A final de este siglo, la humanidad entera, y el pueblo mexicano en particular, se encuentran poseídos por la sensación de que el aparato que nos gobierna con maniobras globalizadoras, está urgentemente requerido de una transformación sustancial, que nos permita superar no solamente los vicios de su estructuras, sino que nos coloque en el camino de corregir algunos graves defectos que han impregnado a la sociedad entera, después de veinte años del fin de la guerra fría y luego de quince años de neoliberalismos.
Desgraciadamente, la unanimidad de los mexicanos que estamos aspirando a un cambio fundamental se esfuma en el agitado remolino, cuando tratamos de definir el sentido, la profundidad y el alcance del cambio a que aspiramos.
Me limitaré a señalar dos posturas concretas y divergentes: por una parte, la de los tecnócratas que quieren introducir en la estructura del Estado pequeñas enmiendas para limpiar la fachada sucia, pero conservando la arquitectura fundamental, dizque en proceso de democratización neoliberal, y, en contraste con ella, la de millones de mexicanos que están sufriendo los más graves perjuicios que derivan de una organización estatal dominada por una moral capitalista fundada en la economía crematística, con pobre capacidad productiva, con infame distribución de la riqueza y del ingreso, con una corrupción ampliamente extendida y con el sometimiento político y económico a intereses extranjeros.
¿Hasta qué punto podemos pensar en un cambio sustancial de nuestro aparato estatal, si él depende, se apoya y sirve a un interés capitalista internacional que hoy asume la figura de la globalización subordinante?
Obviamente existe un programa de ``reforma al Estado'' promovido desde Los Pinos, aceptado por la hegemonía capitalista del Norte, estimulado desde diferentes oficinas gubernamentales, que busca una modificación que tenga un superficial efecto estético. De acuerdo con ese proyecto, estamos acabando con ``el mayoriteo legislativo'' oficial y con la autocracia presidencial, con los fraudes electorales y con la impartición venal de justicia, pero no estamos arrancando las raíces más profundas de nuestro régimen estatal al final del siglo XX.
Bueno sería que la burocracia que hoy dice que nos gobierna lograra eliminar las arrugas y manchones más deformantes del sistema gubernamental, sin ser sustituidas por otras tan riesgosas como las mencionadas, pero tal vez más peligrosas, como el resurgimiento del militarismo, a punto de ser convertido en la forma dominante en el México del presente, bajo la autoridad puramente formal del jefe supremo de la Fuerzas Armadas de la Nación.
Si bien no podemos desconocer cierto valor depilatorio o farmacéutico y embellecedor del ``Programa de Reforma del Estado'', postulado por la oligarquía salino-zedillista, con la ayuda desinteresada de algunos prohombres de los actuales partidos de oposición, no podemos estar satisfechos con tal programa, hecho para tratar de eludir los problemas de fondo y justificar la ``democratización'' neoliberal que nos ha impuesto el imperio del Norte.
Por supuesto, debemos introducir las reformas necesarias para asegurar elecciones limpias, legales y confiables, para garantizar un gobierno ajustado al principio de división de poderes y de distribución de funciones, de federalismo real, municipio libre y autonomía comunal pero, por encima de esas reformas de importancia formal, debemos restaurar un sistema de Estado de derecho basado en el respeto a los derechos humanos, en la justicia social verdadera, en una distribución equitativa del ingreso y de la riqueza, y de una soberanía nacional plenamente respetada.
No podemos aceptar como regalo de la oligarquía actual, una reforma que mantenga la infame situación que física y moralmente, económica y jurídicamente viven la mayoría de los mexicanos, quienes tendrán que seguir luchando por una reforma profunda no sólo del Estado como forma política, sino de la estructura económica y política de la sociedad entera.
Nuestra lucha por la transformación ni puede quedar en la superficie, ni puede desconocer que México es parte de un conjunto de naciones que habrán de luchar por un humanismo integral y verdadero que desplace al neoliberalismo globalizador que hoy domina en la mente de nuestros ``gobernantes'', aunque tan ajenos se hallan respecto de lo que la verdadera función de gobernar significa.