José Steinsleger
La otra infancia

Con el lápiz sostenido en la boca Noemí dibuja un caballo. Después toma un pincel, mezcla en agua algunos colores y acaba el boceto. La acuarela tiene movimiento y cierto vuelo lírico. A los doce años, Noemí se dispone a terminar la primaria. Locuaz, sus comentarios transmiten más vivacidad que los de otros niños ``normales'' de su edad. Tiene la suerte de vivir con una familia que le ayuda, está llena de sueños y ha suplido la ausencia de manos con una memoria que retiene todo lo que lee y escucha.

Sugestivamente, Noemí asegura que su adversidad no le perturba tanto como que la señalen como ``discapacitada''. Y sus argumentos parecen darle razón pues al fin y al cabo ¿qué es la ``discapacidad''? ¿La facultad para desarrollar otras capacidades o el azar de un gen mal ubicado que impide, retarda o atrofia el desarrollo ``normal''? El vocablo ``discapacidad'' no existe en el diccionario. Sólo figura ``incapacidad'', entendido como ``falta de aptitud, inteligencia o talento'', de uso correcto en el ámbito forense en casos de interdicción. Entonces, la aplicación del término a las personas que tienen limitaciones físicas parecería provenir del prejuicio y las exóticas concepciones de lo que para el resto de las personas es y no es ``normal''.

Quien es amigo de personas ``discapacitadas'' o en su familia las atiende sabe que algo singular subyace en ellas. Por ejemplo, la mayor predisposición para la comunicación que, precisamente, es la capacidad sustantiva de la condición humana: un autista que alcanza sorprendentes facultades de percepción; un sordo capaz de escuchar y retener con atención; un paralítico con notable capacidad de observación y de abstracción; un ciego como el de la película Perfume de mujer que enseña a un joven la seducción por medio del olfato o un lisiado como el de Regreso sin gloria que muestra cómo hacer el amor en silla de ruedas. Pero la menor autonomía de estas personas nos obliga a dar algo tanto o más importante que el dinero destinado a su rehabilitación: afecto y ayuda.

Sin embargo, pocas son las familias que impulsan la integración de sus hijos discapacitados con los demás niños del barrio o la comunidad, como sucede en Estados Unidos, Canadá y la mayoría de las naciones de Europa. Así, paradójicamente, los principales enemigos del niño discapacitado son el rechazo familiar y social. Hay padres de niños ``discapacitados'' que, cuando pelean, se echan la culpa por los trastornos de desarrollo psicomotriz, físico y emocional y de retención intelectual de sus hijos. Y padres que al verse obligados a trabajar todo el día y que no cuentan con servicios de guardería acostumbran a dejar los hijos minusválidos encerrados en el hogar, si es que no deciden internarlos o abandonarlos en instituciones públicas donde se carece de afecto y estimulación ambiental básica.

En México viven 10 millones de discapacitados. En el Registro Nacional de Menores, elaborado por encargo del presidente Zedillo, figuran inscritos 2 millones 727 mil 989 niñas y niños discapacitados. Del total, 10 por ciento de los que tienen de 6 a 12 años sufre algún grado de ``discapacitación''. Un millón 818 mil de esos niños concurren a escuelas regulares, 303 mil reciben instrucción en centros de enseñanza especial y apenas 11 mil han sido integrados al sistema regular. Es decir que más de 600 mil carecen de todo tipo de servicio educativo.

Entre los males notorios que los afectan figura la debilidad visual (29 por ciento), auditiva o de lenguaje (11.3 por ciento), deficiencia mental, epilepsia, ceguera, síndrome de Down, parálisis cerebral y mudez (Programa nacional para el bienestar y la incorporación al desarrollo de las personas con discapacidad. Informe anual 1995-96).

La necesidad de proporcionar ayuda al niño minusválido debería priorizar la educación de los padres y el entorno familiar. Entre los niños pobres y desnutridos sus males recrudecen por la escasa o nula protección social. Con los niños indígenas las cosas se complican porque a los problemas del habla hay que añadir que el español es su segunda lengua, en tanto que la desnutrición los lleva a la adquisición tardía de la lengua por discapacidad o defectos de nacimiento.

A los maestros también corresponde la formación de la sensibilidad de los niños ``normales''. Porque en rigor, así como la mujer es la mejor promotora de salud de sus hijos, sólo los niños pueden transmitir masivamente los estímulos emocionales necesarios para facilitar la integración educativa de la otra infancia en las aulas regulares y como parte de la comunidad escolar.

Desafortunadamente, frente a los ``discapacitados'', y en particular con la infancia minusválida, abundan los pretextos para mirar al costado. Inclusive no faltan voces ``juiciosas'' que la ven como conflictiva, poco productiva y no educable, de alto riesgo y costos muy altos en comparación con la infancia ``normal''. Supuestos que a más de representar nuestra propia incapacidad mental y espiritual ahonda su desamparo condenándola a la marginación, negándole sus derechos, impidiéndole la oportunidad para el desarrollo y provocando que al fin sean, efectivamente, una carga familiar y social.