La Jornada Semanal, 7 de diciembre de 1997
La imaginación contemporánea le debe mucho a novelas como De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días y Viaje al centro de la Tierra. Sergio Pitol realiza un viaje menos conocido y se adentra en el territorio latinoamericano de Julio Verne. El autor de El arte de la fuga nos lleva a sus lecturas de infancia y al siempre renovado milagro de leer a Verne.
(7, II)
Desde luego, este hijo de un matrimonio de cómicos, quizá bastardo de Michele Grimani, empresario del teatro donde actuaba su madre, Zanetta, nada tenía de noble pero se consideraba con derecho a ser caballero de Seingalt (tal vez errada ortografía de Saint-Gall, Saint-Graal o Sangallo) porque era "uno y el otro" (8, I), porque Casanova era el "autor" de Seingalt (8, II). ¿Y si exagerásemos la onomástica y recordáramos que Giacomo es el hebreo Jakob, "el que suplanta", y Casa Nouva es, en italiano, la nueva casa? En efecto, Casanova siempre estuvo en lugar de otro, hasta que escribió su inconclusa Histoire de ma vie, texto donde, por fin, coincide con él mismo: el personaje que es capaz de narrarse. Y en cuanto a casa, nunca la tuvo propia, siempre anduvo en busca de la casa nueva porque jamás conoció la casa vieja, la casa paterna.
Abandonado por el padre, que desapareció entre cómicos de la legua, abandonado por la madre en manos de una abuela que lo abandonó, a su vez, en pensiones e internados, Giacomo no pudo invocar el nombre del padre y se sintió, desde pequeño, objeto de un desembarazo, en el más romo sentido de la palabra: alguien que es parido y también alguien del que hay que desprenderse. Alguien del que nadie quiere hacerse cargo ni reconocer, que está demás y cuya existencia tiene, por ello, un fuerte componente apócrifo. Ni siquiera la muerte le resultó fidedigna: en el registro mortuorio de Dux figura como Jakob Casaneus, veneciano, de 84 años (tenía en verdad 73).
Entre medias, la cantidad y variedad de sus ocupaciones insisten en la indefinición. Parece huir de un lugar de la sociedad a otro, como si se sintiera perseguido -ciertamente, por quien le arrebató los atributos nativos de cualquier sujeto, el arranque de su historia-, y su tardía incorporación al chivatazo veneciano es la solución clásica del paranoico que se convierte en perseguidor para anularse como perseguido. Abogado, abate, falsificador de mercurio, militar de fortuna, comediante, empresario de teatro, violinista, agente de apuestas en la lotería militar, banquero de juego, fullero, simulado vidente, empleado diplomático, consejero, quizás agente secreto de la masonería o de los jesuitas, o agente doble, mamporrero, carbonario, alcahuete, gestor de la deuda pública francesa, estampador de telas, aspirante fugaz a monje, bibliotecario, estafador en letras de cambio trucadas y cheques sin fondos, mantenido del señor Bragadin y la señora d'Urfé, nuestro hombre no es lo que se dice un ejemplo en cuanto a programa de vida. Mucho menos en ese siglo XVIII en que prosperó la idea de la madurez como paradigma, la biografía por etapas y el razonable abandono de la infancia por la edad adulta, la edad de la razón en el doble sentido de la frase.
Más que un personaje de la Ilustración, Casanova es un residuo barroco: el enmascarado, que tan bien sienta a un veneciano. l mismo propuso la máscara por excelencia: la escritura confidencial, confesional, cuyos límites, muy católicamente, pone el que se confiesa. No hubo en su vida, salvo en el caso de los protectores que lo subsidiaban, personas constantes que dieran fe de su intimidad. Ni semejantes, ni espejos, ni parejas, apenas si algún criado más o menos infiable. Como buen iluminista, en cambio, consideró que el mundo le pertenecía. Y con retranca barroca y anticipación romántica comprobó que no había en ese mundo ningún lugar para él. Indeseable, se sintió libre cuando se imaginó odiado por los otros. Se decidió, entonces, por el dispendio y la ruina, el disfraz de nobleza y lujo que no le correspondía, de nuevo: la moral católica del boato, frente a la moral calvinista del ahorro y la capitalización, que le proponía ese otro enorme y falaz confidente de su época que fue Rousseau.
Ernest Dupré inventó en 1905 la palabra mitomanía. Retrospectivamente, nadie la ilustra mejor que Casanova. No estamos ante el fabulador que se sabe mentiroso, sino de quien miente para persuadirse de la paradójica veracidad de su mentira (Beatriz Guido solía decir que la mentira del cuentero corrige las falsedades de la vida). En este sentido, el rigor del relato casanoviano es tal que facilita hasta la obviedad la tarea del psicólogo. Casanova tiene del mitómano el gusto por la escena insistente: allí donde llegue y encuentre a quien sea, la situación y los personajes se repiten.
Del padre posible, el actor Casanova, Giacomo sólo sabe que es alguien que se gana la vida disfrazándose de otro y que lo ha dejado en manos de su madre. sta, Zanetta, escapó de su casa a los dieciséis años con un comicastro, y ante un gran escándalo familiar. Hizo una vida promiscua y tuvo hijos variados de variados padres, alguno quizá de quien sería a su tiempo Jorge III de Inglaterra. En las memorias, la madre aparece apenas en la infancia de ese niño enfermizo y enclenque que fue Giacomo, siempre a la caza de alguien que se ocupe de sus miserias. Algún encuentro posterior (en Dresde, por ejemplo, y de modo casual) carece de relevancia. Y, según sabemos, cuando la mamá se muestra poco, la madre se derrama por todas partes. El gusto del amante Casanova por los pechos alimenticios, su constante fantasía de ser amamantado por sus mujeres (aunque sean monjas embarazadas, que también las hubo) y por el beso como un mordisco a la sustancia alimenticia, son indicios de un momento infantil no vivido: el niño en los pechos de su madre.
La escena erótica casanoviana se repite hasta la saciedad en sus memorias y resulta un calco en negativo de la madre, de modo que, según dije antes, trivializa toda lectura psicológica. Desde la iniciación por una tal Bettine (1, III) que llega hasta su cama de púber y lo masturba por primera vez, la mujer del mitómano es clara como un destino: "A pesar de tan bella escuela que precedió a mi adolescencia, seguí siendo hasta los sesenta años el incauto de las mujeres."
Siempre hay una virgen adolescente, de precoz desarrollo, que le promete ponerse a su servicio pero que demora el momento del encuentro sexual hasta que decide establecerlo. Casanova espera y obedece. La niña, carente de instrucción y de experiencia, se muestra, no obstante, sabia en amores y elocuente en el diálogo. Por fin, se va con otro, que Casanova considera el hombre "legítimo".
¿Esperan estas vírgenes -la virgen es la compensación a la promiscuidad de la madre, la mujer que seguramente nadie ha poseído- la llegada de esta suerte de falo explorador que las vuelve tan eficaces? En efecto, ellas lo esperan sin saberlo y reconocen al iniciador apenas lo ven, como si se produjera "el grito de la sangre", tan habitual en las novelas de reconocimiento, y de vuelta, propio de una madre que halla a su hijo. La muchacha confía enseguida en Giacomo y le cuenta puntualmente su historia, gracias a lo cual nosotros también la conocemos. Tal vez la chica quiera inmortalizarse y la confidencia al narrador sea la manera por excelencia de perdurar hecha cuento. De todos modos, Casanova no volverá a verla ni, en general, la echará de menos. La cita siguiente será en el libro.
En la cama coinciden hasta la perfección, y ella reconoce, gracias a él, su oculto libertinaje. Y él, como añadido, está señalado para hacerla feliz y, de reflejo, ser dichoso en su rol de chevalier servant. Es curioso, en este sentido, el papel que juegan los celos en el prototipo erótico de Casanova. Se siente celoso de sus mujeres hasta que aparece el rival legitimado. Los celos cesan y Casanova se somete al varón como la mujer se somete a él. En cambio, lo irrita que la rival sea otra mujer y se siente postergado por un personaje femenino que actúa como denegación de su virilidad.
Como amante, Casanova es, superficialmente, una suerte de preceptor erótico, un padre didáctico que enseña a la repetida virgen a hacer el amor. Pero, visto con mayor atención, el resultado es el opuesto: la mujer no necesita aprender nada -al revés que el varón- pues encarna la nativa e infusa sapiencia de la naturaleza. Es él quien recibe instrucción y, siguiendo el ejemplo primero de Bettine, quien acaba siendo el iniciado.
En esta escena prototípica, Casanova se encuentra con su fantasma materno: una virgen que su padre inició en la adolescencia pero que permanece virgen y evita la promiscuidad de la madre real. Es, al mismo tiempo, la mujer que lo espera, que lo desea y que se entrega a él, o sea, lo contrario de su madre real. Pero como se trata de un calco negativo, la experiencia es desazonante: ella acaba yéndose con otro, decidiendo la ruptura o admitiéndola, cuando es el propio Casanova quien la propicia.
En efecto, Casanova no se casa, sea porque reclama su libertad o porque sus proyectos matrimoniales se frustran por algún imperativo social. Sus hijos son abandonados en la Inclusa o en la familia de la madre (lo mismo que hizo su padre con él). A veces, más allá de sus proclamas libertinas, sentirá la nostalgia de una "vida normal": el encuentro con la inexistente mujer capaz de someterlo y dirigirlo, aunque sin hacerle percibir la sujeción: una mujer viril, si se quiere, una mujer que encarne la ley.
Como esta mujer no existe para Casanova, su relación se entabla con el género femenino, con la Mujer, en su inabarcable y variada totalidad. La constancia es, así, imposible, pues la mujer buscada no aparece y las mujeres son diversas entre sí. La constancia, razona nuestro escritor, sería posible sólo si todas las mujeres fueran iguales.
¿Es esta actitud de ver en la mujer al género y no al individuo, donjuanismo? A veces se ha confundido a Casanova con Don Juan, y hasta se ha querido ver en él a un colibretista del mozartiano Don Giovanni junto con Lorenzo Da Ponte, que fue su secretario y con quien coincidió en Praga, junto a Mozart y en tiempos del estreno de dicha ópera. Prefiero distanciar a ambos personajes. Es cierto que Don Juan persigue al género femenino como Casanova, tal vez por una inconsciente identificación con él y su proverbial volubilidad. Pero Casanova busca la relación íntima con la mujer y la satisfacción mutua, en tanto para Don Juan esto es irrelevante, porque su finalidad es la deshonra de la mujer y su inclusión en el catálogo que lleva Leporello, su sirviente.
La imagen casanoviana de la pareja mujer-varón se basa en la coquetería femenina, es decir, en la expectativa de la mujer en cuanto al placer sexual, que ella recibirá y el varón dará. La mujer es la parte activa de dicha pareja, y por eso es quien decide el momento del acceso, sea que se trate de una virgen a punto de cesación o de una prostituta que contrata sus servicios. El convento y el burdel son los dos privilegiados escenarios donde el colectivo femenino aguarda a Casanova. No hay imposición ni, menos aún, violencia en él, como sí las hay en el Tenorio. Casanova es un seductor pero seducir es, para él, aceptar el obstáculo que plantea la mujer, pues lo excitante es, precisamente, dicho obstáculo: virginidad o precio. El estímulo es artificio, falsedad, y lo verdadero de la mujer no interesa si no lo cubre un artefacto, una máscara (6, VIII). Seducir es, en el fondo, dejarse seducir, aceptar la promesa de esa belleza ideal que no existe en ningún cuerpo y cuya cifra es siempre algo figurado, un rostro (figure, en francés, es ambas cosas).
Zanetta quería que Giacomo fuera cura. Es la única formulación de deseos maternos que vemos explicitarse en las memorias. Y Casanova cumple de alguna manera este decreto: se mantiene célibe y libertino como un abate de su siglo.
En tanto, el libro registra 116 amantes, de las cuales no se ha podido establecer a ciencia cierta ninguna identidad. Aquí se produce un llamativo encuentro/desencuentro casanoviano entre mujer y escritura. En efecto, la única amante cuya persona y cartas han llegado hasta nosotros es Francesca Buschini, que no aparece en las memorias. Era una costurera, suponemos que joven y guapa, que convivió con Casanova cuando él volvió a Venecia en 1774. El aventurero pagaba el alquiler de la casa donde habitaban la madre viuda de Francesca y un par de hermanos. La Buschini, según vemos, dista mucho del modelo de amante casanoviana. Más bien es una esposa informal, que le cose los vestidos, le limpia la habitación y le prepara la comida.
Las otras corresponsales de Casanova -Manon Balletti, Cécile de Rggendorf, Elisa von der Recke- no fueron sus amantes y a alguna de ellas ni siquiera llegó a conocerla en persona. ¿Borró hábilmente las pistas el memorioso o puso en escena sus fantasmas mitomaniacos? Luego insistiré en el tema. De momento me detengo en tres personajes casanovianos que me parecen diseñar sus auténticas situaciones amorosas. No ya eróticas ni sexuales, sino estrictamente amatorias, o sea, instaladas en su imaginario.
Una es Fragoletta, a quien encuentra en Cremona y que fue amante de su padre, el cual, por ella, abandonó la casa paterna y acabó conociendo a Zanetta. "Si tu padre no me hubiese abandonado por celos, serías mi hijo. Deja que te bese como una madre", le dice. Y, en rigor, es el único personaje materno, de carne y hueso, de la historia.
Otra es Henriette, contrafigura de la amada casanoviana. Es la mujer sabia, destinada a no hacer feliz a su amante (3, III). Casanova juzgaba a la mujer incapaz de ciencia, al revés que el varón, a quien supera en el razonamiento simple y la delicadeza sentimental. En la admirable novela de amor que es el episodio de Henriette (3, IV), Giacomo la describe como esa femme d'esprit o femme savante destinada a rechazarlo: es inteligente, discurre de letras, le da lecciones de estoicismo y toca el violonchelo, un instrumento entonces vedado a la mujer. Es una hembra viril, si la miramos simbólicamente.
Sus amores acaban siendo tristes, silenciosos y desesperados. Ella está casada y ha huido de su hogar, pero su familia la recupera. l la recordará toda la vida, recibirá alguna carta suya y no volverán
a verse, aunque coincidan en alguna ciudad. El amor es aquí obstáculo, separación, distancia y también, por ello, permanencia. Un amor petrarquiano y no casanoviano. Las palabras de Henriette son las de una amante radical, una madre: "No sé quién eres pero nadie en el mundo te conoce mejor que yo" (3, V).
Más gráfico aún es el episodio de Madame F., en 1745 y en Corfú, ciudad donde tal vez Casanova nunca haya estado. Madame F. coquetea pero se niega al coito. Su sexo es, para ella, "una tumba fatal" donde muere el varón. Para él, un jardín paradisiaco donde renace continuamente. Ella le propone inmortalizar su amor en la abstinencia; él, en la consumación. Por fin, el acto ocurre y Giacomo comprueba que ella es frígida. El libertino se entristece, se siente castrado, denegado en su identidad fálica, enfrentado al obstáculo insalvable del rechazo. Es entonces cuando define la vagina como santuario: el objeto tabú. Ha dado con su madre y es expulsado al mundo, en tanto la amada se aleja, nuevamente, a una infranqueable distancia.
Pero el mundo es circular, un espacio donde Casanova no puede ser padre ni esposo. La madre se interpone entre él y las dos identidades típicas del varón. Siete hijos denegados aparecen en las memorias. Una lleva nombre: es Sophie, hija de Teresa Imer, quien le confía un hijo de otro, del cual Casanova se ocupa apenas.
Sus hijos invocan a otro como nombre del padre. Es como si engendrara hijos para el padre "legítimo" que él no puede ser. A veces engendra para provocar un aborto. La mujer, en última instancia, es la poseedora real del falo: él actúa como el falo del género femenino, un apéndice del deseo mujeril. O, quizá, su proyecto indeliberado es tener hijos con otro varón, feminizarlo o feminizarse a través de la madre ocasional.
Todos los estigmas de inferioridad son compensados por Casanova con la correspondiente megalomanía. De joven y adulto será un varón hercúleo y sano (salvo los episodios venéreos, contados con todo detalle). Y más: aprende a leer en un mes, a los quince años es abate y sueña ser el gran orador del siglo (con tres meses de estudio), a los dieciséis es doctor en derecho, sin detenernos en sus hazañas genitales, desde aquella noche juvenil de veintiocho eyaculaciones, una cada cuarto de hora. Comilón y con tendencia precoz al robo, su avidez se enfrenta con el mundo como botín de guerra.
Algo similar le ocurre cuando se entrevista con figuras que podrían entenderse como parentales, y a las que da lecciones: el abate Galiani (con quien nunca pudo verse, en realidad), Bragadin (a quien engaña como falso adivino y que lo adopta como hijo), Madame d'Urfé (que quiere convertirse en varón por procedimientos alquímico-sexuales y actúa como madre-padre), Voltaire (a quien enseña literatura italiana), el Papa (que lo escucha una hora, como si no tuviera nada que hacer), Federico el Grande (quien le pide consejos sobre legislación fiscal), Catalina de Rusia (con la que discute teológicamente sobre la muerte) y Olavide (a quien dictamina sobre las Nuevas Poblaciones de Andalucía). En estos personajes, seguramente, Casanova halla a un padre que lo escucha y lo trata de igual a igual.
Las memorias abundan en reflexiones sobre el amor, no todas congruentes. Ante todo, conviene tener en cuenta que el verbo francés aimer no coincide plenamente con el español amar. Cuando Casanova dice que ama, que está amoureux, significa, normalmente, que está excitado, que alguien le gusta. Creo que sólo cuando la mujer es un obstáculo radical, porque tiene algo de viril, es cuando Giacomo se enamora en sentido estricto, según hemos visto. Se lo dice tempranamente Lucie (1, IV): "Querido abate, el amor es un tormento para vos, lo siento. ¿Es posible que hayáis nacido para no amar?"
El sexo casanoviano tiene un definitivo componente: la destrucción. En la saciedad, desaparece. Busca su muerte. El acto sexual es, entonces, un "dulce crimen" (7, I). El coito, un sacrificio (evento que vuelve sagrada a la víctima, la mujer), un asalto seguido de rendición. Por ello, el derecho al amor es el derecho del más fuerte. Pero ¿quién es el más fuerte? ¿El sacrificador o la sacrificada?
El que ama cree ser llevado por la curiosidad, ir en pos de un conocimiento. El placer, en efecto, no se consigue si no interviene el corazón (órgano del sentimiento y la memoria) y se empobrece si no actúa el lenguaje. En este sentido, tiene algo de artificial, a pesar de su apariencia impulsiva. Pero luego se transforma en un dios infantil, que exige risas y juegos y conduce a la locura, viejo tópico platónico: rapto, enfermedad, dulce amargura, amarga dulzura, monstruo divino, indefinible y paradójico (2, V), éxtasis (separación del alma y el cuerpo) y engaño: cierta noche, creyendo estar con una mujer, está con otra, completamente distinta, y comprende hasta qué punto el objeto amoroso es irreal y ficticio, pudiendo conducirlo a esta infernal experiencia.
Este indefinible amor, sin embargo, resulta para Casanova el mitre de la nature, es decir, el señor y el instructor de la naturaleza (5, VIII), algo tal vez comparable al Eros clásico, un ser a medias divino y humano que asegura la unidad entre la dispersión de las cosas, traidor y engañador pero que si surge del frío es capaz de elevar al hombre por encima de su ser. "El amor es el dios de la naturaleza, pero ¿qué es la naturaleza si su dios es un niño malcriado? Lo sabemos y, a pesar de ello, lo adoramos" (8, IX).
Estas fintas filosóficas del amor casanoviano nos llevan a una encrucijada del pensamiento ilustrado, naturalista por un lado y racionalista por el otro. No podemos amar fuera de la naturaleza, que es caprichosa e indiscernible como un dios que fuera, al tiempo, un niño. Pero no podemos amar sólo con lo natural del amor, sino que nos hace falta la intervención del espíritu (sic) que convierte el odio, el hambre y la urgencia genital en placer. Con ello, arribamos a otro campo especialmente ilustrado: el valor ético del placer. Hay una elección de objeto, de objeto bueno y, por lo mismo, un acto (aunque no sea un juicio) de valor en la opción por lo placentero. Lo que nos gusta (en francés: lo que amamos) está cargado de bien.
En tanto natural, el mundo, con todos sus males, es inmodificable. Casanova encarna el costado pesimista de la Ilustración (pesimista es una palabra que se supone inventada por Lichtenberg, en alemán, en 1776 y Casanova la usa en francés cien años antes de que la Academia la acepte). Pero también los ilustrados eran deístas y la naturaleza era, para ellos, el lugar de la Providencia, en la cual Casanova confía a pesar de sus protestas contra el estoicismo. Confía en ella cuando juega a los naipes, cuando se va a la cama con una de las 116 mujeres y alguno de los equis mancebos del caso, o cuando despacha una de las tantas suculentas comidas descritas con fruición desdentada en sus memorias.
Las memorias se interrumpen antes de llegar a la fecha de su redacción. La repetición de escenas y personajes desmiente el principio ilustrado de la madurez y el progreso por etapas. El tiempo sólo parece afectar a la potencia sexual de Casanova. Pero hay un elemento sugestivo mayor: la consumación del incesto con Leonilda, la hija que tuvo con la napolitana doña Lucrezia. Digo sugestivo porque en los apuntes de Casanova se dice que no recuerda si con Lucrezia tuvo una hija o un hijo. Consumar el incesto es renunciar al rol de padre, pero la confusión sexual tiene que ver con otro de los tantos ocultamientos de las memorias: las relaciones homosexuales de Casanova, que él mismo documenta en sus fichas y que su amigo el príncipe de Ligne, que conocía bien el tema, le recuerda con sorna en una carta.
A veces, Giacomo observa que, haciendo el amor con una o dos mujeres, confunde su sexo con el de ellas. Hay episodios de voyeurismo en que resueltamente él observa al varón y anota sus detalles físicos. Pero la imagen de otro varón potente -por ejemplo, el atlético y cariñoso Edgar, que lo salva del suicidio en Londres- lo inhibe sexualmente. Un par de secuencias (con el ruso Lunin, que le hace claros avances, y con el sastre florentino que exhibe un notable apéndice genital) están oscuramente evocadas, sobre todo teniendo en cuenta la prolijidad casanoviana en la materia. Otras disimulaciones confluyen en lo mismo: si le gusta un mancebo, supone que es una mujer disfrazada, si le atrae un castrado, le gusta como mujer, y siempre el homosexual es otro al cual señala: Winckelmann, el embajador Mocengino, los temibles habitantes de Calabria, los abates romanos, etcétera.
No es la única maniobra de ocultación que Casanova despliega en sus memorias, y no por falta de espacio (en tres mil páginas hay sitio para todo). Tampoco nos cuenta sus actividades como masón, carbonario o confidente policial. Sus actividades secretas permanecen secretas y la interrupción de las memorias cuando se acentúa su confidencialidad homoerótica no deja de levantar alguna perplejidad. ¿Ocultaba el género femenino, en la mitomanía casanoviana, al género masculino? ¿Ocultaba la madre desdeñosa al padre desaparecido? Cuando se plantea la reencarnación, dice que prefiere volver a ser varón y de ninguna manera mujer, a pesar de que ellas gozan más que ellos, porque reciben el placer en casa (sic). ¿Por qué tanta explicación? ¿Y por qué puntualizar que el obstáculo al placer femenino es el miedo a la preñez? ¿Lo experimentó alguna vez Casanova?
Me parece que la clave puede estar en la concepción casanoviana del impulso sexual, que es originario de la mujer, fuerza uterina. La parte inicial y activa del sexo es su mitad femenina. Lo masculino es complementario, tardío y secundario. Cuando un varón desea es porque se siente deseado por la mujer y poseído por el deseo, esencialmente femenino. Y en ese momento de la alquimia sexual es cuando aparece la confusión, la identificación con el otro, que es, en realidad, la otra. Enmascarado, Casanova se fuga y recupera su mitad consabida. Pero ha de volver al encuentro impostergable y, en definitiva, imposible. Lo hará en un texto inconcluso, como la vida misma, y cuando la vejez, que se habrá llevado casi todos sus dientes y lo aloje, sexualmente jubilado, en una biblioteca que es su destino final, le otorgue el gran poder senil de señorear sobre su vida, convertida en un cuento.