La inauguración del primer gobierno democrático de la capital de la República significó un fuerte símbolo de la posibilidad de una transición. Fue un acto memorable. Un futo primigenio de la reforma política. Las imágenes de la presencia del presidente Zedillo, del nuevo jefe de gobierno Cuauhtémoc Cárdenas, el excelente discurso de este último, la audiencia muy representativa de la clase política y de la élite mexicana, las buenas maneras, el orden, la disciplina y hasta la cordialidad, nos permiten esperar que las cosas terminarán bien. Hacen un contraste con los incidentes teñidos de iracundia y torpezas que se vivieron en la Cámara de Diputados hasta la madrugada del mismo 5 de diciembre con el rechazo (por error) de la miscelánea fiscal y una reducción al IVA del 15 al 12 por ciento. Los acuerdos duramente logrados estallaron en pedazos. El episodio expresa las enormes dificultades que tendrá un acuerdo para el tránsito democrático.
No debemos exagerar nuestra alarma por estos contrastes. Así como el sistema presidencialista fue considerado en su esplendor por los expertos de dentro y de fuera de clara originalidad, pero de entendimiento oscuro, la transición mexicana es a tal punto barroca, tortuosa, contradictoria que podría tener esas mismas características. En nada se parece a las transiciones latinoamericanas de la última década. La transición en México es un proceso por el cual el Presidente de la República y algunos grupos de la élite, asociados firmemente con las oposiciones democráticas han decidido hacer una reforma profunda para transformar progresivamente el régimen autoritario por otro más moderno y participativo toda vez que aquél está agotado, ha perdido legitimidad, muestra fisuras y conflictos peligrosos.
La iniciativa de reforma política en México requiere para prosperar de dos condiciones; la primera la existencia de una oposición democrática fuerte con capacidad para alternar, que esté dispuesta a involucrarse en el proceso y a pactar con el gobierno las condiciones del tránsito, e incluso rupturas con el pasado, pero cancelando (al menos temporalmente) una confrontación radical. La otra condición es que se mantenga la convicción del Presidente y de una parte decisiva de la coalición gobernante de que sus intereses vitales se verán menos amenazados con el proceso de reforma democrática que con la permanencia del ``sistema'' deteriorado, deslegitimado y en crisis.
Hasta hoy todo indica que se ha mantenido la iniciativa presidencial. Ha continuado prosperando tercamente durante todo el periodo de Ernesto Zedillo sin una regresión importante aunque con muchos desesperantes acomodos tácticos. Es muy probable que el Presidente no haya elegido el camino por convicción democrática o no sólo por ella, sino porque a su juicio la declinación del sistema estaría llevando a aparato a una viabilidad muy escasa. Las presiones sociales obligarán a apresurar el paso de la reforma, pero no son (quizás infortunadamente) el motor del proceso.
A las iniciativas del Presidente deben de responder las oposiciones democráticas. Sin ellas no puede lograrse ni culminarse el proceso de transición. La oposición está dividida ideológicamente, pero es capaz (como lo ha demostrado) de lograr alianzas tácticas. Si la oposición puede mantener una dirigencia madura será capaz de la negociación.
Sin la coincidencia de estos dos elementos; la iniciativa presidencial de mantener el proyecto reformista y la voluntad de la oposición de seguir adelante en el camino de la transformación progresiva y gradual, no sería posible pensar en que el proceso pudiera terminar bien.
Hasta hoy no ha habido un acuerdo nacional por la democracia que garantice algo tan ambicioso como una reforma del Estado. Sin embargo, los consensos y los acuerdos han sido numerosos. Simultáneamente las tendencias a romper estos equilibrios y a destruir los posibles acuerdos se presentan como muy poderosas Estas son las contradicciones inherentes a un proceso de desmantelamiento de un viejo sistema autoritario. En los próximos meses sabremos cuál de las dos tendencias, la de inteligente colaboración o la de rupturas predominará. La oportunidad de la reforma del Estado se va a agotar pronto. Apenas durará unos diez u once meses. A partir de noviembre o diciembre de 1998 los partidos, los dirigentes, los partidos, los grupos parlamentarios y la sociedad entera estarán ya preparándose para la gran competencia para la Presidencia de la República.