliseo Moyado. Y aquí Santiago Antón, que es candidato a doctorado en La Sorbona, será el subdelegado de Obras y Desarrollo Urbano. Mi secretario particular, mi apagafuegos, Rafel Arestegui. No quiero improvisaciones si votan por mí''.
De pronto alguien lo distrae. El propuesto delegado no se acuerda del sujeto. Y lo ilustra: ``Mira, cuando salí de la cárcel en el 68 se me metió una cosa en la cabeza: no acordarme de los nombres''.
El Pino y Musacchio no pierden más tiempo. Cárdenas está en el templete. La Catedral recibe a sus últimos católicos. ``Algo de esto nos toca, porque a lo mejor en nuestra época nunca pensamos que podríamos lograrlo con votos''.
El sonido apenas es perceptible. Frente al templo, la actividad febril del comercio informal no se detiene ni cuando el jefe de gobierno le informa que será regularizado. Pero con su sol azteca al cuello, al pecho o a la cabeza, hacen parecer que ya saben lo que quieren.
Elia Baltazar Ť Poca gente, al menos no la que se esperaba, se congregó la tarde de ayer para escuchar el primer discurso masivo de Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de gobierno de la ciudad.
Programado para las cinco de la tarde, el arribo de Cárdenas al Zócalo se retrasó poco más de una hora. Pero no había desesperación. La gente conversaba, se entretenía con las mercancías de los comerciantes y paseaba por una plaza apenas ocupada en un tercio de su capacidad.
Otros aprovecharon el impasse para hacer proselitismo en favor de los delegados propuestos por Cárdenas. Los volantes y las calcomanías corrían de mano en mano, mientras que las mantas desaparecieron del escenario para dejar ver a quienes se encontraban más lejos del templete colocado frente al edificio del hasta ayer Departamento del DF.
Tarde de comerciantes. Playeras con el logo del PRD, cuyos precios variaban entre 60 y 25 pesos para los niños; gorras y banderas de diez pesos, videocasetes del sub Marcos y todos los producidos por el Canal 6 de Julio. Y, al fin diciembre, no faltaron las gorras de Santa Claus.
Por fin, Margarita Isabel, en funciones de maestra de ceremonias, anunció la llegada del jefe de gobierno. El alumbrado navideño se encendió en ese instante, lo mismo que el ánimo de los presentes, que comenzaron a corear el nombre de Cárdenas. Las consignas no prendieron, a pesar de los esfuerzos de la voz en el micrófono.
Las palabras de Cárdenas se escucharon y algunos alcanzaron a verlo en un monitor gigante colocado a unos pocos metros del templete principal. Al lado, una imagen de Cuauhtémoc, rodeada su cabeza por un sol azteca que daba la idea de una aureola colocada a un santo.
Muy cerca de allí, un hombre esperaba acercarse a Cárdenas para entregarle un pequeño papel, en el que escribió: ``Señor Cuauhtémoc. Me llamo José Luis Rosas y soy empleado de la delegación Iztacalco. Mi jefa, la coordinadora de Servicios de Obras, Patricia González de la Vega, me ha acusado de ratero y me amenazó con ponerme un memo por ausencia de trabajo, por venir hoy a verlo. Estoy en el área de Proyectos''.
Bertha Teresa Ramírez Ť Durante el discurso que pronunció el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas por la tarde, el ambiente que privó en el oriente de la Plaza de la Constitución, del lado del Palacio Nacional, fue de tranquilidad y de vacíos, la mayor parte de la gente se concentró frente al templete que se ubicaba frente a la sede del nuevo gobierno.
Sólo dos grandes mantas, una que decía Iztacalco y otra con el siguiente mensaje: ``La relación pueblo-gobierno, pueblo-justicia'' de la coordinación ciudadana célula Villa Coapa, ondeaban por esa zona en donde lo que sí abundaron fueron los puestos de sombreros, de suéteres y sarapes de lana de Chinconcuac, máscaras en madera del estado de Guerrero, y puestos de música de protesta y de carteles, gorras, playeras, fotos y otros objetos con el rostro del Che Guevara, así como de fotografías de la epoca de la Revolución Mexicana.
Hacia ese lado, de vez en cuando, iban a dar vueltas pequeños grupos de campesinos que dijeron ser de Tlaxcala, Hidalgo, Puebla, Guerrero y Michoacán.
De entre esos grupos se hizo notar uno que hacía mucho alborto, con cuetones y banderolas amarillas; eran campesinos de Izuca, Puebla, dirían más tarde a algunos reporteros.
``Venimos por nuestro gusto y por nuestra propia cuenta, decían a los reporteros, mientras entre bromas otros comentaban: ``Somos los mismos que a pedradas le derribamos el helicóptero al gobernador Manuel Bartlett Díaz en 1993 por el fraude que se hizo en las elecciones''.
Otros campesinos del municipio de Mesilla Aguas Calientes, señalaron: ``Venimos a la toma de posesión del ingeniero Cárdenas y estamos seguros que en dos años vendremos a su postulación presidencial''.
Entre los capitalinos que también transitaron por ahí hubo habitantes de las delegaciones Tlalpan e Iztapalapa; en entrevistas respondieron que no pertenecen al Partido de la Revolución Democrática, ``pero asistimos porque tenemos la esperanza de que de verdad se dé un cambio; todos lo estamos reclamando; sin embargo, dijo Thalia, una estadiante universitaria.
Raúl Llanos, Daniela Pastrana, Bertha Teresa Ramírez, Elia Baltazar Ť Quince minutos separaron los chiflidos y las porras, de los aplausos. Los primeros fueron para el presidente Ernesto Zedillo, cuando en punto de las 12 del día abandonó la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Los segundos para Cuauhtémoc Cárdenas, quien a las 12:15 atravesó la puerta principal del recinto antes de iniciar una desorganizada marcha en su presentación como jefe del gobierno capitalino.
El cruce de Donceles y Allende se convirtió ayer en ``termómetro'' social. Ciudadanos sin partido, integrantes de diversas agrupaciones, simpatizantes del PRD, ambulantes y acarreados se apostaron allí desde temprano. Aplaudían o abucheaban a políticos, empresarios y dirigentes partidistas según los reconocían.
Oscar Espinosa Villarreal fue de los más fustigados. Al descender de una camioneta roja junto a las escalinatas del recinto, la rechifla fue inmediata. ``Fuera, muera el PRI...'', gritaban. Pese a todo, el último regente de la ciudad dijo sentirse satisfecho con la labor desempeñada.
A las 10:50 arribó Cárdenas, acompañado de su familia, en una suburban blanca. Cambió la consigna. ``Cárdenas, Cárdenas, Cárdenas'', ``Cuauhtémoc, amigo, el pueblo está contigo''. Cinco minutos después llegó el convoy de Zedillo. La camioneta del mandatario ondeaba una bandera mexicana con estrellas en la franja roja, que lo identifican como el comandante supremo de las fuerzas armadas del país.
Las consignas regresaron: ``El pueblo votó y Cárdenas ganó'', ``Muera el PRI... muera el PRI''. Indiferente, Zedillo subió las escaleras e ingreso en el recinto. La camioneta presidencial fue estacionada a un costado de la entrada. La gente insistía en que le quitaran la bandera, porque ``las únicas estrellas en la bandera son las de Estados Unidos''.
Una hora con cinco minutos duró la ceremonia oficial de toma de protesta. El mandatario, último en entrar, fue también el primero en salir. De nuevo los abucheos, protestas, cientos de pulgares apuntando hacia abajo conforme avanzaba la camioneta del Ejecutivo. El Estado Mayor Presidencial se replegó y retiró todas las vallas. La multitud se avalanzó a las escalinatas. Momentos de tensión, conatos de enfrentamientos, jaloneos. Quince minutos de espera. Finalmente el jefe de gobierno apareció en las puertas del recinto. La ovación no cesaría en la siguiente hora y media.
Marcha lenta y accidentada
Cárdenas se detuvo en el tercer peldaño de las escalinatas para saludar a las personas asomadas en los balcones del edificio de enfrente. Los perredistas intentaban infructuosamente controlar los jaloneos de las multitudes arremolinadas al pie de las escaleras. Las bajó casi en vilo.
Comenzó una marcha lenta, accidentada, rodeado por el cerco protector de ocho hombres. Avanzaban dos pasos, paraban, retrocedían. Gruesas gotas de sudor corrían por los rostros de los encargados de hacer la valla humana.
A media cuadra lo alcanzaron su esposa y sus tres hijos. Pasos más adelante Celeste Batel se cansó de los tumultos y del calor. Poco a poco se fue adelantando, hasta que ya no se le vió. El jefe de gobierno siguió despacio, todo el tiempo de la mano de su hija Camila, a quien sonreía continuamente. Lázaro Cárdenas Batel se quedó rezagado.
El perredista tardó 28 minutos en recorrer las tres primeras calles de Bolívar. En 5 de Mayo sus colaboradores titubearon. Cárdenas siguió de largo hasta Madero, en donde el paso se hizo más fluido.
Algún confundido comentaba: ``Viva México con su presidente''. ``Pero si no es presidente, es regente'', corregía alguien. ``Gobernador...'', decía otro. ``No importa, es el mero mero y esperamos que él sí nos reciba'', remataban.
De ventanas y balcones salía la gente a saludar a su gobernante, quien alzaba la mano derecha para saludarlos. Soltaban confetti y papelitos de colores de las azoteas. La banda repetía las cansadas notas de Caminos de Michoacán.
-¿Qué se siente, ingeniero?
-Muy bonito, muy bonito-, dijo mirando hacia arriba, a los edificios de los que salían las ovaciones.
De vez en cuando se limpiaba el sudor con un pañuelo o se sacudía el confetti de la cabeza.
Sudorosos y sonrientes caminaban, dispersos, los líderes perredistas de la capital. El de la fracción en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, Martí Batres, a la cabeza de los guardianes del ingeniero.
Entre los empujones se vio de todo. Desde las huestes de Alejandra Barrios que por todo Madero desplegaron letreros de apoyo a Cárdenas, hasta las motocicletas derribadas por el paso de la ola humana, la señora que en la valla acusaba a un sujeto de lentes negros de traer un arma y los turistas que trataban de saludar al jefe de gobierno.
Arribo al Zócalo
A las 13:05 el grupo de seguidores arribó al Zócalo capitalino. ``De una vez a Palacio Nacional'', pedían algunos.
Los colaboradores del michoacano le preguntaron si daría la vuelta a la plaza. ``Si se puede sí'', dijo Cárdenas.
No se pudo. La multitud rompió por instantes el cerco de seguridad y los grupos presionaban en todas direcciones. Mujeres atentas aprovecharon para abrazarlo y darle la bendición. Uno de los guardianes perdió un zapato.
En la etapa más lenta del recorrido Cárdenas viró a la derecha y se encaminó al palacio de gobierno.
A las puertas esperaban un mariachi y un conjunto norteño de Garibaldi, que a duras penas lograron los acordes. En el alboroto habían perdido sus instrumentos.
No entró en el inmueble. A escasos metros optó por abordar una camioneta, que ya lo esperaba, para dirigirse a la comida que tenía programada.
La marcha del apoyo
A partir de las seis de la mañana comenzaron a congregarse en el Monumento a la Revolución, el Hemiciclo a Juárez y el Zócalo capitalino organizaciones populares de diferentes delegaciones y municipios del estado de México, Puebla, Morelos y Michoacán para apoyar al jefe de gobierno.
No fueron las grandes concentraciones del pasado. Estuvieron ausentes sindicatos independientes y organizaciones estudiantiles, grupos cautivos de la causa perredista. Tampoco estuvieron las consignas en demanda de servicios o vivienda.
En la fila participaron organizaciones vecinales encabezadas por la Asamblea de Barrios, la Unión de Inquilinos de la Colonia Anahuác, el Movimiento Social Democrático y contigentes convocados por el diputado perredista Ernesto Chávez. También asistieron ferrocarrileros y comerciantes de la zona de San Cosme, así como la Unión Campesina Democrática, aunque sus miembros fueron convocados con el pretexto de discutir la regularización del permiso de sus camionetas de procedencia extranjera.
``Estamos concientes de que se necesita un cambio y todos deberemos apoyar al ingeniero Cárdenas para alcanzarlo, se acabaron las batallas campales en las calles'', arengó un vocero que desde uma camioneta dirigía al contingente que partió del Monumento a la Revolución, a las 10:30, rumbo hacia la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.
Añadió que ``no habrá más calles ni oficinas cerradas. Por el contrario, todos estamos esperando que las puertas se abran, todos estamos depositando nuestras esperan- zas en Cuauhtémoc''.
Hoy inicia, dijo, ``la democracia para todo México, para los que desde hace mucho habíamos sido reprimidos por gobiernos alejados del pueblo''. En el recorrido los contingentes no lanzaron consignas, sino predicciones: ``hoy regente, mañana presidente''.
Juan Antonio Zúñiga M. Ť Procedentes de Zitácuaro, Michoacán, la banda de vientos Los Tomases desgranaba una a una sus mejores interpretaciones con tambora, platillos y todo, en espera del arribo de Cuauhtémoc Cárdenas al Zócalo de la ciudad de México, donde daría un mensaje a la población.
Su música ponía la nota de alegría en la zona sur del llamado corazón de México, en la calle de 20 de Noviembre, donde detrás del templete se abrieron espacio entre unos 400 perredistas que celosamente improvisaron una valla cerrada por donde se esperaba el arribo y tránsito del ingeniero entre las cinco y cinco media de la tarde.
Saxofones, trompetas y trombones resonaban con fuerza, pero no alcanzaban a acallar el sonido de los amplificadores que reproducían las piezas de otros artistas que sí tuvieron acceso al templete. Pero su ánimo no decayó en ningún momento y menos aún cerca de las seis de la tarde el rumor se corrió: ``Ya viene, ya viene''.
Los trece integrantes de Los Tomases cerraron filas y arremetieron con Mi lindo Michoacán, pero por la valla pasaron unas 12 mantas de un grupo de perredistas procedentes de Milpa Alta, Xochimilco y San Francisco Tecoxpan, pero no el ingeniero.
Su ánimo, que pareció decaer, se renovó cuando se acercó a ellos un grupo de paisanos de Queréndaro.
Como si pasara esto tras bambalinas, entre el Palacio de Gobierno Capitalino y el de Cabildos, el grupo Los Tomases se abrieron paso cuando la valla amenazó en convertirse en tumulto y entonces interpretaron a todo viento El Huizache.
En eso andaban alientos, platillo y tambora, cuando efectivamente arribó el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, pero no a pie, sino dentro de una camioneta Suburban blanca que por poco les atropella. ``¿Y ahora qué hacemos, compadre?'', alcanzó a preguntar uno de ellos, pero ya no hubo respuesta porque saxofón en ristre, el compadre corría y toreaba camionetas y automóviles que llegaron detrás de Cárdenas.
Los Tomases tampoco pudieron ver al ingeniero y se colocaron poco a poco a un lado el templete abarrotado de gente, justo debajo de los amplificadores para ``de menos poder oírlo''.