Ciertamente, no es nada fácil gobernar desde un oficio, cuya esencia política encerró Disraeli en una sola palabra, disimulo, con todo lo que ella significa en tolerancia, acercamiento, comprensión... e hipocresía. Un oficio donde el enemigo no sólo debe ser identificado, sino tenerle cerca, incluso con la esperanza de que deja de serlo, pues la política es la ciencia suprema del diálogo y la convivencia. Lejos de aquella concepción hermética que Tsao Tsao heredó a China en su tiempo: Prefiero ofender a todos cuantos viven bajo el cielo que permitir que nadie que vive bajo el cielo llegue a ofenderme a mí. Lejos, por supuesto, de las valoraciones demagógicas que confunden las virtudes con los vicios y creen que los puestos vienen por las apuestas. Cerca, más bien, del espíritu irónico y conciliador del socialista francés Guy Mollet: La conciliación es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos.
Pero lo que la política, sobre todo, es arte en todas sus escalas y definiciones elementales. Arte de gobernar, arte de poblar, arte de administrar, arte de elegir, arte de negociar, arte de la oportunidad, arte del equilibrio... O arte de lo posible como resumiera Bluter, con el añadido anónimo o genérico de que para lograr lo posible hay que intentar muchas veces lo imposible. Con acento sarcástico, Dumur derivaría que la política es el arte de servirse de los hombres, haciéndoles creer que se les sirve a ellos. Antonio Cánovas del Castillo, el que dijera que en política lo que no es posible, es falso, nos dejaría esta definición: Política es el arte de aplicar, en cada época de la historia, aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible. Para Harold Bloom la influencia literaria es la política del espíritu.
En cuanto afán de servir a los demás, atendiendo sus necesidades y gustos, contribuyendo a la perfección cívica y moral de la sociedad, el oficio de la política pertenece a la noble vocación de la generosidad, por encima de sus debilidades y contradicciones, en función de lo mucho que tiene que ceder y conceder, que recordar y olvidar.
Sin embargo, no conviene engañarse. El de la política es un oficio que atrae demasiados egoísmos, propicia la corruptela, acoge la claudicación y la traición. El cinismo suele emparentarse con la falacia. Es triste, pero si se tiene la paciencia de revisar los compendios y glosarios dedicados al análisis y calificación del oficio político, se encontrará que cerca del 80 por ciento de esos textos son de carácter negativo, adverso al hombre político; burlones y de ironía aplastante.
Por supuesto, el oficio político se apoya en la propaganda que es una de las más complejas ingenierías. No sólo tiene que armar la campaña limpia del convencimiento, sino neutralizar la campaña oscura del rumor venenoso. Tiene que enfrentar el elogio contra la difamación; el testimonio contra la falsedad; la confianza contra el miedo; la serenidad contra la provocación... Está obligada a crear su propios barómetros de opinión pública, con sus métodos de seguimiento para conocer y ajustar las tendencias populares antes de que éstas sean opinión determinante. Requerimientos suyos son segmentar los públicos y adecuar a ellos los mensajes, desde el mitin multitudinario hasta el trabajo celular de grupos específicos; concebir para cada medio la técnica de cada discurso; buscar la noticia que ponga el medio al servicio del mensaje propio y no al revés; cultivar la comunicación de persona a persona; de boca en boca, de oreja a oreja... Identificar y glorificar a un líder central en función tanto de un partido, como de un pueblo, de una nación.
La acelerada rapidez de los cambios, modificando la relación del tiempo y el espacio, alterando ritmos y estilos de vida, constituye el acontecimiento más impresionante e inapelable de nuestros días. Provoca marginaciones y anacronismos; cambia lo que hasta la víspera parecía incambiable. El fenómeno se refleja de manera más directa y determinante en una palabra que, a la vez, se ha escindido en dos significados: comunicación. La comunicación abarcadora de los transportes por tierra, mar y aire alcanzando la velocidad del ultrasonido, y la comunicación de los medios de difusión con su logro máximo: la instantaneidad y la simultaneidad. Esto es, las telecomunicaciones. En los umbrales del nuevo milenio nos dan escolta los satélites, nos servimos de la digitación globalizadora y el internet nos da acceso, de ida y vuelta, a la transmisión de los mensajes más útiles y caprichosos. O sea, nos enfrentamos a una auténtica revolución en nuestros hábitos expresivos y receptivos.
Imposible que el hombre político de hoy pueda sustraerse, él sobre todo, a la metamorfosis derivada de esta revolución comunicativa. La realidad le impone nuevos parámetros y el oficio otras herramientas. Una y otras están condicionando su futuro. El tránsito de una cultura escrita a una cultura visual se ha acelerado. Ese atributo tan deseado y necesario en el hombre político de hoy, la imagen --la envoltura sensible de identidad a que aludía Weber, en el concepto clásico del carisma-- está a merced de nuevas reglas. A partir del sujeto mismo, de su gracia y virtudes intrínsecas, hay que reelaborar su presencia externa, su cosmética electoral, del ser al parecer, en ese desequilibrio de la apariencia, impuesto por el público masivo. Las nuevas tecnologías de la comunicación disminuirán la distancia que media entre una promesa y su cumplimiento; entre la verdad y la mentira; entre el culto a la inmoralidad y la corrección social. Y algo más dramático: la pequeña porción de vida privada que pudiera quedar al hombre político será acechada implacablemente por las guillotinas de los antiguos y de los nuevos medios de comunicación, con sus técnicas aclamadoras y demoledoras.
Toda actuación política se valora por sus frutos desde su vínculo con el poder. Mitterrand señaló los cuatro atributos para ser un buen gobernante: trabajo, inteligencia, imaginación y coraje. A ellos hemos agregado los tres que condicionalmente marcan el destino del hombre político: que sea y se vea honorable, saludable y presentable. Pero ninguna virtud es suficiente si no cimienta el requisito más exigible y esencial en la vida política: el de la credibilidad.