La Jornada Semanal, 7 de diciembre de 1997
ENTREVISTA CON ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Nacido hace 41 años en Jaén, España, Muñoz Molina, pasó de organizar conciertos de jazz y música clásica en alguna oficina de Granada, a ser un escritor leído aquí y allá, traducido en 17 lenguas y con varios premios en su haber, entre ellos, dos nacionales de literatura y el Planeta 1991 por El jinete polaco.
Podría decirse que es usted un hombre exitoso. Traducido en varias lenguas, uno de los autores españoles más vendidos y reconocidos en su propio país. ¿A sus 41 años se siente consolidado?
-No creo que un escritor pueda sentirse consolidado. No voy a ocultar que prefiero que mis libros sean leídos a que no lo sean, pero la parte principal del trabajo de un escritor es lo que interioriza. Como escritor nunca has conseguido nada porque nunca has escrito el próximo libro, y el próximo libro te importa más que cualquier otro. El éxito verdadero del escritor está en ciertos logros interiores; hay una cosa que no se debe olvidar nunca y es que las circunstancias exteriores desfavorables no tienen por qué significar gran cosa. Mucha literatura excelente no ha tenido reconocimiento, pero de eso tampoco se puede deducir que la literatura excelente nunca tiene reconocimiento. Uno de los mejores libros del siglo XX es Lolita, un bestseller tremendo en su tiempo. Y El llano en llamas de Rulfo fue un libro secreto durante mucho tiempo y ahora es un libro universal. Nadie se puede apoyar en las circunstancias exteriores.
-Bueno, pero tendrá sus ventajas.
-Sí, se puede disfrutar de las ventajas de tener más lectores; esa ventaja, por ejemplo, permite que no tengas que ir a trabajar a una oficina. Puedes sentirte halagado por determinadas cosas, pero también tienes un trabajo suplementario que es mantener la intimidad y la tranquilidad, no dejarte arrastrar por esa especie de torbellino de invitaciones y eventos que te vuelven estéril. En ese sentido soy radical: yo no voy a ninguna parte, al menos que sea algo excepcional, pero por sistema no doy conferencias, ni participo en actos sociales, ni fiestas de estreno.
-¿Es el peligro de los grandes premios?
-Más que nada es el peligro de la notoriedad. ¿Por qué llevan a la gente a la televisión? Porque ya ha ido a la televisión. ¿Por qué se entrevista a la gente? Porque ya ha sido entrevistada. No es por ningún mérito: ¿por qué la gente es conocida?, porque es conocida. En la prensa del corazón hablan de los famosos y se da la paradoja de que lo único que se sabe de esas personas es que son famosas, no tienen otro mérito que ser famosos.
-¿Sin el antecedente de la dictadura no habría hoy esa especial proliferación, aquí y allá, de autores españoles?
-Seguramente. Aunque es muy difícil especular cómo sería la historia si no hubieran ocurrido determinadas cosas. Fue muy importante que por primera vez una generación, la mía, se hiciera plenamente adulta en libertad. Y cuando en la segunda mitad de los ochenta la agente de mi generación empieza a publicar algunas novelas que tuvieron reconocimiento -el caso de Javier Marías, Julio Llamazares o el mío propio-, habían pasado diez años de la muerte del tirano, y creo que eran momentos en los que España estaba ingresando en la libertad realmente; lo que ocurrió fue, no ya que se escribieran novelas, sino que se produjo un encuentro entre esas novelas y el lector, cosa que antes no ocurría, la gente no solía leer masivamente novelas españolas en España, se leían otras cosas, pero no españoles. Siempre me ha parecido que más que la irrupción de unos cuantos escritores, lo importante fue la irrupción de una masa considerable de lectores.
-Ello promovió la reedición de libros...
-Claro. Había una dialéctica. Por ejemplo, cuando se publicó mi primera novela, pasó bastante desapercibida; más tarde, con Invierno en Lisboa, mi primera novela que tuvo éxito, un éxito inesperado, empecé a tener muchos lectores, y le pasó lo mismo a Julio Llamazares con Luna de lobos, y le pasó a Marías que había comenzado a publicar muy joven, a los 19 años, pero cuando empezó a tener muchos lectores fue en los años 87-88 con El hombre sentimental y Todas las almas.
-¿Este incremento de lectores no tiene que ver con una moda?
-La moda afecta, pero no afecta exactamente a la literatura. La moda afecta o propicia que se lean libros como El Perfume o El nombre de la rosa, libros muy bien hechos y que responden a una especie de alto consumo cultural, libros con atractivos culturales tope. Otro libro con éxito monstruoso es El mundo de Sofía; lo que ahí veo es moda. Con respecto a la novela española, más que de moda hablaría de una sensibilidad que empezó a ocurrir en la época de los ochenta. Hay veces que una obra de arte, una canción, una película, un libro, por algún motivo hacen cristalizar un estado de sensibilidad que ya existía, pero que si no hubiera sido por esa obra no se habría revelado.
-¿Y el apoyo comercial?
-A mediados de los ochenta era muy limitado. Los autores de las novelas de más éxito desde 1985 hasta 1990 pasaron de escritores desconocidos o primerizos a escritores establecidos -en términos sociológicos, no en términos de consagración, que es una cosa en la que no creo-. En 1985 yo terminé una novela y no tenía un editor que quisiera publicármela y en 1990 era un escritor que tenía un público, una editorial y expectativas de lectores muy grandes. Bien, en ese tiempo, casi todo lo que se publicó fue por casualidad; en literatura las leyes son muy dudosas, en esto también hay una parte de azar. El apoyo comercial que tuvo Julio Llamazares para Luna de lobos fue nulo, porque era un escritor desconocido, y no digamos el que tuve yo: cero. Y te lo digo por mi propia experiencia de escritor. Esas cosas de los lanzamientos y promociones no existían. El único que había entonces era el Premio Planeta. Todo lo demás era casualidad. Del Invierno en Lisboa se hizo una primera edición de tres mil ejemplares, y mi libro anterior había vendido mil 700. Pues Invierno... va por la trigésima cuarta edición y ha vendido 300 mil ejemplares, sin que jamás se haya publicado un anuncio. Ya con esta estabildad, entonces sí, un libro mío o de Marías por supuesto que tiene un lanzamiento.
-¿El público ha adaptado sus gustos a ciertos escritores como suele pasar con la pintura? Es decir, ¿gustan porque así como se dice de un cuadro que es un Van Gogh, un Picasso, un Monet, de igual forma dicen ahora, es un Marías, un Pérez-Reverte, un Muñoz Molina? ¿Se está etiquetando la literatura?
-No me gustaría que así fuera. Creo que es muy peligroso que el escritor se convierta en su propia marca. Cuando uno tiene un libro de éxito, puede tener la tentación de repetir la fórmula; hay quien lo hace y le va bien, pero eso me parece muy peligroso. Yo procuro, en la medida de mis posibilidades -la inspiración humana es limitada-, explorar caminos distintos dentro de mi trabajo. Pero a veces el escritor, por falta de imaginación, por halago, porque quiere acertar otra vez en el mismo sitio, lo que hace es escribir una parodia de sí mismo, repetir el producto. Como hacen algunos músicos: "una canción ha tenido éxito, hagamos otra igual".
-Se tiene miedo a la caída, después de las alturas.
-Te insisto, eso de las alturas, de trepar, de ascender, de ser el número uno, son términos norteamericanos. A mí todo ese lenguaje me parece muy antipático.
-Sí, pero España ya se ha adueñado de él, sólo hay que ver las librerías, las listas de los semanarios, de los periódicos. Los más vendidos, los más leídos, los más...
-Sí, sí, es muy desagradable. Yo tengo una norma con respecto a eso: le exijo a mis editores que nunca pongan el número de libros vendidos; tú nunca verás una novela mía, en un anuncio o en la solapa, que diga "ciento y tantos mil ejemplares vendidos", eso lo tengo prohibido, pero hay gente que juega a eso. Yo no soy un puritano, ni nada de eso, vivo de mis libros, de mis lectores, no tengo otro trabajo, no soy rico por mi casa, pero creo que ahí no está la literatura. Cuando publiqué mis primeros libros trabajaba en una oficina y no tenía ninguna expectativa de dejar esa oficina; yo era feliz haciendo aquellos libros y habría seguido así mi vida entera y no pasa nada. Nadie tiene la obligación de comprar un libro. Yo no puedo dar por seguro nada de lo que me ocurre. No soy norteamericano. Me acuerdo que Borges decía que él era un mero escritor sudamericano, pues aquí somos meros escritores españoles. Aunque algunos colegas míos parece que son Michael Crichton.
-¿Es una profesión ser escritor?
-No es una profesión, entendiendo que nunca hay un progreso seguro, de que dependes muchas veces del azar, de que se te ocurran o no se te ocurran historias. Un abogado no tiene retroceso en su formación, difícilmente será peor abogado a los cincuenta años que a los treinta; un escritor, en cambio, puede ser pésimo a los cincuenta. Escribir no es una profesión, es un oficio, porque es algo a lo que te dedicas diariamente y, más que un oficio, escribir es como un trabajo artesanal.
-¿Cómo escribe?
-Hay una parte de escribir que consiste en no escribir. Proyectos que uno tiene en la cabeza, en los que se piensa con mucha frecuencia. Recuerdo un día que iba por la calle, una tarde de mayo que había una tormenta, y de pronto me di cuenta de que esa tormenta podría entrar en el proyecto de una novela corta que tengo en mente, un poco por azar. Y luego viene un momento en que uno se sienta y empieza a descubrir cosas, pero los libros no están escritos hasta que no se escriben.
-¿Por qué la niñez de Plenilunio?
-Porque evidentemente es el estado máximo de vulnerabilidad. Por eso es tan atroz la crueldad que se ejerce sobre los niños. Un amigo fotógrafo, que ha hecho un libro sobre las minas antipersonales, me explicaba algo estremecedor: que hay unas minas que se llaman mariposa, pequeñas, que son de colores justo para atraer a los niños. Eso es muy fuerte.
-En una parte dice que la gente se acostumbra a lo peor. ¿Nos hemos habituado a la muerte como nos acostumbramos a cepillarnos los dientes?
-Parece que sí, el ser humano se acostumbra horriblemente a todo.
-¿Hemos perdido el valor de la contidianidad? ¿Todo es monótono hasta que algo irrumpe imprevisiblemente y decodifica ese valor perdido de la vida diaria?
-Lo que nos falta es conciencia de lo frágil que es todo. En Occidente damos por supuesto que si uno se enferma va haber un hospital que lo atienda, damos por supuesto que si se abre el grifo, va a salir agua, eso forma parte de la vida cotidiana. Pero eso sabemos que para el 90 por ciento de la humanidad no es así. Ese 90 por ciento sabe que las cosas son muy frágiles, pero el resto no lo sabe. También tendemos a pensar que las desgracias les ocurren a otros. Tenemos el corazón muy duro y no nos importa lo que les hagan a los demás mientras no nos pase a nosotros. Entonces en Plenilunio quería mostrar cómo el sufrimiento y el crimen que ocurren un día en el periódico o en la televisión, se quedan para siempre en la vida de la gente.
-¿Por qué nos atrae tanto el misterio de la muerte, por qué leemos historias que nos acercan al oscuro mundo de la crueldad? ¿Por qué las páginas más desgarradoras son las que con frecuencia devoramos más rápido? El asesinato, la niña tendida, muerta.
-Lo que yo te puedo decir es que para mí escribir esas páginas fue lo más desagradable y nunca las volvía a releer, se las di a mi mujer para que lo hiciera. Nos atrae eso, igual que nos atrae asomarnos a un pozo o a un abismo, porque es una cosa horrenda, una cosa horrenda que está dentro de nosotros. Ahora, sobre esa atracción que es evidente, hay que tener mucho cuidado de no regodearse, de no convertirla en mercancía. Yo sentía que tenía que escribir eso, pero sabía dónde detenerme porque siempre respetaba a víctima, porque me da mucho asco el 90 por ciento del cine que consiste en la exhibición pornográfica de la crueldad.
-Después de leer cinco o seis hojas seguidas -las de las manos-, sin pestañeo alguno, uno dice: "¡Caramba, que facilidad para escribir!" Pareciera como si el texto le brotara del alma. ¿Le brota del alma?
-La verdad es que sí, concretamente hablando del tono de ese capítulo, está escrito de un tirón. Ahora, no es que escribir brote del alma, más bien tiene que ver con la maduración de las ideas, del modo; es como el músico que toca como si se hubiera abandonado a la música, y en realidad eso es el resultado del máximo entrenamiento; sólo cuando se domina, cuando uno se ha familiarizado muchísimo con esa música, puede permitirse el lujo de abandonarse, y entonces quizá cuando estás completamente empapado del mundo que quieres contar, te pueden ocurrir esos momentos de arrebato. Un libro entero no se escribe así, pero sí una página.
-¿Plenilunio está basada en hechos reales?
-Sí, mira, es una cosa que aquí en España no he querido decir, porque yo sembré pistas falsas; dije que lo había leído en un periódico americano, pero la verdad es que está basado en un hecho que ocurrió en Granada hace 10 años, entonces yo vi las fotos del juicio y he seguido muy de cerca el núcleo del crimen. Un tipo que mata a una niña de nueve años e intenta matar a otra de 13, luego lo detienen. Eso es real. Tengo el proceso, tengo las fotos, el hallazgo del cadáver, todo eso es real; luego el policía, la maestra y demás me lo he inventado yo, pero el núcleo es estrictamente literal, aunque prefiero no decirlo acá.
-El final está cargado de optimismo, ¿de qué hay que ser optimistas en este fin de milenio?
-Hay una cosa que distingue la vida de las novelas: las novelas se acaban, pero la vida no. En la vida todo se prolonga, como aquel presagio viejo español: mientras hay vida hay esperanza. Cuando uno es adolescente le gustan los finales fuertes, el final del suicidio. Luego te das cuenta que, como dice Quevedo, lo fugitivo permanece.
-¿En qué cree Muñoz Molina?
-Creo que el mundo puede ser mejor y que eso depende de que los seres humanos hagan que prevalezca la inteligencia sobre la ignorancia, la razón sobre el oscurantismo, la solidaridad frente a la rapacidad. Creo que las cosas pueden ser mejores -creo que también las cosas podrían ser infinitamente peores. Creo que es necesario una revolución social y personal para que el mundo sobreviva.