La Jornada martes 9 de diciembre de 1997

Carlos Fuentes
Oscar Arias en Guadalajara

Hace diez años se firmaron en Esquipulas los tratados que pusieron fin a una guerra centroamericana que arrancó, por lo menos, desde el derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Guatemala en 1954, gracias a una conjura de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), la oligarquía guatemalteca afectada por las reformas económicas y sociales de los gobiernos de Arévalo y Arbenz y, finalmente, la casta militar dispuesta a servir con la fuerza armada a las dos fuerzas anteriores: la oligarquía local y el gobierno estadunidense.

Las oligarquías estaban equivocadas: no se daban cuenta de las reformas introducidas en Guatemala a partir de la revolución de 1944, redundaban en su beneficio ampliando la base de la propiedad y el consumo mediante la educación, las comunicaciones y la reforma tributaria.

Estados Unidos estaba equivocado: no se daba cuenta de que retrasar las indispensables reformas en América Central, armando a los ejércitos para combatir supuestas conspiraciones comunistas, era la mejor manera de crear condiciones para la inestabilidad y la insurgencia. En vez de buscar a sus aliados en el fortalecimiento de la democracia, el desarrollo económico y la sociedad civil, los gobiernos de Washington exigieron una sola cosa, una cosa sola, una cosa estéril y contraproducente: fidelidad a Washington en la guerra fría, privilegiando a las fuerzas armadas de la región.

Pero los problemas de la América Central no tenían nada que ver con la contienda Este-Oeste: tenían que ver con el retraso, el hambre, el analfabetismo. El enfrentamiento entre estas necesidades vitales de la región y las exigencias artificiales de la guerra fría, es lo que condenó al istmo centroamericano a 33 años de inmensa crueldad, tortura y muerte. Con razón, Pablo Neruda llamó a Centroamérica ``la delgada cintura del sufrimiento''.

La guerra centroamericana, que tanto dolor causó a Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, representó, además, un grave peligro para los dos países ajenos al conflicto pero limítrofes a él: México y Costa Rica. Una ciega política estadunidense que culminó con el gobierno de Ronald Reagan, creyó que incorporando a Costa Rica y México al conflicto, se fortalecería aun más el proyecto contrarrevolucionario propiciado por Washington.

Dos gobiernos y dos presidentes, Miguel de la Madrid en México y Oscar Arias Sánchez en Costa Rica, frustraron este fatal intento con habilidad diplomática, fidelidad a los principios y, sobre todo, responsabilidad para con sus respectivos pueblos.

La participación mexicana, iniciada por la declaración conjunta de los cancilleres Jorge Castañeda, de México, y Claude Cheysson, de Francia, sobre El Salvador, y culminando con el esfuerzo del canciller Bernardo Sepúlveda en el Grupo de Contadora, al cabo debió ceder la primacía del esfuerzo, como era natural, a los propios centroamericanos. Fue entonces cuando Oscar Arias, presidente de Costa Rica, condujo las negociaciones de paz al puerto seguro de Esquipulas y, de allí, a la firma de la paz en El Salvador, la conciliación política en Nicaragua, el desmantelamiento de la salvaje fortaleza armada de Estados Unidos en Honduras y la paulatina pacificación de Guatemala bajo gobiernos progresivamente democráticos y menos dependientes del ejército.

Arrastrados al conflicto, México y Costa Rica hubiesen perdido estabilidad, soberanía, y honor. Opuestos por las corrientes más timoratas, ciegas o falsamente realistas de sus respectivos países, De la Madrid y Arias apostaron a que la historia les daría la razón. Se las dio.

Oscar Arias, en particular, debe sentirse satisfecho de no haber entregado a su pequeño pero grande país, Costa Rica, a una sumisión que hubiese minado lo que los costarricenses han logrado en términos de vida democrática, desarrollo económico y social e independencia nacional: un legado singular y precioso en Centroamérica y en toda la América Latina.

El esfuerzo de Oscar Arias en circunstancias adversas, presionado por los poderosos y mal visto por los ciegos, sentó las bases para una paz duradera construida, por desgracia, sobre casi 100 mil muertos en las guerras de la región. Pero gracias a él, el istmo del dolor es hoy istmo de la esperanza.

Pocos hombres han merecido, con más justicia, el Premio Nobel de la Paz. Pero Oscar Arias, lejos de dormirse sobre los laureles escandinavos, ha sentido que su premio es más que una recompensa: es una obligación para continuar la lucha por la paz en su más arduo y peligroso terreno actual, la reanudación de las carreras armamentistas en América Latina y el mundo.

Oscar Arias, activamente, ha participado en las campañas que condujeron a la abolición total de las fuerzas armadas en Costa Rica desde antes, y luego en Panamá y Haití. Ha abogado porque los países latinoamericanos acepten una moratoria de dos años antes de decidirse a adquirir armas de alta tecnología. Ha recalcado que la América Latina no necesita escuadrones militares sino brigadas de educadores... Ha precisado que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU son los principales proveedores de armas al mundo subdesarrollado.

A las campañas contra la transferencia de drogas, Arias pide que se una la campaña contra la transferencia de armas. No se puede argumentar, como lo hace Estados Unidos, que la venta de armas es buena porque crea empleo en la unión americana. Lo mismo podrían decir Bolivia y Colombia de la transferencia de drogas: genera empleo. Es intolerable, nos dice, que desde el fin de la guerra fría en 1990, los países ricos hayan vendido armas por valor de 115 millones de dólares a los países pobres. No es así como se podrán recuperar los centroamericanos devastados por 40 años de conflicto armado. Con razón señala Arias ``el peligro de que el desencanto de los pueblos con la democracia pudiera llevarnos de nuevo a la ingobernabilidad y, peor aún, a la violencia''. Con razón denuncia que el proceso de desmilitarización centroamericano ``se encuentra en peligro ante la incitación comercial de la industria militar de los países desarrollados, apoyada en muchos casos por la diplomacia de sus gobiernos''. Con razón advierte que en ``la pobreza germina la semilla de la inestabilidad social y la desesperación, deslegitimadoras de cualquier gobierno que se declare democrático''.

Con razón nos recuerda que, en la guerra moderna, 90 por ciento de las víctimas son civiles.

En nombre propio y de Gabriel García Márquez, copatrocinador de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, doy la más cordial bienvenida al bello recinto, pintado por Orozco, de la Universidad de Guadalajara, al defensor de Costa Rica, pacificador de Centroamérica, digno presidente de su país y merecidísimo Premio Nobel de la Paz, mi amigo don Oscar Arias Sánchez.

Texto leído en la Universidad de Guadalajara el sábado 6 de diciembre.