Para una opinión pública nacional, bombardeada por informaciones sobre acontecimientos políticos inéditos, esperanzadores, preocupantes y ciertamente espectaculares, acaso hayan perdido fuerza los reiterados reportes escritos, difundidos en éste y en otros medios acerca de la indignante situación en la que subsisten decenas de miles de indígenas chiapanecos, a cuya marginación, explotación y miseria ancestrales se agregan ahora, a casi cuatro años de la sublevación del primero de enero de 1994, los efectos de la presencia militar en sus tierras, así como las agresiones criminales de guardias blancas, grupos paramilitares y demás agentes violentos de los intereses oligárquicos y antidemocráticos que detentan los poderes político y económico en Chiapas.
En tal circunstancia, las imágenes del reportaje de Ricardo Rocha titulado ``Chiapas: testimonio de una infamia'', difundido el domingo pasado por Televisa, constituyen un recordatorio visual -ineludible para una conciencia nacional adormecida- sobre la existencia de una porción del país que vive una intemperie, un abandono y una saña que sólo se producen en escenarios de conflicto bélico. Ante este documento, México debiera estar obligado a asumir que en una porción de su territorio se desarrolla una guerra contra los más desamparados de sus habitantes, los más desposeídos, los sobrevivientes de siglos de despojo, opresión y hambre.
Debe considerarse que la zona recorrida por Rocha y su equipo, la de Chenalhó, es sólo uno de los muchos rostros exasperantes del conflicto chiapaneco, uno de los muchos frentes dolorosos en los que se ha ramificado la confrontación declarada en enero de 1994 y que hoy, debido a tales aristas, la polarización social y la política de la entidad, es mucho más difícil de resolver que hace cuatro años; hoy que la situación se agrava cada día sin que se exprese una voluntad política clara para ir a las causas de fondo de la insurrección indígena. Cada nuevo agravio, cada nombre adicional en la larga lista de asesinados, cada nueva comunidad a la que le son quemadas las casas y robadas las cosechas, alejan las posibilidades de alcanzar por la vía del diálogo y la concertación la paz justa y digna y el estatuto de plena igualdad que la nación le debe a los indígenas de los Altos y las Cañadas de Chiapas y de otras regiones.
En la persistencia de esta infamia salta a la vista la responsabilidad de las autoridades estatales, las cuales no sólo solapan la violencia estructural contra las comunidades que buscan organizarse -en lo político y en lo productivo- de manera autónoma, sino que, según todos los elementos de juicio disponibles, la propician activamente. Tampoco puede ocultarse, por otra parte, que los grupos paramilitares y las guardias blancas actúan de manera más desembozada e impune justamente en las regiones donde es más marcada la presencia del Ejército Mexicano.
También resulta insoslayable la responsabilidad del Ejecutivo Federal, por su rechazo a la propuesta de reformas constitucionales y legales en la cual la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) del Congreso de la Unión plasmó los puntos sustanciales de los acuerdos de San Andrés, y en la medida en que tal rechazo derivó en el estancamiento del proceso pacificador y en la gravísima descomposición del panorama político y social del estado, con sus consiguientes costos de muerte, violencia, polarización, desintegración de comunidades y sufrimiento humano. Resulta obligado preguntarse el motivo por el cual los ámbitos gubernamentales insisten en que las condiciones sociales que dieron lugar al conflicto chiapaneco ya han sido superadas, cuando resulta evidente que la situación de los desplazados de guerra en los Altos de Chiapas es igual de grave -o peor, porque data de mucho tiempo atrás- que la de los damnificados que dejó el huracán Paulina en Oaxaca y Guerrero.
No puede negarse, por otra parte, el relajamiento y la pérdida de interés que ha experimentado en estos cuatro años la sociedad civil. Ha de recordarse que si en las primeras semanas de 1994 los enfrentamientos pudieron ser detenidos, y si logró evitarse la reactivación del conflicto después de las acciones represivas gubernamentales de febrero del año siguiente, ello se debió, en primer lugar, a las movilizaciones de grandes sectores de la población contra la guerra.
Hoy resulta indispensable y urgente que se reactive la exigencia social de una voluntad política clara e inequívoca para resolver la miseria secular, la opresión estructural, el despojo sistemático y el terror represivo y organizado que padecen estos mexicanos en su propio país, los cuales, en medio del lodo, la niebla, el hambre, las enfermedades y la persecución, siguen ofreciendo al resto de la nación lo único que les queda: la dignidad.