Masiosare, domingo 7 de diciembre de 1997
Chiapas, la razón ardiente no es un libro de circunstancias.
El más reciente ensayo de Adolfo Gilly es un texto breve pero de generoso aliento que remonta la coyuntura sin negarla.
Y es que el autor no soslaya la cuenta corta pero su fuerte es la cuenta larga; acucioso observador, aprecia la sabrosura de los detalles significativos, pero lo suyo es tomar altura, trazar las grandes cartografías sociales, desentrañar el esquivo sentido de la historia.
El libro también se hubiese podido llamar Raíz y razón del neozapatismo, en referencia no tanto a la rebelión de las Cañadas como al encuentro del pequeño ejército loco del sureste con los sentimientos de la nación.
En esta perspectiva, Chiapas, la razón ardiente se inscribe en el ciclo de escritos adolfianos destinados a descifrar los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia mexicanas: la raigambre y legitimidad históricas del neocardenismo y la sangrienta genealogía de nuestro Estado autoritario. Un ciclo que se inicia con La revolución interrumpida, continúa con Cartas a Cuauhtémoc Cárdenas y El cardenismo, una utopía mexicana y culmina con Chiapas, la razón ardiente.
La primera sección del libro se ocupa de la insurrección como partera del Estado mexicano. Pero la rebelión de por acá no es accidental o transitoria, entre nosotros la rebelión es cultura. Y en esta cultura de la insurgencia los indios han sido y son protagonistas destacados. Pero cuidado, los autóctonos no se alzan por que no quieren cambiar; no los inspira una nostalgia reaccionaria. Lo suyo no es la lucha por la tradición sino la tradición de lucha, un cromosoma de rebeldía que es patrimonio genético de la nación.
La segunda parte cuenta la historia del alzamiento de 1994. No la biografía anecdótica sino la reconstrucción sustantiva de un emblemático curso de rebeldía. Emblemático por cuanto en Chiapas se condensa la barbarie nacional y también porque las comunidades indígenas del sureste son el más profundo reservorio de la cultura de la resistencia, el otro México sobreviviente de todas las modernidades bárbaras que en nuestra historia han sido.
En 1994 se revela este México otro, antes tan invisible como Garabombo. Y digo se revela en el sentido fotográfico del término, pues el primero de enero los reactivos de las armas y los pasamontañas hacen emerger, sobre el papel en blanco de la distraída conciencia nacional, el torturado rostro de la patria.
En la tercera y última parte del libro, Gilly nos presenta la insurrección como un mítico espejo de obsidiana. Pero también como el balconeador espejo matutino en que el primero de enero de 1994 los desmañanados mexicanos descubrimos los estragos de la borrachera populista y la cruda neoliberal.
No fue un encuentro de dos mundos sino un descubrimiento. El proverbial ``¡Ya basta!'' desemboza de un solo golpe la miseria, la exclusión y la indignidad, celosamente cubiertas por el discurso triunfalista de la ``generación del cambio''.
Pero los rebeldes de las Cañadas no son los anacrónicos mexicanos del sureste a los que estábamos olvidando en nuestras prisas por navegar la cibernética ``red'' de la posmodernidad. La causa de los alzados chiapanecos es la causa de todos, porque sus agravios son los de todos. Los indios no son nuestro pasado, son nuestro porvenir.
El espejo de obsidiana nos revela el rostro compartido de la exclusión. Exhibe nuestro verdadero rostro. Porque el capitalismo bárbaro del fin de milenio nos excluye a todos: a unos de plano dejándolos a la intemperie y a otros obligándolos a vender su alma para ``accesar'' a la reservada página de la posmodernidad; una carrera de ratas virtual sólo abierta a quienes abandonen sueños y esperanzas; un videojuego donde no valen pertenencias colectivas ni solidaridades horizontales.
Como todo buen ensayo, el libro de Adolfo es también una provocación. En mi caso predominó en la lectura el alborozo por las visiones compartidas, pero no faltó el pleito silencioso con algunos conceptos respingones.
En este artículo me referiré sólo a las reflexiones de mayor alcance suscitadas por el texto.
Para Adolfo no hay duda, el sureste es tan México como el centro y el norte, y su tiempo es contemporáneo al del resto del país. Pero en el texto hay resonancias de la visión del sureste como un ámbito ``premoderno'', ``excluido de la revolución'' y donde ``persisten'' remanentes del pasado.
Yo preferiría pensar que la revolución también fue el regionalismo conservador, la emergencia autonomista de las oligarquías más reaccionarias, que alentadas por la caída del centralizador régimen porfirista reivindicaron su derecho a presidir sus ámbitos regionales. Así, la revolución del sureste engendra líderes finqueros como Fernández y Pineda en Chiapas y los caciques ``sobernanistas'' de Oaxaca.
Y si estas poderosas oligarquías regionales trataron de preservar sus territorios de la invasión norteña encarnada en el carrancismo, no es porque la revolución fuera un producto de la modernidad y un cuerpo extraño en el sureste premoderno.
En un libro reciente he tratado de demostrar que el ``México bárbaro'' de las plantaciones y monterías era el hijo predilecto del progreso porfirista, que el enganche forzoso, el esclavismo franco y los castigos corporales no eran una reminiscencia del pasado sino producto natural de la impetuosa irrupción de las modernas fincas agroexportadoras en un contexto de tenue poblamiento salpicado por comunidades indígenas tradicionales.
La gran falacia de las civilizaciones ha sido postular una exterioridad bárbara, un ámbito agreste situado más allá de sus fronteras donde el orden natural de las cosas exige tratamientos de excepción, comportamientos brutales que contrastan con los modos civilizados más o menos imperantes murallas adentro. Pero lo cierto es que, cuando menos desde el siglo XVI, la barbarie no es el horizonte de la civilización, territorio de salvajes aún no redimidos por el ``progreso'' y a los que se puede someter a sangre y fuego. En verdad la barbarie es el saldo y la cara oscura de la civilización. Y hoy es el closet vergonzoso de la posmodernidad capitalista.
Todas las grandes civilizaciones ocultan un armario lleno de cadáveres. Y el orden capitalista no es la excepción. No sólo por que nace chorreando sangre sino también porque conserva hasta su senectud un lastre de ignominia poco compatible con sus pretensiones civilizatorias. El capitalismo realmente existente es también, y sobre todo, el de la periferia, gobernado a la mala, expoliado sin medida y sacudido por hambrunas. Lo otro es un mito ideológico.
Y en términos de resistencia y rebelión, el corazón del sistema está también en la mal llamada periferia. La coartada de un más allá semicapitalista y premoderno, de cuya perversidad no es responsable el orden metropolitano, ha permitido estigmatizar con el sello del ``atraso'' a las rebeliones realmente existentes del mundo moderno.
Desde las guerras anticolonialistas del siglo XIX, pasando por una revolución rusa inconcebible sin la aportación mayoritaria del mujik y concluyendo en la insurgencia tercermundista del siglo XX, las revoluciones realmente existentes de la modernidad han sido revoluciones periféricas. Rebeliones desde un supuesto ``precapitalismo'' animadas por campesinos, indios, desempleados... Todas revoluciones de los ``otros'', de los que no son auténticos hombres modernos, pues aunque encarnen la cantidad carecen de la calidad de las clases elegidas. Pero si la resistencia es parte medular del sistema, habrá que reconocer que los ``otros'' no representan al viejo orden, que sus luchas no son estertores de un mundo premoderno que se niega a remitir. Y, entre nosotros, proclamar que ``Chiapas es el corazón de México'' significa reconocer que el orden del sureste no sólo es consustancial al sistema mexicano sino que es su expresión más precisa, y que el alzamiento de los indios de las Cañadas puede ser la última oleada de las rebeliones decimonónicas pero es también avanzada de la insurgencia posmoderna.
Ya lo dijo Braudel: ``De esta manera, la civilización habría engendrado la barbarie. Sin embargo, los bárbaros abandonan continuamente sus refugios... Y este retorno rara vez es pacífico''.
Por lo general hablar de indios es hablar de permanencia, continuidad, persistencia. Pareciera que las comunidades autóctonas han resistido y resisten a un mundo que cambia para mal, se mantienen en exterioridad respecto de una historia y una cultura occidental empeñadas en devorarlas. Estas ideas están en el texto de Gilly, pero también el planteamiento de una condición indígena cambiante, dinámica, de un comunitarismo moderno que se proyecta al futuro. Quisiera insistir en esta última propuesta.
El capitalismo, el mercado y los valores de la modernidad no sólo disuelven y niegan a la comunidad agraria -no sólo descampesinizan y desindianizan-, también la recrean y reconstituyen.
Al indudable despojo de las tierras y del imaginario indígenas, hay que agregar la refundación del indio y su comunidad, ya no como realidades autónomas sino como eslabones del moderno orden mercantil y capitalista. Durante la colonia la corona española restituye la comunidad y propicia las ``Repúblicas de indios'', base de la expoliación tributaria y reservorio de brazos laborales. La reforma y el porfiriato arrasan con los pueblos indios que estorban al capital en su hambre de tierras, pero preserva a las comunidades necesarias para abastecer de peones a las fincas, haciendas y monterías.
Y es que los gestores políticos y económicos del gran dinero no son doctrinarios sino pragmáticos y se adaptan a las necesidades del capital aunque violen los principios autoproclamados del sistema.
Ante la inconveniencia de aniquilarlos y la dificultad de transformarlos, el régimen porfirista y las compañías agrícolas por él cobijadas deciden usar a los indios conforme a su condición y configuran un eficiente sistema nacional de trabajos forzados. La Secretaría de Fomento se balconea al respecto en un folleto de 1911:
``Las razas se dividen... en tres grupos principales... el primero comprende los pueblos de raza caucásica creadores de la industria transformadora en gran escala. El segundo compuesto preferentemente de la raza amarilla... parece capaz de imitar el régimen industrial capitalista. El tercer grupo comprende la mayoría de los pueblos indígenas del Africa, de América y de gran parte de Asia... Los individuos de ese grupo parecen incapaces de imitar, como los del segundo, la producción capitalista... En relación con el grado de inferioridad de una raza... los individuos que la forman resultan por su propia naturaleza, trabajadores libres, obligados o esclavizados. La escasez de obreros en México no reviste pues como en Europa un carácter puramente económico, sino que depende de la índole de la mayor parte de su población nativa... la cantidad reducida de individuos activos y constantes es insuficiente para proporcionar a la agricultura los obreros necesarios... (Ante la) imposibilidad material de deshacerse del elemento indígena no queda otro recurso que tratar de afrontar decididamente el problema utilizando a la población rural existente a su índole... Desde hace 30 años el régimen industrial capitalista se va extendiendo a todos los países, pero los principios del derecho de la raza caucásica son poco apropiados para regir las relaciones de dicha raza con las inferiores. La imposibilidad de tener un derecho común para todas las razas se manifiesta principalmente en lo que respecta a la propiedad de la tierra y al trabajo obligado. Así la necesidad de quitar a una población indolente las tierras que no aprovechan, tiene como correlativa la de imponer a los nativos inertes cierta obligación al trabajo, no obstante las teorías que sostienen algunos académicos humanitarios''.
Esto fue escrito por Otto Peust, sociólogo alemán al que el ministro de Fomento -y hacendado esclavista- Olegario Molina puso al frente del Departamento de Agricultura, y constituye una suerte de indigenismo racista. Una teoría antropológica que reconoce el derecho a existir de los pueblos autóctonos... siempre y cuando se sometan a un régimen de excepción que valida los trabajos forzados, los castigos corporales y la obediencia al amo. Y es que la coacción física es la única forma de integrar a los indios al carro del progreso, a una modernidad encarnada en las haciendas y, sobre todo, en las progresistas plantaciones agroexportadoras animadas por el gran capital transnacional.
La revolución norteña opone al sistema de fincas del sureste y al indigenismo racista y esclavista que lo respalda un antiindianismo radical. Reconociendo con generosidad que la población autóctona sí puede adaptarse a las exigencias modernas, el carrancismo le concede a los indios el derecho a ser tratados como iguales... siempre y cuando dejen de ser indios. Este es el espíritu de las ``leyes de mozos'' con las que los jefes constitucionalistas que incursionan en el sureste pretenden emancipar a los enganchados y acasillados; trabajadores forzados que se transformarán en hombres libres -en modernos proletarios agrícolas- por la magia de un decreto que debe abrir paso a los futuros sindicatos. Está por demás decir que las ``leyes de mozos'' resultaron inocuas y que el régimen finquero ha sobrevivido hasta fines del milenio.
No es casual que haya sido Felipe Carrillo Puerto, depositario de la experiencia zapatista en Morelos, el impulsor del proyecto de emancipación indianista más acabado de la posrevolución. En el arranque de la tercera década del siglo, los neozapatistas del Partido Socialista del Sureste y sus bases de apoyo en las Ligas de Resistencia, impulsan una emancipación de los mayas yucatecos cuya piedra de toque es la dignidad. La política de Carrillo Puerto consiste en respaldar la reconstitución territorial, económica, social y cultural de las comunidades, através de la expropiación y dotación de haciendas henequeneras, del ``regreso al maíz'' y de la revaloración de la lengua y la cultura maya. La estrategía consiste en que los indios esclavizados por la casta divina adquieran autonomía y capacidad de negociación respecto de las fincas henequeneras. Justicia y dignidad para los mayas. Nada más y nada menos.
Setenta años después otros mayas, esta vez chiapanecos, emprenden la marcha emancipadora afirmándose como indios y por una vida comunitaria. No es simple terquedad o que no pasen los años. Es que al fin del milenio la barbarie ha cambiado de modos, no de filos. Los neozapatistas de Chiapas, como los mayas yucatecos de las Ligas de Resistencia, miran hacia el futuro. Si aquellos pugnaban por un socialismo agrario peninsular, estos proponen una utopía mundial para el nuevo milenio.
Bien lo dice Adolfo Gilly: ``La particularidad del discurso zapatista es que pone en cuestión disciplina moral y definiciones desde otra ética y otras definiciones basadas en unas sociedades no `anteriores' o pasadas sino actualmente vivientes dentro del territorio mexicano. A partir de esta existencia, no proponen el regreso a ningún pasado sino que abren la disputa sobre el contenido y la definición de esta modernidad presente en la cual ellas también existen''.
Los indios de las Cañadas no son extemporáneos ni exóticos, son nuestros rigurosos contemporáneos en un mundo global donde cada vez tienen menos sentido el concepto de periferia y las supuestas exterioridades precapitalistas.
Los indios no son mejores ni peores, ni más profundos ni menos profundos que los demás. Los indios no son tampoco lo que nos ancla a un pasado virtuoso o deleznable. Los indios son nuestros iguales en la diferencia. Tan mudables e imprevisibles como todo en este fin de milenio. Los indios no son una permanencia sino un modo específico de cambiar.