La Jornada domingo 7 de diciembre de 1997

VENTANAS Ť Eduardo Galeano
Recuerdos

Luiza Jaguaribe jamás olvidará el día que murió el tío Moro, ni la noche que la tía Gisela dijo la verdad.

Luiza estaba jugando, en el jardín de la casa de las afueras de Passo Fundo. Brincando en un solo pie, iba contando los botones del vestido:

--Uno, dos, porotos con arroz.

Contando los botones, adivinaba al marido que el destino le daría. ¿Se casaría con rey o con capitán, con soldado o con rufián?

--Tres, cuatro, porotos en el plato.

Pegó una voltereta en el aire, abrió los brazos, cantó:

--Cinco, seis. ¡Me caso con el rey!

Y al darse vuelta, chocó con las piernas de su padre y cayó al suelo. El padre se alzaba, inmenso, contra el sol.

--Basta, Luizinha --dijo el padre--. El juego terminó.

Tumbada en el suelo, Luiza supo que el tío Moro ya no estaba más. Ella nunca más iba a escuchar sus cuentos. De labios del tío Moro, Luiza había conocido brujas que viajaban en escoba a motor, ogros que meaban por un agujerito del pie y fantasmas resfriados, que se delataban estornudando.

El tío murió poco antes de la Navidad. Nunca se juntó tanta familia para la cena de Nochebuena. Luiza descubrió una parentela que jamás había visto, un gentío venido quién sabe de dónde, todos vestidos de luto de la cabeza a los pies.

La tía Gisela se sentó a la cabecera de la mesa interminable. El vestido negro, de cuello alto, le quedaba lindísimo, pero Luiza no se atrevió a comentarlo con nadie.

Erguida la cabeza, la mirada perdida en el aire, la tía Gisela no probó bocado ni dijo palabra hasta la medianoche. Entonces, en medio del bullicio, algo dijo: le dijo suavecito, casi hablando para sí misma, y sin embargo todos lo escucharon. Luiza también lo escuchó:

--Dicen que hay que querer a Dios. Yo lo odio.

Los parientes se persignaron