Rodrigo Morales M.
¿Qué sigue?

Los renovados sainetes de la Cámara de Diputados nos ofrecen una actualización de la pérdida de ubicuidad que parece dominar a muchos de nuestros legisladores, y a no pocos de nuestros funcionarios. La llegada de la pluralidad no se ha visto acompañada de la moderación, y mientras la colaboración siga siendo sinónimo de claudicación me parece que seguiremos viviendo episodios bélicos entre los diputados. Escenarios de guerra donde debiera estar el más elevado espacio de diálogo.

La votación de la miscelánea fiscal fue una preocupante lección de descontrol. Los acuerdos entre los líderes parlamentarios no operan en el pleno. Así, para sorpresa de propios y extraños, la votación de la miscelánea conoció derroteros absurdos. Los diputados del llamado G-4 reconsideraron su posición, pretendieron regresar a comisión el dictamen y, en la votación, por una inexperiencia soberbia, rechazaron la iniciativa. El PRI por su parte, apelando al formalismo, en lugar de reponer el procedimiento pretende que el costo político del episodio recaiga en los partidos del G-4, aun a costa de sacrificar sus convicciones en la materia. El desmesurado resultado es que nadie se reconoce en lo producido por la votación.

Y más allá del impacto económico que la no renovación de la miscelánea fiscal pudiera tener, y además de las necesarias adecuaciones que habrá que hacer a la Ley de Ingresos, el saldo más preocupante del episodio ha sido constatar el nivel de las negociaciones. Reponer un clima de concordia cuando los diputados parecen entregados a sumar agravios no será sencillo. Pareciera además que el trabajo político central de los líderes parlamentarios ahora se deberá concentrar más hacia el interior de sus fracciones que hacia afuera.

Es de sentido común que en esta época haría falta un Congreso cuya fortaleza provenga no sólo de las atribuciones que están a su alcance, sino de la solvencia de sus integrantes. Un escenario extremo de 500 legisladores ``independientes'', todos actuando a conciencia y bajo una disciplina partidaria relajada, sería desastroso. Y a las tensiones que pueda haber en las diversas fracciones hay que sumar la errática disposición del Ejecutivo para resolver sus relaciones con el Legislativo, lo que sin duda contribuye a exacerbar las pasiones. Todo indica que mientras las relaciones políticas básicas no se normalicen, la tentación de hacer una crisis de todos y cada uno de los asuntos, estará presente.

Fundar la construcción de arreglos en la tensión indiscriminada, nunca ha sido una buena receta para recomponer entendimientos. Con episodios como el de la miscelánea todos pierden: nadie puede celebrar avances, y las nuevas heridas son evidentes.

La pregunta inevitable es ¿qué sigue? Si persiste la tensión en la relación entre poderes y dentro del Legislativo, no sería extraño que en próximas colaboraciones estuviéramos hablando de crisis o controversia constitucional, pero aun si las prisas y la urgencia recomponen algún arreglo, hay que insistir en que no se puede perpetuar un modelo de negociaciones en que el tiempo (su carencia) sea el factor dominante.

Una verdadera normalización democrática no evade el conflicto -por demás inherente- pero sí logra mínimos de certidumbre para procesar los diferendos. Nuestra ruta de cambio político, en cambio, parece empeñada en maximizar la incertidumbre. Ojalá pronto se sienten las bases de un acuerdo político nacional que merezca ese nombre.