La Jornada Semanal, 7 de diciembre de 1997
Adiós, señor Presidente
El principio básico del poder supremo era paradójico: los ciudadanos ansiaban con vehemencia un Presidente fuerte, dueño de la autoridad indisputable, capaz como ninguno, con las dotes de un orador incandescente, el aura de un padre bondadoso, los desplantes de quien todo lo puede y el carisma de un caudillo legendario; pero a la vez, pese a la profundidad de sus deseos, esa figura mítica y todopoderosa, que hablaba en discursos monocordes y se filtraba en los sueños, era un monstruo aborrecido por todos. Por eso, después de muchos y tortuosos años de cavilaciones, los ciudadanos se decidieron a despedirse del Presidente.
El primer paso para lograrlo fue quitarle el brillo y la inmunidad de que había gozado en la prensa. Como si fuese un acuerdo tomado por consenso, sus declaraciones en los periódicos fueron extinguiéndose como los rescoldos de un viejo brasero, y las críticas hacia su persona y sus desempeños empezaron a proliferar, primero con cierta timidez, después sin recato alguno, y a la postre como una competencia muy cerrada de burlas y descalificaciones. El paso siguiente fue privarlo de la jefatura de su propio partido, con lo cual los candidatos a gobernadores de los estados que habían sido designados por él perdieron en sus respectivas elecciones, y los diputados de su partido se enfrascaron en una serie de disputas internas que los llevaron de la orfandad política a la parálisis legislativa.
Metidos en ese carril, y para sorpresa del propio ejército, los diputados despojaron al Presidente de la jefatura máxima de las fuerzas armadas. Inicialmente, para guardar ciertas formas, decidieron dejarlo como Comandante de la Zona Central de la República; posteriormente, para evitar confusiones y recelos con los demás oficiales del mismo rango, lo degradaron a subcomandante; finalmente, para evitar equívocos aún mayores, lo redujeron a cabo.
Al final del sexenio se pasó de la afrenta al escarnio: los años de gestión presidencial se acortaron a la tercera parte del periodo constitucional y, entre una tempestad de críticas a las remuneraciones del Presidente, se legisló para reducir sus ingresos al salario mínimo, sin ningún tipo de prestaciones, ni límite de duración de la jornada máxima, ni días de descanso, y desde luego sin participación de utilidades de ninguna índole. Los viáticos anuales del Presidente se redujeron a la delgada cinta de una serie de boletos del metro, y la residencia presidencial se mudó a una modesta habitación en la colonia Jardines del Retiro.
Sin embargo, con las postreras fuerzas de un agonizante, el Presidente acabó su mandato. El último día de su gestión no hubo aplausos ni discursos. El cambio de la banda presidencial fue casi invisible porque la banda se había cambiado por un minúsculo fistol, y la atmósfera que pesaba sobre la concurrencia era de entierro. Pero en el momento en el que el nuevo Presidente tomó posesión de un poder reducido a la nada, como por ensalmo ocurrió una metamorfosis insólita en los anales de la política: el Presidente alzó la voz, levantó el pecho y con la vista puesta en el porvenir dijo: "Sé perfectamente que todos quieren un Presidente fuerte, dueño de una autoridad indisputable, capaz como ninguno y, para decirlo con palabras simples, con los suficientes huevos como para salvar a la patria. Pues bien: he llegado." Entonces, afloraron las dotes de un orador incandescente, el aura de un padre bondadoso, los desplantes de quien todo lo puede y el carisma de un caudillo legendario; esa figura mítica y todopoderosa, que empezó a hablar en discursos monocordes y a filtrarse en los sueños sin que nadie tuviera la ocurrencia de que el nuevo ídolo llegaría a convertirse en un monstruo aborrecido por todos.