El alejamiento retórico y político de los grupos parlamentarios y sus dirigentes respecto del resto del país, ha adquirido dimensiones peligrosas para la eventual gobernabilidad democrática de México. Los primeros que deben resentir esta ``fuga autonómica'' son los propios partidos políticos, pero el costo de un giro como éste lo vamos a pagar todos.
Más preocupante resulta ahora una especie de reconocimiento y aceptación de ese alejamiento, como el que ha hecho en estos días Andrés Manuel López Obrador. El máximo dirigente nacional del PRD, en efecto, en vez de insistir en la recuperación del diálogo nacional entre los partidos y el gobierno, entre los dirigentes y el Presidente, se ha dedicado a insistir en una peculiar visión psicoanalítica sobre el carácter de Zedillo a la vez que lo convoca a reunirse con los directivos de los grupos legislativos, como la vía para resolver el atascadero fiscal en que se metieron la Cámara y el gobierno.
La flamante democracia mexicana no puede darse el lujo de tanta autonomía. Entre otras cosas porque lo que necesita con urgencia es de giros de inclusión y articulación de actores que la arena electoral no puede, como lo hemos visto, producir por sí sola.
Tanto el Presidente como los partidos parecieron partir de esta hipótesis. El haber dejado a un lado la reflexión sobre la reforma del Estado, el soslayamiento de la urgente reforma de los mecanismos de relación y funcionamiento del Congreso, en su interior y con el Ejecutivo, la hasta ahora inexplicada conformación del IFE, hecha a la carrera y a las doce y cuarto, ilustran la vocación de gobierno y partidos por los acuerdos en medio del pánico, pero en el fondo dan cuenta de lo poco que se ha tomado en cuenta el papel de las instituciones y los acuerdos básicos en momentos de cambio político y económico tan agudos como los que ha vivido y vive México. Demasiado transitólogo para tan poca cocina institucional y constitucional.
A la luz de los embotellamientos legislativos en torno a la cuestión fiscal, vale la pena insistir en lo anterior y reiterar que esa asignatura no sólo está a la espera sino que no puede seguir siendo postergada. Más allá de los triunfos pírricos de uno u otro Dantón en contienda, lo que está en juego es evitar que por ahí nos aparezca un Robespierre criollo y nos ponga frente a un callejón oscuro, precisamente lo que la transparencia electoral lograda prometía evitar.
Entre la ``bolsa o la vida'' de Porfirio y Medina Plascencia, y el ``no hay vida sin mi IVA'' en que se ha atrincherado el Presidente, es urgente empezar a buscar caminos y puentes que den racionalidad a las decisiones económicas del Estado y abran avenidas reales a la confianza y la inversión productiva. Lo que falta es que en la cumbre, que tendrá que ser ahora político-económica y no sólo electoral-partidaria, se asuma la necesidad de superar la emergencia pero esta vez con base en un compromiso público y fechado para abordar y resolver lo importante.
Es indudable que hay más de un camino fiscal para arribar a unos equilibrios macroeconómicos que a su vez produzcan crecimiento y estabilidad. Lo que no hay en nuestro caso, son los plazos y los foros para procesar de manera vinculante la discusión que pueda llevar a la apertura de tal sendero. De aquí la necesidad de idear los puentes y los atajos necesarios para salir al paso del barranco fiscal que se ha prefigurado después de tanto grito y sombrerazo de diputados y hacendistas.
No parece haber sustitutos claros y eficaces inmediatos para el IVA en su tasa actual, salvo que detrás de su reducción esté la disposición no dicha a incurrir en más deuda. Pero, a la vez, es o debiera también ser claro que es factible arribar a un régimen de impuestos al ingreso diferente al actual, es decir, a uno que sea equitativo y eficiente. Aquí podría estar un primer compromiso a explorar; el IVA actual por un ISR mejor y hasta mayor, en ciertos escalones de renta, a, digamos, un año plazo. El Congreso, por su parte, nos ofrecería para el día de Reyes el inicio en serio de su propia reforma, por otro lado inseparable de la reforma constitucional necesaria para civilizar el proceso fiscal. La liga legislativa del próximo otoño-invierno sería liga mayor.
Sin embargo, buscar una mejor mezcla entre impuestos directos e indirectos tiene un sentido trascendente si se introducen criterios productivos, de mayor crecimiento y más productividad nacionales, y sobre todo criterios de mejoramiento social y equidad globales. En ambos casos, en especial en el segundo, es imprescindible incorporar a la reflexión el monto y la distribución del gasto, hasta hoy la gran ausente de la campal presupuestaria.
Un régimen impositivo donde predomine el impuesto sobre la renta puede ser desalentador de la inversión, aunque hay que advertir que se trata de una ecuación cuyo despeje no está dado por la doctrina thatcheriana o el vudú de Reagan. Por otro lado, es sabido que el impuesto al consumo en condiciones de extrema concentración del ingreso tiene efectos regresivos nimios, por lo que su reducción no cumple fines de equidad.
¿Podríamos pensar entonces en otra batería de combinaciones, más cercana a nuestra realidad concreta e inmediata, urgida de inversión y crecimiento y aquejada por la masificación de la pobreza extrema? Tal vez, si dejásemos atrás los fantasmas que ha producido la interpretación unívoca del reclamo electoral por parte de los partidos ``autónomos'', hasta podríamos abordar una proposición como la siguiente: más IVA, digamos al 20 por ciento, a cambio de créditos fiscales a la inversión con empleo y, más que nada, de un mayor gasto social efectivo destinado a abatir pronto la pobreza extrema. No habría toma de tribunas, ni sueños dantonescos, pero quizás empezaría la época de la sobriedad mental. Que vaya que nos hace falta.