Esta noche, durante la clausura de la Feria de Guadalajara, Vicente Leñero será distinguido con el Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez que en ediciones anteriores han recibido el propio Benítez, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Jaime García Terrés. La dedicación a la escritura de Vicente Leñero se mide bien por una anécdota de su vecino Emilio Carballido. Los más prolíficos dramaturgos del país viven a unas cuadras de distancia. Cuando el autor de El relojero de Córdoba construyó su estudio, lo escogió en sitio elevado, la tercera planta de la casa, para poder vigilar a Vicente Leñero: "Sólo dejo de escribir cuando se apaga la ventana de Vicente", dice Carballido. Sostener el ritmo de trabajo de Leñero es un programa de atletismo, y no es de extrañar que el corpus de Carballido se acerque al centenar de obras. Leñero es como esos detectives que sustituyen el sueño por un regaderazo de agua fría y están despiertos para que los demás puedan dormir; en lo que echamos una siesta, despacha un guión de radio, una adaptación cinematográfica, una novela, un reportaje, una obra de teatro, cualquier género que le convenga a la prosa. El sustrato esencial de su literatura es lo que ya ocurrió pero pide ser dicho de otro modo: el caso Excélsior, un célebre asesinato, la olvidada historia del guionista cubano que hizo que América Latina llorara en episodios con El derecho de nacer. Leñero dispone de una mirada exigente y caprichosa para escoger temas en el abarrotado almacén de la realidad. En ocasiones, se sirve de un asunto prestigiado por la opinión pública (la heterodoxia religiosa en Pueblo rechazado, la insurrección del EZLN en Todos somos Marcos), pero también se detiene en asuntos nimios, las cosas que se fugan por una coladera o se olvidan como un trámite sin gloria (la instalación de un tinaco en La gota de agua, las cajas que encierran los enseres cotidianos en La mudanza). Los fantasmas de Leñero pertenecen al intrincado elenco de lo diario; para él, "imaginar" no es un viaje rumbo a lo desconocido sino una exploración de las posibilidades ocultas en la norma, en lo que sucede sin que nadie lo anuncie como epopeya. La vida odia las tramas, transcurre con arbitrariedad, sin preocuparse de lucir coherente; lo extraño es que si la soportamos es, en buena medida, porque podemos narrarla, porque organizamos las emociones en tragedias y aventuras. La dilatada obra de Leñero es una reflexión sobre el relato con el que dotamos de sentido al paso de los días y la prueba de que lo único que le falta a la realidad para ser perfecta es que tenga una historia. La imaginación del autor de Asesinato atraviesa territorios muy precisos, en los que no se puede hacer trampa con los ingredientes. Tal vez por esto le gustan tanto los deportes, las canchas donde lo improbable sucede con reglas definidas. En ¡Pelearán diez rounds...!, obra en la que Pipino Cuevas actuó sin distanciamientos brechtianos y le rompió una costilla a José Alonso, o en las siete derrotas de Los perdedores, Leñero traza un doble juego donde los protagonistas deciden su destino entre encestes, pelotazos y golpes bajos. De acuerdo con Jorge Valdano, el entrenador deportivo debe propiciar "un espacio donde las virtudes se sientan cómodas". No es otra la táctica de Leñero: en situaciones restringidas, encuentra una zona de libertad. A estas alturas de su producción, lo real es el defensa que le entregó la pelota y nunca encontró la forma de marcarlo. Virtuoso de la adaptación, Leñero descubre una liebre en cada gato y transforma un guiso en otro sin que baje la temperatura de su estufa: Los albañiles es una novela que es una obra de teatro que es un guión de cine. Por si fuera poco, ha sido personaje central del periodismo en Revista de revistas, en el Excélsior de Julio Scherer y en los primeros veinte años de Proceso. Quienes trabajamos en las atribuladas salas de redacción siempre estamos demasiado cerca de la hora de cierre y de la insuficiencia cardiaca. Por esas crueldades de la fortuna, el texto que nos urge se atasca en el fax o simplemente no llega y en cambio recibimos el generoso envío de alguien que desea ser proclamado genio en líneas ágata. Cuando los ansiolíticos y la fe no dan para más, el mejor remedio para recuperar la confianza en el periodismo y en el prójimo es llamarle a Vicente Leñero, entre cuyos méritos figura el de imponerse condiciones más severas que las que podría idear el más punitivo jefe de redacción. Si uno desea el texto en tres semanas, Vicente lo entrega en dos; si uno le pide que no rebase diez cuartillas, despacha nueve y un tercio para dejar espacio exacto para la ilustración. Lo único que Leñero necesita para crear es que la realidad ocurra. Es el milagro que hoy celebramos, la insólita pausa del maratonista. Y la noticia de ocho columnas es, por supuesto, que la carrera continúa.
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El poeta Arquíloco, que floreció en Grecia hacia 650 antes de Cristo, tiene un epigrama en el que dice:
Chupaba como chupa su cerveza,
La tranquila imagen no estaba en nuestro elenco imaginario: un griego bebiendo cerveza, y con popote. Los egipcios bebían cerveza, pero los griegos nos remiten de inmediato a la vid, la cultura mediterránea del vino. Aristóteles tomándose una cerveza a la sombra de un plátano. No es una imagen consabida. La buena literatura se hace combinando talentosamente lo consabido con lo insólito. Pero, ¿cómo era el tarro en la Grecia clásica?, si era de barro cocido, ¿de qué grueso? ¿Has tomado cerveza con popote?, ¿por qué no? Tampoco está en nuestro elenco griego la nieve, y, sin embargo, en Troya nieva a veces. ¿Cómo se abrigaban los héroes combatientes? Sólo Akira Kurosawa podría filmar una batalla de la guerra de Troya bajo la nieve. Qué espectáculo sería, con Aquiles, Héctor y Ayax gesticulando con esa tremebunda ferocidad tan japonesa en el blanco inmaculado de la nieve reciente. La belleza se construye contrariando las apacibles obviedades de lo consabido imaginario. Te invitan a una conferencia. Vas a regañadientes. Pero el conferenciante no habla, es un mimo que diserta sobre la vida sexual de las flores, y se mueve con delicada expresividad sobre el estrado. No te lo imaginabas: en tu catálogo de conferencia figuraba "persona que hace una exposición verbal", claro que no así, dicho. Entonces, ¿cómo?, ¿la imagen mental de un hombre hablando? No necesariamente. El dato de tu catálogo es algo que te sabes, no que te dices. Si tú sabes que hay cien mil variedades de escarabajos, ¿tienes la imagen mental de muchos escarabajos diferentes? ¿Te lo dices? No, simplemente lo sabes, no tienes por qué formularlo. Parte interesante de los elencos imaginarios es que no están formulados, y por eso, en parte, son difíciles de percibir. Imagina una supermodelo, cosmopolita, tan hermosa y llamativa como la que más en la pasarela internacional de la gran moda. Pero como escribió por ahí Beckett, "está en perfecto dominio de todas sus facultades, salvo la de la visión", es decir, es ciega. Si tú la ves deambulando por la pasarela ante la mirada de los expertos, no adviertes su limitación. Sin embargo, su presencia tiene algo de inquietante. ¿Qué es? En este caso las obviedades contrariadas no son fáciles de percibir. Dada su ceguera, la gracia y coquetería de la modelo no pueden estar dirigidas, y se hacen por completo internas, sin apuntar, y, por lo tanto, inmotivadas, artificiales. Y, por otra parte, ella no puede verse en el espejo y no ha podido aprender las lecciones del reflejo de su propia figura. Su belleza es entonces ingenua y confiada. Y hay algo patético en una belleza que no puede corroborarse ni en la mirada aprobatoria y codiciosa de los otros ni en la propia. Belleza será, mas belleza desvalida, y tal vez por eso, con no sé qué pureza emocionante. Ahora vemos en acción, sin salirnos del orden de espectáculos y conferencias, a la coherencia imaginativa. Supongamos que asistimos a una conferencia y el conferenciante aparece en una camilla de la que cuelga una botella con suero, y, asistido por una enfermera, empieza a hablar con voz débil, dificultosa y casi agónica. ¿Y qué supone de inmediato el público que lo mira y oye sorprendido? Pues que lo que va a decir es muy importante. Porque eso es lo coherente con el esfuerzo, sin duda heroico, que está presenciando. Pero no, tanto el tema como la articulación de la conferencia son triviales, digamos que deliberadamente banales y rutinarios. Y el enfermo terminal sigue hablando, cada vez con mayor dificultad, la enfermera se acerca y trata de convencerlo de que suspenda la conferencia, el agonizante se niega, sigue hablando y el público teme estar oyendo sus últimas palabras. La situación es incoherente, y ¿qué sucede cuando la coherencia es rota? Se suscita el absurdo. La escena que acabamos de describir podría formar parte, sin ningún desdoro, de una canónica obra de teatro del absurdo. Contrariar regularidades sin mantener la coherencia, igual a absurdo: esa, tan sencilla, es la fórmula de ese teatro, y no hay otra.
El homo longimotor
Quizá no sea del todo absurdo afirmar que el control remoto de la televisión es el mejor modelo de la relación que ha establecido nuestra cultura entre tecnología y misticismo. La pequeña caja plana con botones que cambia canales, sube volúmenes y hasta ajusta la imagen de la pantalla, es la intersección de los poderes que adjudicamos a lo divino y a lo maquinal; es el artefacto que canaliza los anhelos y deseos elementales de una especie obsesionada con mover cosas a distancia. Sin duda, el origen de nuestra fascinación por afectar objetos sin tocarlos radica en que el principal poder de los dioses, lejos de sus dudosas motivaciones, es la capacidad de crear y mover cosas a distancia. Así, desde que el hombre lanzó el piedrazo original, el homo erectus se transformó en homo longimotor. James Gorman especula que: "la característica que define al hombre no es el uso del lenguaje o de las herramientas, sino el desarrollo del control remoto". Al poder actuar más allá de los límites que impone el contacto inmediato del cuerpo, el hombre se volvía poderoso, se proyectaba fuera de la prisión de carne y contrarrestaba la insoportable sensación de pequeñez que le impone el universo. En diversas mitologías hay seres capaces de mover cosas sin tocarlas. Uno de los fundamentos de la magia es el deseo de transformar las cosas desde lejos. En la actualidad, muchos creen en los poderes telekinéticos y se imaginan que algunas de las grandes obras de la antigüedad, como las pirámides y las estatuas de la isla de Pascua, fueron creadas mediante fuerzas invisibles controladas por la mente. Esos portentos sin duda pertenecen al terreno de la superchería, pero no hay duda de que el poder de actuar a distancia nos ha transformado más que ninguna otra cosa desde el descubrimiento del fuego; basta tratar de imaginar lo que seríamos sin telecomunicaciones, armas de fuego, telescopios y máquinas teledirigidas.
El mundo del fast forward
La relación que mantenemos con el control remoto de la tele nos habla de nuestra necesidad de afectar el mundo sin movernos. Un estudio reciente, citado por el autor de A Geography of Time, Robert Levine, indica que no es raro que el televidente cambie de canal 22 veces por minuto. Aunque no nos interese verdaderamente ver otra cosa, el simple hecho de poderlo hacer sin gastar energías nos invita a ello. De hecho, a mayor cantidad de canales es mayor la velocidad con que se oprimen los botones. Si no se ofrecen mejores programas, por lo menos se ofrecen muchos. Entre más podemos más queremos "ver", como si el recorrer decenas o cientos de canales fuera el equivalente a contar nuestra riqueza o alimentar nuestra mente. El poder de afectar a distancia ha transformado el comercio, las guerras, la exploración y la ingeniería civil, pero más dramáticamente ha alterado nuestra percepción del mundo. Cambiamos de canales como si quisiéramos aprovechar cada instante de nuestra vida. Esto es una manifestación de que padecemos el síndrome del botón de avance rápido; apenas perdemos la paciencia, queremos que las cosas se aceleren y desfilen frente a nuestros ojos en cámara rápida. Hasta 1973 la audiencia televisiva se estimaba de programa en programa; desde entonces, los índices Nielsen se calculan minuto por minuto: un segundo sin entretenimiento hace que el público, armado con su control, busque otra alternativa (según un estudio de la NBC, un espectador de cada cuatro encuentra algo mejor que hacer en cuanto termina un programa). La curiosidad científica se convierte aquí en ahuevada exploración superficial. El verdadero sueño de la tecnología es ofrecernos un control remoto para todas las cosas, fenómenos y seres.
Fetichismo a distancia
Pero entre todas las cosas que queremos controlar sin tocar, una sobresale e inquieta particularmente: la ilusión del sexo a distancia. El miedo al sexo opuesto, al compromiso y a las enfermedades venéreas, ha empujado a muchos a creer en una utópica sexualidad remota. El sexo remoto tiene partes iguales de fanatismo religioso y tecnológico. Si bien la inoculación a distancia es una realidad desde hace varios años, a través de las técnicas de fertilización in vitro y otros procedimientos, faltaba inventar un medio que pudiera procurar estímulo erótico y placer sexual sin la necesidad de contacto directo, ni la complicada infraestructura emocional, ni los estresantes requerimientos físicos que involucra el coito. El sexo virtual aún es mero vaporware (como se llama en la jerga de computación a las innovaciones que residen en la imaginación); no obstante, es posible que en unos años la tecnología cibersexual (denominada con fines especulativos teledildonics) se desarrolle realmente. La motivación es suficientemente fuerte como para poner a girar a la industria hasta que se obtengan resultados. No hay que ser psicoanalista para intuir que el sexo virtual es producto, por una parte, de un viejo rechazo al cuerpo, y por otra, de la sustitución del pene por el control remoto. Además, este tipo de fetichismo, de por sí abundante, amenaza con volverse mucho más común en un futuro cercano.
Naief Yehya
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