El éxito o el fracaso de los procesos civilizatorios está determinado justamente por su eficacia para derrotar o, por lo menos, para controlar la tendencia innata del hombre a dominar, por cualquier vía, a sus semejantes.
Desde la organización más primitiva, la tribal, hasta la más avanzada, el Estado democrático, el hombre ha buscado crear una serie de códigos, de mecanismos de castigo y recompensa, de recursos éticos y prácticos, capaces de hacer de la convivencia la forma privilegiada para las relaciones humanas.
Cuando la violencia estalla y los mecanismos de control desaparecen, la organización social entra en crisis y, casi siempre pasando por periodos de anarquía, se mueve hacia otros capaces de recuperar el valor esencial de la comunidad social.
Es en estos momentos de tránsito, de zozobra, cuando surgen todo tipo de ofertas que se proponen como las necesarias para volver las cosas al orden, las más de las veces relacionadas con la imposición de la disciplina, del uso de un mayor grado de fuerza. Estado prefascista se ha llamado a esas zonas grises en que la convivencia humana pierde su vitalidad y sacude la armonía social.
Son muchas las razones que influyen en la violencia, desde las aparentemente objetivas, la insuficiencia y la pérdida de expectativas derivadas de las crisis económicas; hasta las subjetivas, que surgen en el espacio profundo del ser social; el de la cultura.
No es similar la violencia en Chiapas, a la que se esparce por Tijuana o la ciudad de México. Parecidas en sus efectos, son muy diferentes sus causas y en sus fines.
Es sin duda la violencia, cualquiera de ellas, el mayor de los problemas que los mexicanos enfrentamos, es ella la causante de la crisis de la primera función del Estado: brindar seguridad a la población. Consecuentemente, es la causa del mayor desgaste del ejercicio de gobierno.
La gran cruzada a la que nos convoca el presidente Zedillo para hacer frente a la violencia, junto con el anuncio de medidas concretas (reformar la Constitución para impedir que ausencias o insuficiencias jurídicas posibiliten que se evada la justicia, establecer un gabinete de seguridad pública, articular la coordinación con gobiernos estatales, etcétera) significa, como manda la democracia -de abajo hacia arriba y de regreso- que esta vez la delincuencia tendrá que hacer frente al enemigo unido. Sociedad y gobierno, cada quien en su ámbito, con los medios a su alcance y de acuerdo a sus capacidades. Sólo con la participación de todos, en un esfuerzo constante, de largo plazo, tendremos éxito.
Junto con las medidas orientadas a reprimir la violencia y algunas de sus causas, no debemos olvidar que el trasfondo del problema está en la pérdida sistemática de valores, en la sustitución de paradigmas profundos por los superfluos e irrealizables de acumular y poseer, de privilegiar los vicios sobre las virtudes.
Para esta batalla, el gobierno dispone de las herramientas institucionales y legales. Para la reconstrucción de los valores, son la sociedad, los individuos, la familia, los medios de comunicación, los únicos que -unidos- podemos realizarlo.
Sin comprender a la violencia desde el espacio de la cultura y hacer de la educación la vía para actuar, cualquier esfuerzo que hagamos será efímero y muy probablemente tendrá repercusiones aún más perniciosas que la violencia misma.
A la delincuencia también se le combate con solidaridad, participación, confianza y responsabilidad compartida de todos los mexicanos.
En la lucha contra la violencia, no hay que equivocarnos, gobierno y sociedad tenemos que estar del mismo lado: el del apego al derecho, el de la paz y la tranquilidad.
Educar y promover la organización social son los caminos efectivos y legítimos para restablecer la convivencia y derrotar la absurda profecía de estar condenados a aplicar la violencia para erradicarla.
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