Las preciosas cabras de Arroyo Zarco al aparecer en el ruedo generaban una ausencia de toros en el aire, un vacío de torería dentro de otro vacío de más torería. Aire que no era más que un cabril susurro, tan débil, tan descastado que no podía mover ni una pluma. Un cachondeo le recorría la piel a las cabrillas a la luz de la media luna en deleite mágico, mientras se ocultaban sus pitoncitos contra los cuernos. Es más, se podían oír sus vocecillas cuando la plaza guardaba absoluto silencio, al ser el susurro el sonido más leve que existe. Lejos estaban las cabrillas de provocar la más mínima emoción, a pesar del agasajo que se dio Cavazos con ellas.
El espíritu de la plaza estaba silencioso y se adentraba en el recuerdo de las tardes en que aparecían toros por toriles y permitía oír hablar a las cabras con la brisa del ruedo a la que perseguían. Las miradas divinas de las cabras, coquetas como ellas solas, eran más, mucho más que sus ojos aterciopelados. Una separación inconfundible de anaranjados, azules, rojos sangre y amarillo capote, comunicaban con las madres de la cabras. Un áurea luz violeta en torno a los curveados cuerpos de las cabras sugería calma en medio de tanta excitación. Al marcharse rumbo a la carnicería con el lomo vuelto picadillo en salsa molcajeteada de chile ancho sentían el roce de la carne interna, alfilerada por los picadores. La tersura de su piel más suave que la del mármol traducía ondulaciones femeninas al tendido.
El más leve contacto de la carne cabreada aumentaba la habilidad de la plaza para leer sus huellas y embelesarse. El redondel se levantaba como una hamaca al revés y revoloteaba cuando rodeaba la cintura de los toreros con la mirada y pedían ser miradas. Mientras las contemplaban con fijeza, las miradas de las cabras simulaban ser agua que les devolvía las propias imágenes. Un reflejo de luna sobre el ruedo hacía sentir a las cabrillas de Arroyo Zarco que se abrían las puertas de su espíritu y aparecía una música ranchera ondulada. El desorden de la mente les asaltaba como el embate enfurecido de las olas y los pensamientos no sabían cómo mantenerse a flote contra una corriente que ellas provocaban con tal conmoción.
Las miradas de las cabrillas fueron sombra fugaz que se perdía a la luz de la media luna y se alargaba hasta la azotea de la plaza iluminándola en todo su interior. Después se volvían revelación misteriosa sin desaparecer. Un pozo endemoniado que las llevaba a esconderse y rajarse ante los capotes de manera indescifrable. Misteriosas embestidas que traspasaban la sensualidad de insondeables abismos de una visión nueva que trascendía la belleza de sus ojos negros en unas y como moras en otras. Cirios que parpadeaban al final de la tarde el rosario que representaba la fuerza mansa de la naturaleza, ya desaparecida la fuerza bruta representada en los pitones de los toros.
El espíritu de la plaza se representa con nuevos significados de un toreo con cabrillas mononas a las que desorejaron --gracias al juez de plaza-- los toreros, después de acariciarlos con la dejadez con que se acaricia a los inválidos. Desorejeo a tono con el público cavacista que salió feliz después de verlo repetir la misma película ratonera de hace 30 años a las monadas de cabrillas que desfilaron por la Plaza México. Nos quedamos con ganas de ver con toros a Vicente Barrera y a Mario del Olmo, quienes se desempeñaron de acuerdo a las circunstancias.