A las recientes turbulencias financieras originadas en los mercados cambiarios y de capitales de Asia -lo que se denominó el efecto dragón- siguen sumándose factores inquietantes. En la jornada de ayer la bolsa de valores de Corea del Sur registró una caída de 4 por ciento; la moneda indonesia se devaluó de manera brusca; en Tokio, la Agencia de Planificación Económica reconoció oficialmente un fenómeno que de todos modos ya se sabía: en la economía japonesa se ha cerrado un ciclo de expansión y se inicia uno de estancamiento.
Los gobiernos afectados han recurrido a la emisión de bonos de deuda pública y han logrado con ello paliar en el corto plazo los efectos de esta inestabilidad. Pero es claro que tales medidas se traducen en un incremento de la demanda de capitales en el ámbito mundial y, por consiguiente, en una inevitable tendencia al alza de las tasas de interés. Mientras más países entren a la disputa por los capitales especulativos que recorren el mundo, más tenderá a incrementarse el costo del dinero en la economía global.
Hasta ahora, los barruntos de crack internacional -la crisis mexicana, el mencionado efecto dragón- se han iniciado en las periferias de las plazas financieras más fuertes y decisivas de la economía planetaria. Pero si las dificultades se presentaran en Estados Unidos -cuya economía se encuentra hasta ahora en plena expansión-, Europa Occidental o Tokio, sería prácticamente imposible evitar un efecto dominó que afectaría de manera gravísima al resto de las naciones y podría culminar en una nueva depresión mundial.
Ciertamente, ante el proceso de globalización económica y el progresivo sometimiento de las economías nacionales al imperio de los capitales especulativos, ningún país -y el nuestro no es la excepción- podría quedar a salvo de los efectos de una turbulencia internacional en gran escala. La impotencia de gobiernos y sociedades ante las actuales incertidumbres bursátiles y cambiarias es exasperante pero inevitable, y no queda sino desear que el sistema económico internacional no sufra un descarrilamiento de conjunto a consecuencia de un descalabro en un país cualquiera.
En el caso de México sería terrible que a los de suyo graves costos sociales de la crisis económica local se agregaran los de un eventual quebranto financiero de dimensiones planetarias. Fuera de nuestras fronteras no nos queda sino esperar que se mantenga indefinidamente la frágil estabilidad. Pero dentro del país estamos en posibilidad de acelerar el paso para remontar los costos mencionados y dar al manejo económico -cuyos grandes rasgos y reglas son, sin duda, imposibles de cambiar- un redireccionamiento hacia la satisfacción de necesidades básicas de la población. Así, si la crisis mundial que nadie desea se presentara, a pesar de todo, el país podría al menos enfrentarla con sus deudas nacionales saldadas.