Alarmante la escasa (pero calificada) presencia de intelectuales mexicanos a las conferencias tenidas la semana pasada por Massimo D'Alema --secretario general del Partido Democrático de la Izquierda italiano (PDI)-- de visita a México. Ahora, si los hechos indican algo, muestran que a los intelectuales mexicanos lo que diga una de las cabezas más lúcidas de la izquierda italiana, importa poco. Y así muchos perdieron la oportunidad de observar directamente una imagen singular de la izquierda europea de fin de siglo. Y se perdió, de paso, la oportunidad de explicar México a un importante político europeo. Al cual, creo yo, no le habría hecho daño saber más de este país, de su personalidad y de sus dilemas. Pero, en fin, las relaciones entre culturas diferentes nunca son fáciles.
Dijo el secretario del PDI: por su historia y por su presente, Europa es el centro de los derechos sociales en el mundo. Evidente aquí un justificado, si bien prudente, orgullo. Esperemos --añadió-- que en el futuro Corea del Sur se parezca más a Europa, en derechos colectivos y garantías individuales, de aquello que Europa pudiera llegar a parecerse a Corea del Sur en estos terrenos.
El argumento es fuerte. La eficiencia productiva es importante pero no es, ni debe ser, todo. Y sin embargo ¿qué sucedería si comparáramos Europa con Estados Unidos? En la tutela de los derechos colectivos de los sectores menos fuertes de la sociedad, Europa sigue estando adelante de Estados Unidos. Y sin embargo, ¿es mejor vivir en un país con 4.6 por ciento de desempleo o en una gran región con 12 por ciento de desempleo? Si la respuesta no fuera del todo contundente tampoco podría serlo la afirmación de una pretendida preeminencia social europea sobre Estados Unidos. La única forma para defender la idea de que sería mejor que en el futuro Estados Unidos se pareciera más a Europa que al revés, es que el viejo continente aprenda a bajar sustantivamente sus actuales tasas de desempleo sin renunciar a los legítimos derechos sociales adquiridos.
Y éste, precisamente, es el reto mayor de la izquierda europea de hoy. Digámoslo con una contundencia no del todo injustificada: o la izquierda derrotará al desempleo u ocurrirá exactamente al revés. Felipe González docet. Aquí no está en juego el color político de uno u otro gobierno. ¿A quién podría beneficiar la exasperación y la posible irracionalidad de millones de individuos buscando milagros políticos a situaciones desesperantes de marginación? A nadie, salvo a los fanatismos redentores siempre presentes. En Europa, y en otras partes, las izquierdas que llegan al gobierno deben demostrar que votar por ellas es votar no sólo por más democracia sino también por formas sostenibles de bienestar. Pero existe otro problema. ¿Es posible mejorar empleo, bienestar y democracia aislándose de las corrientes económicas y culturales que recorren al mundo? Si la respuesta es no, el corolario es obvio: la izquierda se enfrenta hoy a un reto de época, el de combatir al desempleo participando a los grandes cambios técnicos, comerciales y financieros del mundo. Y la cuadratura del círculo no está todavía a la vista.
En los últimos años la moneda única europea fue un objetivo tan importante que casi cualquier otro cayó a un menor peldaño de prioridad. Pero a partir de 1998, una vez alcanzada la meta, el tema empleo volverá con toda su fuerza para una izquierda europea que quiera dar soluciones a los problemas de los ciudadanos que gobierna. Seamos razonables: ni en Italia ni en Francia o en Inglaterra los progresistas permanecerán mucho en el gobierno si no son capaces de definir nuevas ideas y estrategias para combatir una plaga peligrosa para el bienestar, la democracia y los derechos sociales adquiridos por millones de ciudadanos.
No basta (aunque sea decisivo) que la izquierda se muestre perceptiva hacia las razones del mercado y de las libertades y garantías individuales, es necesario que, a partir de ahí, sepa crear ideas e instrumentos para alcanzar puntos más altos de equilibrio entre eficiencia y derechos sociales. De no ser así, Europa correría el riesgo de parecerse cada vez más a Corea del Sur. Lo que no beneficiaría ni a Europa ni a Corea del Sur.