MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Contigo pero sin mí
Para René Avilés Fabila
Llevábamos poco más de un año de casados cuando Eduardo introdujo en nuestro matrimonio el método del silencio. Cualquier error cometido por mí era señalado con largos periodos de mutismo. Durante mucho tiempo intenté combatirlo, primero disculpándome y llorando, luego deslizándome por todos los niveles de la súplica, hasta que descendí al último: ``Hazme lo que quieras, insúltame, pero por favor dime algo''. Cuando pienso que fui capaz de pronunciar semejante frase me doy asco, me aborrezco y hasta me explico que Eduardo haya acabado por sentir desprecio hacia mí.
Duré diecinueve años casada. La primera vez que Eduardo aplicó la estrategia del silencio lo hizo para reprocharme que le hubiera dado una hija y no un varoncito. Mi esposo fue tan eficaz con su método que acabé por sentirme culpable y alentar un secreto rencor hacia Guadalupe.
Aunque el médico me advirtió que otro embarazo significaría un alto riesgo, en menos de tres años le di a Eduardo dos hijos: Carlos y Martín. El hecho de que fuéramos ``una familia feliz'' no impidió que mi marido siguiera aislándose en el silencio para castigarme, ya no sólo por mis errores sino también por las faltas de mis hijos. Todo entraba en el rango de mis errores: desde que se negaran a comer hasta que sacaran malas calificaciones.
Sin darme cuenta me acostumbré a la situación y a considerarme culpable de todo, menos del daño que estaba causándoles a mis hijos. El miedo de perder a Eduardo, de convertirme en ``una divorciada'' y, sobre todo, el temor a quedarme sola me impedían comprender hasta qué punto perjudicaba a los niños. Lo entendí demasiado tarde, cuando los tres empezaron a darme pretextos para permanecer más y más tiempo fuera de casa.
Ahora entiendo que fue también la cobardía lo que me impidió analizar su comportamiento; era más fácil atribuirlo a su juventud --``Quieren estar con gente de su edad, es natural''-- que a las verdaderas razones. Guadalupe me las expuso un día que le reclamé sus constantes ausencias. La respuesta me dejó helada: ``Mami, lo siento, no me gusta estar en la casa. No soporto la maldita costumbre que tiene mi papá de quedarse callado cuando algo le molesta. Ya no lo aguanto y te juro que sueño con largarme de aquí''.
Le dije que cómo podía decir esas cosas y ser tan injusta con su padre. Sin inmutarse, Guadalupe me hizo una pregunta: ``¿Quieres decirme por qué has soportado tantos años esta situación?'' No me atreví a contestarle y ella se fue otra vez. Si mi hija se hubiera quedado a esperar mi respuesta, ¿cuál habría sido? Seguramente una mentira, porque en aquel momento yo era incapaz de reconocer la verdad: ``Por miedo a quedarme sola''.
Siempre que Eduardo y yo atravesábamos por una crisis y me veía atrapada en aquellas mazmorras de silencio, justificaba mi sometimiento diciéndome que la situación podía ser mucho peor, como la de tantas otras mujeres a las que sus esposos les niegan el dinero, las golpean o las insultan.
En honor a la verdad, tengo que reconocer que Eduardo jamás me injurió ni me levantó la mano. Sus métodos para humillarme fueron apenas un poco menos violentos que eso. Recuerdo, por ejemplo, la tarde en que sin pedírselo yo él tomó la decisión de enseñarme a manejar: ``Debes aprender. Puedo necesitar que tú manejes''. Durante el entrenamiento, breve e infructuoso, lo oí decirme ``tonta'' mil veces, hasta que al fin yo misma me declaré estúpida y le supliqué --sí, le supliqué-- que me dejara hundida en mi torpeza.
La historia no paró allí. Durante muchísimo tiempo mi fracaso fue tema de su conversación. Los domingos en que visitábamos a mi suegra Eduardo refería el episodio con el propósito de rescatar del tedio a su madre y a sus hermanos. Ante su familia, con una minuciosidad de relojero, Eduardo describía mis fallas. Su relato, lleno de humor, provocaba las risas de todo el mundo y conforme las carcajadas eran más fuertes yo iba empequeñeciéndome en mi silla.
El hecho de que ya no viva con Eduardo no significa que no le reconozca su habilidad de narrador. Si no hubiera tenido ese talento no habría logrado exponer con éxito una y otra vez el mismo tema frente a su grupo de amigos. Los conocía desde la secundaria y el último viernes de cada mes se juntaban para cenar y hacer recuerdos de los viejos tiempos. Muchas veces el plato fuerte de la reunión era la historia de mi fracaso al volante.
En esas ocasiones Eduardo no narraba con la delicadeza de un relojero sino con la malicia de un cómico de carpa. Era sorprendente oír cómo se le ocurrían toda clase de chistes burdos en torno a mi incapacidad para entenderme con las partes del coche. En cuanto mi esposo hablaba de mis ineptitudes con palancas y pedales todo el mundo se reía, pero nadie tanto como yo, que llegaba al punto de las lágrimas. Para premiarme por la respuesta, Eduardo me revolvía el pelo como si fuera un perro al que se gratifica por atrapar una pelota.
Esas reuniones eran muy largas y las despedidas se prolongaban junto a las portezuelas de los automóviles. Allí siempre había alguien diciéndome: ``Qué bárbara: tu marido es simpatiquísimo. Yo creo que con él nunca te aburres. Me imaginó que siempre está contándote cosas divertidas''. La verdad era otra. En cuanto nos subíamos al coche Eduardo adoptaba su severidad habitual y muchas veces ocupó todo el trayecto de regreso a casa en señalarme lo que consideraba mis errores: ``Hablaste demasiado'', ``comiste mucho'', ``ese vestido se te ve muy mal''. La serie de reconvenciones solía terminar con una frase: ``Es ridículo que llores de risa''. A cada reclamación yo contestaba con la promesa de enmendarme, cuando en el fondo sólo quería decir: ``Ya basta''.
Por fortuna un día logré pronunciar la frase. La grité mil veces la noche en que Sergio nos invitó a su casa. Fue un sábado. El jueves, cuando Eduardo me informó del compromiso, le dije que me sentía mal y quizá no pudiera acompañarlo. En realidad mi única dolencia era el temor de verme convertida, una vez más, en motivo de burlas. Mi esposo ni siquiera me escuchó, sólo me dijo cómo deseaba que fuera arreglada. Habíamos adoptado la costumbre de que él decidiera mi atuendo después de mucho soportar sus críticas.
Aquella noche, como siempre que la conversación decaía, Eduardo procuró reanimarla contando mi torpeza en el manejo de la computadora que acabábamos de comprarles a sus hijos. Por tratarse de una noche especial, vísperas de Navidad, mi marido hizo un relato que mezclaba sus dos estilos: el de relojero y el de cómico de carpa. Obtuvo el efecto esperado: todo el mundo se dobló de risa y yo llegué al punto de las lágrimas. Necesité corregirme el maquillaje y fui al baño.
El cuartito estaba junto a la cocina, de modo que alcancé a escuchar cuando una invitada dijo: ``Admiro a Graciela: yo no sé cómo aguanta que su marido siempre la agarre de burla''. Marta, la dueña de la casa, contestó: ``Pues fíjate que yo no la admiro para nada. Al contrario, me da coraje que se respete tan poco a sí misma''.
Fingí no haber oído nada, me propuse mantenerme serena, pero cuando salí del baño noté que todos se volvían a mirarme. ``¿Qué pasa?'', pregunté. Eduardo respondió: ``Nada, Marta me preguntó si no te molestaba que contara lo de la computadora. Le dije que no, que tú aguantas todo. ¿No es cierto?'' La frase me causó una especie de mareo, sentí que algo amargo me subía hasta la boca. Entonces alargué el brazo y con el sólo movimiento tiré al suelo las cosas que estaba en la mesa.
Todo lo demás fue horrible: me agité a tal punto que entre todos tuvieron que detenerme para que no siguiera haciendo destrozos; un vecino tocó a la puerta y brindó ayuda; alguien sugirió que llamaran a un médico. Grité que no lo hicieran, que lo único que deseaba era irme lejos, a donde Eduardo ya no pudiera lastimarme. Entonces quise salir corriendo, pero mi esposo me lo impidió.
Cuando al fin me tranquilicé vi a Eduardo dar vueltas de un lado para otro mientras decía: ``No sé de qué habla. Les juro que en mi vida le he puesto una mano encima. ¿O sí? Contesta. Di la verdad''. A partir de ese momento fui yo la que guardó silencio.
Poco después de aquella noche me separé de Eduardo. Lupe se fue a Guaymas con el pretexto de estudiar biología marina; Martín y Carlos emigraron a Estados Unidos. Vivo sola. Es difícil vivir sola, pero era mucho peor vivir sin mí.