Parece que al presidente Ernesto Zedillo, más allá de las grandes palabras sobre reforma democrática del Estado, le ha resultado dolorosamente traumático renunciar a las facultades extraordinarias para legislar que heredó de otros titulares del Ejecutivo. Eran facultades de hecho, no de derecho, pues para que constitucionalmente el Poder Legislativo deba depositarse en un solo individuo tienen que darse los supuestos de invasión, perturbación grave de la paz pública o cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, o de necesidad de regular importaciones, exportaciones o producción nacional, y en general, de beneficiar a la economía del país (Arts. 29 y 131, entre otros). Pero aun en estos casos es indispensable que sea facultado y aprobado por el Legislativo, con lo que se restituyen los candados.
Esas facultades fácticas eran siempre ejercidas con mucha eficacia, para no hablar de imposición y autoritarismo, pero invariablemente también eran sometidas a las solemnidades del Congreso para simular una división de poderes que en consecuencia era sólo ritual. Durante muchas décadas ha habido un dominio indiscutible del Ejecutivo sobre los otros poderes mediante la corporativización ejecutada y oficiada por un partido único, significativamente apodado partido del gobierno. Incluso algunos altos personajes de la intelectualidad consagraron extensas reflexiones a la necesidad, con tintes de inevitabilidad, del presidencialismo en México, y a las virtudes del unipartidismo, sin importar que los actores políticos representaran su papel fuera del libreto constitucional, que a su vez era ritualmente exaltado de tanto en tanto por su origen revolucionario, su sabiduría y su originalidad. Eso ha cambiado. O está cambiando, y muy dificultosamente, para mayor realismo.
Era previsible que con una mayoría opositora en la Cámara de Diputados, la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación para el año entrante no pasaran esta vez con la suavidad ceremonial de las ya viejas reglas consuetudinarias, así haya habido acuerdos previos de corredor o aun consultas más o menos formales. Se ha entendido bien que los documentos presupuestales son instrumento de una determinada política económica, instrumento que el Ejecutivo defiende como si fuera una maquinaria perfecta y única a la que no puede privarse de ningún perno o engrane, por insignificantes que parezcan, sin que se produzca una catástrofe descomunal según una propaganda delirante y a mi juicio contraproducente.
A los opositores se les presenta como inexpertos, como recién llegados a las tareas legislativas, cuando no francamente como ignorantes e irresponsables. Se les acusa de actuar electoralmente, para la galería, y de defender tales o cuales puntos sólo porque lo prometieron en campaña. Sólo por eso. ¿Y no es bastante? ¿No es hora ya de que se cumpla en las curules lo que se ofreció en la plaza pública? Y si fueron tales promesas las que determinaron el sentido del voto, ¿no significa esto que corresponden a los intereses de la gente común, que ciertamente no sabe gran cosa de conducción macroeconómica pero sabe que no es suficiente lo que ingresa a sus bolsillos y por eso nombra representantes políticos?
Esas acusaciones son excesivas y generalizantes, por decirlo sin brusquedad. En el recinto de la Cámara, la ignorancia que se reconoce a sí misma, cualquiera que sea su afiliación política, y hoy como ayer, suele guardar un silencio tenso o indiferente. A veces la simple inexperiencia legislativa, que es otra cosa, asoma tímidamente la cabeza, pero el resto del grupo parlamentario le evita tropiezos graves. Y están luego, y son muchos en los dos más grandes partidos de oposición, los que saben de economía y finanzas públicas y tienen una larga experiencia parlamentaria y en el servicio público. Ellos son perfectamente capaces de entender las propuestas presidenciales, de evaluarlas y de formular contrapropuestas tan racionales y congruentes como las del Ejecutivo, sólo que con una orientación social más marcada, porque para eso son representantes del pueblo.
Se ha caído en un bache cuya profundidad no debe exagerarse. Creo que lo que está haciendo falta es actividad política, en el sentido más serio. Un diálogo abierto y claro del presidente Zedillo con los grupos parlamentarios ayudaría a salir de los monólogos enfrentados y a intentar dialogar. En los documentos presupuestales hay puntos intercambiables y forma de hacer compensaciones sin caer en el catastrofismo, y esto lo sabe cualquier economista que conozca y respete su oficio. Si tales documentos no tienen un origen divino, lo que los haría intocables e infalibles, pueden discutirse serenamente entre seres humanos, entre políticos, y modificar en ellos lo que sea modificable en beneficio del país. Hay que saber que en adelante, si todo va bien, el Ejecutivo no tendrá más tareas legislativas que las extraordinarias marcadas por la Constitución, y que es perfectamente posible y deseable una convivencia civilizada entre poderes distintos.