La Jornada lunes 8 de diciembre de 1997

MILLENNIUM Ť Enrique Semo
Los bárbaros del norte

Las grandes civilizaciones antiguas florecieron en medio de un mar de pueblos menos desarrollados, pero más vitales. El encuentro entre los dos mundos adquiría con frecuencia características extraordinariamente violentas y destructivas, pero servía para difundir los beneficios de la civilización y renovar el vigor y la energía perdidas de las sociedades más evolucionadas.

Aun cuando un explorador griego había escrito sobre esos misteriosos habitantes del norte hacía dos siglos, los pueblos del imperio romano sólo se enteraron de su existencia unos cien años antes del inicio de la era cristiana. Y la noticia llegó envuelta en el pánico.

Se decía que medio millón de bárbaros marchaban desde el norte, que habían derrotado tres ejércitos romanos, que su llegada era inminente y el desastre, inevitable. Sin embargo, los temores resultaron prematuros. En el año de 102 a.C., cuando intentaron penetrar en Italia, Gaius Marius los enfrentó y derrotó en dos sangrientas batallas, postergando la desgracia.

Los romanos los bautizaron con el nombre de ``Germani'' y les aplicaron rápidamente el apelativo de bárbaros, el cual daban a todos aquellos que no hablaban griego o latín, porque a sus oídos los idiomas extranjeros sonaban a un ``bar-bar-bar-bar'' ininteligible.

Las tierras ocupadas por los antiguos germanos cubrían un tercio de la superficie de Europa que abarca lo que más tarde serían los países de Alemania, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia y una parte de Polonia. La región estaba cubierta por espesos y extensos bosques que tenían gran abundancia de renos y alces, animales que hoy sólo se encuentran en el extremo Norte.

Las diferentes tribus que recibían ese nombre compartían idioma, cultura y rasgos étnicos que denotaban un origen común. Los germanos eran más grandes y fuertes que sus contemporáneos de las costas mediterráneas y aun cuando su armamento y su arte militar eran rudimentarios, eran guerreros temibles. Pueblo belicoso en el cual abundaban las violentas lucha intestinas entre los jefes y sus séquitos, los germanos eran también capaces de urdir, en momentos de necesidad, grandes alianzas entre las tribus.

Al entrar en contacto con la elaborada civilización romana, se vestían todavía de pieles y vivían en rústicas chozas de troncos de madera, agrupadas en desordenadas aldeas. La vida social giraba alrededor de una comunidad campesina, igualitaria y democrática, pero individualista. Casi todos eran iletrados y el poder estraba en las manos de jefes que gozaban de atribuciones limitadas y temporales. Practicaban la caza, la ganadería pastoril, y una agricultura rudimentaria. La propiedad privada era desconocida y la tierra se redistribuía cada año, para frenar la diferenciación social. Ese cuadro contrasta con los esplendores de la Roma imperial, la riqueza de sus provincias y la molicle en la que vivían sus élites.

Empujadas por el crecimiento demográfico y la atracción que ejercían las riquezas de los pueblos sureños, las tribus germánicas se lanzaron en olas irresistibles a la conquista del sur y el occidente, subyugando a quien se les opusiera. La primera gran ola se inició el 31 de diciembre de 406 con el cruce del Rin, cubierto de espesos hielos. Dos décadas después, los vándalos habían tomado Cártago y en 480 surgían ya en tierras romanas, los primeros Estados bárbaros: burgundios, visigodos y vándalos. Sus triunfos iniciales no fueron muy duraderos, pero olas posteriores tuvieron efectos más profundos en la sociedad y la cultura de Europa.

En ese proceso de expansión, los germanos supieron también convivir y aprender haciendo suyas muchas de las costumbres de los vencidos, socialmente más avanzados. De esta interacción surge el feudalismo, sistema que dominó la vida europea durante cerca de mil años (siglos VI a XV), y que es, en esencia, una síntesis de las instituciones de la Roma antigua y de las de los germanos, cuyo impacto sobre el mundo moderno fue decisivo.

A miles de kilómetros de distancia y en un entorno natural muy diferente, la misma relación entre los pueblos civilizados y bárbaros se repetía. En lo que hoy es el Norte de México, vivían una serie de pueblos étnica y lingüísticamente diferenciados, que los habitantes del Centro llamaban chichimecas, otorgando a veces al nombre, la misma acepción peyorativa que daban los romanos al concepto bárbaros. Sus lugares de residencia eran extensas áreas áridas o semiáridas, salpicadas de oasis más benignos y zonas irrigadas.

Su economía y su organización social eran muy disímiles y abarcaban desde las bandas igualitarias de recolectores-cazadores, hasta los grupos mayores que practicaban la agricultura, tenían cierta estratificación social y contaban con una organización política más compleja. Sin embargo, todas ellas contrastaban en su austeridad con el esplendor de las grandes civilizaciones mesoamericanas.

Los grupos nómadas vivían de la recolección de vegetales entre los cuales el nopal, el mezquite, el agave, los tubérculos y las yucas desempeñaban un papel fundamental. Cazaban el venado, la liebre, el conejo, las codornices y las ardillas y, en el caso de vivir cerca del mar o de algún lago, practicaban la pesca y la caza de aves lacustres.

Tanto las fuentes prehispánicas como las coloniales coinciden en pintar a los chichimecas como guerreros temibles. Extremadamente móviles y frugales, eran capaces de recorrer grandes distancias para aparecer en los lugares y momentos más inesperados. Eran muy diestros tanto con el arco y la fecha que introdujeron a Mesoamérica, como con sus cuchillos de pedernal, macanas y hondas. Muy hábiles en organizar emboscadas y asaltos fugaces, los hacían más mortíferos aun con el uso de flechas envenenadas que disparaban con gran velocidad y mortal puntería.

Los chichimecas mantenían contactos regulares con los habitantes sedentarios de Mesoamérica que propiciaban las influencias culturales recíprocas y un flujo de intercambio que llevaba del norte al sur pieles, turquesas y peyotes y, en sentido inverso, granos, cerámica, textiles, metales y adornos.

A principios del siglo X, Tula fue fundada por una emigración chichimeca-tolteca que se fusionó con los nonoalcas locales, pero los grandes movimientos migratorios se registraron a partir del siglo XII, llevando oleadas de chichimecas hacia el sur. La información que tenemos sobre esas invasiones es bastante confusa, pero sabemos que entre ellas destaca la de los grupos que hablaban el pame, otomí y mazahua y que fueron dirigidos por un jefe legendario llamado Xolotl. En los códices y fuentes escritas del siglo XVI, se les pinta como gente bárbara, nómada y belicosa, armados de arcos y flechas. Se les representa vestidos de pieles y se les ubica en ambientes áridos, simbolizados por cuevas, mezquites, nopales y biznagas. Sin embargo algunos investigadores sostienen que hay suficientes indicios para suponer uan organización social y política bastante más compleja de la que hacen suponer esas representaciones óbviamente malintencionadas.

Las huestes dirigidas por Xolotl y más tarde por su hijo, Nopaltzin, se posesionaron de una vasta región, sin demasiada resistencia de sus moradores autóctonos, Xolotl la dividió en cuatro provincias cuyos puntos extremos eran el Nevado de Toluca, Izúcar, Atlixco, Cofre de Perote, Huachinango, Tulancingo, Metzitlan y Cuetzalan. Y si bien fundaron importantes ciudades regidas por señores poderosos, nunca lograron crear un poder central. A esta ola invasora, siguieron otras de tepanecas, otomazahuas y acolhuas.

Según Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, la nueva estirpe gobernante consolidó su poder mezclándose con los nobles de los antiguos habitantes de la Cuenca de México respetando la presencia autónoma de pueblos de cultura superior.

Los matrimonios mixtos entre linajes nobles y el aprendizaje de costumbres e instituciones, transformaron en pocas generaciones a los chichimecas y proporcionaron una nueva vitalidad a las viejas sociedades locales, más avanzadas.