No hay duda que el mal o la enfermedad agudizan las sensaciones: del dolor, del propio ser, de la probable utilidad de vivir, y, por supuesto, de la falibilidad de la misma existencia. En ese sentido, dolor puede ser conciencia y conciencia puede ser urgencia. Como comentan quienes siempre fueron sanos: ``nos damos cuenta del cuerpo y en ocasiones de la vida misma, tan sólo después de enfermar. Unicamente al descubrir que alguna de nuestras partes ha muerto, claudicado o tristemente, cuando `algo' dentro de nosotros se ha perdido, es cuando la salud adquiere significado''.
En ese contexto, la enfermedad es primero demanda y después búsqueda. Vivir enfermo mutila producción, deseo e independiencia; en sentido amplio, la patología lacera cotidianidad y existencia. Sin embargo, el mal, al acercar al ser con la idea de la muerte y de la propia vulnerabilidad, lo aproxima consigo mismo. Suelo por eso pensar que la enfermedad transmuta al individuo y retoca y resiembra su alter ego, su conciencia. Puede entonces decirse que el dolor permite, al conocerlo e incorporarlo en la ``cuota de la existencia'', avizorar la vida en forma diferente. Por eso, no es un sinsentido afirmar que el pathos revela rincones insospechados que contagian a uno mismo, de sí mismo. O bien, que el dolor haga de las paredes espejos donde el paciente se vea primero y luego se pregunte. ¿Sirve un poco, aunque sea un poco, la enfermedad? ¿Puede construirse a partir de ella? En ese sentido, hay quien afirma que los padecimientos suelen propiciar el reencuentro del ser con el ser, por lo que el dolor no debe verse exclusivamente como un síntoma de mal agüero, sino como una exigencia del cuerpo para fortalecer ideas y existencia. ¿Quién no ha leído pinturas o degustado lecturas en las que el autor utiliza su dolor como cemento para vincular ideas con necesidad?
La magnitud y trascendencia del dolor llama también a otros caminos. Su sola presencia, ya sea por desolación, temor, impotencia, o por la esperanza implícita en todo padecimiento, puede modificar el sentido de la vida, la relación con otros, con uno mismo y con la medicina. En este tinglado, los dolientes demandan una profesión transparente, bañada por deontología y compromiso sin tacha. Aquélla en la que el enfermo no cuestione el poder de su médico, sino que se siente envuelto por él. Huelga recordar que tanto en nuestro medio como en muchos otros países, la desazón de los pacientes hacia la figura del médico crece a ritmos acelerados. El mal uso del poder por parte del segundo aunado a la desinformación de los primeros son las semillas que han incrementado en los últimos tiempos los reclamos de los enfermos.
En La República, Platón consideró que los filósofos deberían ser quienes instrumentasen las reglas de la sociedad ya que eran precisamente ellos quienes manejaban el conocimiento y el know how. Los filósofos a los cuales alude Platón eran seleccionados desde edades tempranas por sus habilidades intelectuales innatas, por lo que se les entrenaba rigurosamente en ciencias por medio de un internado --similar, supongo, al de los doctores-- que duraba 15 años. Los estudiosos deberían tener una buena memoria y un apetito tenaz para realizar cualquier tipo de trabajo duro. Es notorio que Platón consideraba también al médico como una especie de guía o gobernador, ya que tenía autoridad y poder sobre los enfermos similar a la que ostentaban los filósofos.
Platón tenía razón: el paciente enfermo es un ser desarmado. La influencia y presencia moral del médico sobre el doliente debería ser suficiente para restañar los malos ratos y los largos miedos emanados de las células rotas, si no como cura, al menos como escucha. De ahí que el manejo ético de la enfermedad sea buen juez para calificar los vínculos entre medicina, sistemas de salud y seres enfermos.